viernes, 4 de julio de 2008

“Yo tenía un blog en Mongolia…

“Yo tenía una granja en África…”, así, con la sección de cuerdas de alguna filarmónica a todo trapo y grandes tomas cenitales sobre la sabana, un espacio sin límites para el alma reprimida de una aristócrata danesa. Yo tenía un blog en Mongolia, otro espacio inabarcable para la reprimida sensibilidad de quién. Nunca entro en otros blogs. Y cuando lo hago es porque han entrado en el mío, una concepción quizá trasnochada e insuficiente de la solidaridad. El blog es un espacio muy parecido al del poema: el lector entra en él buscando identificarse, hacer suya esa experiencia o percepción que por su naturaleza y forma es, con cada nueva lectura, no sólo repetible sino apropiable. Muchos de los comentarios a las entradas en los blogs hablan de eso: a mí también me pasó, yo sé cómo te sientes. Y yo, que he dejado la poesía, uso este recinto quizá de forma espuria, pervirtiendo el espíritu del blog, lo que explica la solidaridad bracicorta a la que me refería antes. Los blogs que aparecen recomendados a la derecha fueron sugerencia de quien me diseñó éste. Apenas he entrado alguna vez en uno o dos de ellos; muchos no sé ni de quién son ni de qué tratan. Yo, la verdad, debería dedicarme a otra cosa. Somos tantos los licenciados en filología, tantos los que han pasado por talleres de escritura, tanta la gente a la que no le llega la camisa al cuerpo, el cuerpo al mundo, que acabamos desbordando nuestros cajones, las pequeñas editoriales en las que publicamos, los blogs que abrimos o nos abren y ya están saturados de nuestra (in)solidaridad. A veces me sorprende ver que alguien ha pasado de puntillas por este espacio del que tan ilegítimamente me he apropiado. Veo sus huellas en la arena como Robinson Crusoe y me asusta, como a él, lo lejano de esa presencia: huellas desde lugares recónditos en los que nunca he estado y a los que nunca iré. Huellas anónimas en la arena a las que no pondré nunca el nombre de Viernes, el día de hoy, pues pertenecen a gente con nombre y apellidos. Por eso, antes de que lleguen los caníbales, vendo las cabras y apago el fuego. Suenan las cuerdas, el viento mueve la alta hierba… Y antes de que llegue la antropofagia del melodrama (siempre con tanta hambre), el rictus impostado de Robert Redford, la lágrima furtiva y el rodillo de los créditos, digo aquellas palabras mágicas de la mente reprimida y revisionista, enferma de melancolía: “Yo tenía un blog en Mongolia…

jueves, 3 de julio de 2008

La libertad, amigo Sancho

“… pero, ¡qué bueno morir tocando la libertad!”. Lo dice Ingrid Betancourt al referirse a las peligrosas circunstancias de su liberación junto a otros rehenes de las FARC. Y recuerda aquel parlamento de don Quijote a Sancho, la libertad, amigo Sancho, es el bien más preciado del hombre, y por él merece la pena dar, si hace falta, hasta la vida. No son las palabras exactas porque cito de memoria. Y seguro que la memoria ha ayudado a esos rehenes que ya respiran el aire libre a resistir tantos años. A los torturados y secuestrados les ayuda recordar cosas y momentos para aislarse de la circunstancia impuesta de su presidio. Uno canta mentalmente todas las canciones de los Beatles para abstraerse, otro recita en la bóveda de su cráneo poemas de amor para espantar el odio. San Juan de la Cruz habría escrito el monumento que es el Cántico espiritual sobre la cal de su memoria, sepultado entre las cuatro paredes calcáreas en las que lo encerró el celo de la ortodoxia. ¿Y qué recordaría Cervantes en su cautiverio mientras era sometido a quién sabe qué tipo de vejaciones, incluso si se daban entre el lujo, los cojines, las rumorosas fuentes? Muy mullido no tenía que ser ese entorno cuando arriesgó la vida varias veces, como hizo Ingrid Betancourt, para escapar. Para los secuestrados en las selvas de Colombia la memoria era la radio, las voces de sus familiares a una hora temprana, antes de que levantara el día con su certeza impuesta, en ese tiempo o duermevela en el que todo parece posible. Me imagino el repentino tronar de la selva como un aviso de rotundidad, con todo el peso de ese estruendo diciendo que hoy tampoco serían libres. Por supuesto que hay mucha gente secuestrada, muchas selvas y zulos que no lo parecen por el mundo. Muchas mujeres secuestradas por sus maridos, hombres secuestrados por sus mujeres, padres secuestrados por sus hijos, hijos secuestrados por sus padres. El síndrome de Estocolmo, que no ha colonizado la mente de Ingrid Betancourt, se extiende por todas partes con la universalidad de una plaga y el dudoso pretexto del amor. Pero secuestrar a alguien con el pretexto más dudoso todavía de liberar una idea más grande, como alimentar con sangre ajena el dudoso árbol de una idea mayor, eso no es un síndrome, sino un delito, y como tal tiene que ser contemplado. A veces cruzamos la ciudad recitando un poema mentalmente, subiendo una ladera nos asalta un pensamiento que leímos hace mucho tiempo, una canción resuena dentro de nuestra cabeza en la ebriedad o turbiedad de la noche, depende de los días. Nos religamos al idioma en esos momentos, a la vida y a la especie. Son pequeños ejercicios espirituales, pequeños simulacros de una memoria que nos salve, nos diga cosas como que la libertad amigo sancho o mi amado las montañas.

martes, 1 de julio de 2008

Ebria de polen y de atrevimiento

Drunken and overbold, así describe en un poema Robert Browning a la abeja, ese animalito del que tantas cosas hemos aprendido y, según parece, todavía tantas tenemos que aprender. Aunque si escribiera hoy desde los Estados Unidos, quizá Browning le pondría otros adjetivos al insecto, stressed and overworked, estresada y hasta arriba de trabajo: millones de ellas son llevadas en camiones cada año para polinizar almendros y otros cultivos a lo largo y ancho del país. Tanto trajín las está afectando, alterando sus ritmos de sueño, sus coordenadas vitales, y si a esto le sumamos la agresividad de muchos pesticidas que no distinguen los buenos de los malos entre los insectos, se produce el abandono inexplicable y masivo de las colmenas. Como los niños de Hamelín, las abejas de repente desaparecen de la ciudad, sin dar un ruido, convocadas por una llamada misteriosa que no deja atrás ni la muleta aquella del niño cojo: idas en un abrir y cerrar de ojos. La misma reseña de la que extraigo esta información [A World Without Bees, libro de Alison Benjamin y Brian McCallum] recoge en uno de sus titulares algo sorprendente: Einstein predijo que si se extinguieran las abejas los seres humanos no durarían ni cuatro años sobre la Tierra. El efecto tantas veces mencionado de una mariposa batiendo las alas en el hemisferio sur y provocando un cataclismo en el norte no sería nada comparado con una deserción en masa de la abeja Maya y sus congéneres. Los humanos solemos preocuparnos por animales más grandes y de aparente mayor rareza, las campañas de protección de la naturaleza adoptan osos o tigres como mascotas, y bautizamos, con singular ombliguismo antropomórfico, a unas y a otras especies con rasgos nuestros: el perezoso, el diablo de Tasmania, el del rey de la selva. Pero es otra reina (y nos la estamos cargando al estresar a su séquito) la que verdaderamente ostenta la posición de prominencia para nuestra especie en la pirámide animal. Porque también el néctar que las abejas producen puede acabar siendo nuestra Némesis, y vamos todos como locos mirando las etiquetas de los tarros de miel, no vaya a ser miel impura, recolectada cerca de Chernobil, por ejemplo, o no lo suficientemente lejos. Pero los cánceres que nos asedian no llevan etiqueta y el aire no conoce filtros ni puertas tiene el campo. El animal morfológicamente más alejado del hombre (aunque nos recuerde tantas cosas su comportamiento), cuyo vuelo y cuya vida podemos interrumpir con un simple manotazo, puede a su vez encerrar nuestra salvación y ser nuestra condena. Conviene no olvidarlo. El poema de Browning, por cierto, se titula “La popularidad”, y en él tiene un papel estelar otro animalito aparte de la abeja: el múrice, una especie de molusco de cuya sangre se extraía un tinte natural de color azulado. La ciudad de Tiro, en el Líbano, fue famosa en la Antigüedad por sus múrices. Entre Chernobil y Tiro, dos ciudades marcadas por el azar y la desgracia, entre el dorado y el púrpura, vamos atravesando el mundo con un séquito de abejas.

Casi como ese único alfiler de oro
que fulge en la matriz secreta de la campanilla,
y que, llegados tiempo y plenitud de ardores,
le llevará la abeja en un rumor al zángano,
ebria de polen y de atrevimiento
.

sábado, 28 de junio de 2008

Turguéniev y el mundo animal

Acabo de terminar La reliquia viviente, una selección de los cuentos de Turguéniev. Lo ha editado, en traducción de Fernando Otero, Atalanta, puesta en pie hace unos años por quienes levantaron Siruela, y el sello se nota en el preciosismo de los libros y en las exquisiteces del catálogo. De Turguéniev sólo conocía Los poemas en prosa, y esos esbozos del final de su obra tienen un magnífico y ampliado precedente en estos Apuntes o retratos de personas, paisajes y animales. Me quedo con estos últimos, defendidos con vehemencia en el libro pese a que todos los cuentos tienen como testigo a un cazador. O quizá precisamente por eso. Si Turguéniev se adentra por primera vez para la literatura rusa en el mundo de los siervos, abre también el territorio real del bosque a la imaginación, y pone la primera piedra para un decálogo de derechos de todas las criaturas de la Naturaleza: “Seguro que disparáis a los pájaros que vuelan por el cielo… Y a los animales del bosque. ¿Y no os da vergüenza matar a los pobres pajarillos, derramar sangre inocente?”. Quien habla es una especie de iluminado, cierto, un personaje al que muchos tienen por loco, pero queda esa voz ahí, a mediados del siglo XIX, reclamando una mirada de atención para el mundo animal. Aunque de entre estos seis cuentos (Apuntes de un cazador consta en su edición definitiva de veinticinco) sólo en uno de ellos hay un animal protagonista, las referencias a perros, caballos, pájaros y liebres son impagables. Truguéniev se crió en el campo, fue un siervo quien le inculcó el amor a la literatura, pero el mundo natural le entró sin medida por los cinco sentidos, a juzgar por la fidelidad con la que recoge el gemido de orgullo herido del perro, o cómo el miedo hace audaz a la liebre. La literatura cobra aquí nuevos territorios. El caballo es, sin duda, el animal en la cima de esta jerarquía natural. En los dos cuentos enlazados del final, “Chertopjanov y Niedopiuskin” y “El final de Chertopjanov”, se nos presenta un cuadro muy quijotesco. Los dos personajes del primero de estos títulos parecen una versión rusa del siglo XIX de, respectivamente, don Quijote y Sancho. Su aparición en una escena venatoria ante el narrador es espectacular: Chertopjanov a lomos de un enorme caballo, lleno de hidalguía y no exento de cierto prurito histriónico, y Niedopiuskin detrás, rechoncho y montado en un jamelgo que casi parece degradado a la categoría de pollino. Hay, por supuesto, uno o varios galgos corredores en esta historia, y la Dulcinea de turno, Masha, una gitana de mucha más presencia y carnalidad que la amada cervantina. A diferencia del manchego caballero también, todos estos personajes acaban abandonando a Chertopjanov, quien se ve favorecido por su gran corazón con un último e inesperado regalo: Malek-Adel, un magnífico caballo gris del Don que es la envidia de toda la comarca. El final es trágico, no obstante, con un Chertopjanov disparando su revólver en la frente del animal. La descripción que hace Turguéniev de este horrible acto pone los pelos de punta, y su verosimilitud y dramatismo dejan obsoleta cualquier escena similar en las películas del Oeste. He querido pararme en ella porque esta tarde, en unas horas tórridas sobre Madrid, he visto Expiación, la película basada en la novela de Ian McEwan. Y si bien es un filme igual de plomizo que la tarde, hay una escena muy lograda y realmente apocalíptica. Las tropas británicas esperan a ser embarcadas de regreso a casa en una playa francesa y alguien está matando, con un tiro en la frente, a todos los caballos. Los animales forman en fila, con sus mantas reglamentarias, aparentemente ignorantes del destino que les aguarda por estricto orden de contigüidad. Es un panorama desolador y el resto de la composición, las tropas de infantería en formación entre las olas, los montones de heridos, las cantinas infectas, el delirio y las hogueras no tienen esa carga aterradora de los caballos cayendo por estricto turno sobre la arena. Sólo hay una momento parecido, sin duda un guiño del realizador, cuando un oficial de ingeniería va haciendo lo propio con los carros blindados, que emiten uno tras otro una última nube de vapor desde su motor moribundo. No sólo los hombres perecen en las guerras, parecen decir estas imágenes simétricas. La Gran Guerra, como se conoce también a la Primera Mundial, levantó acta de la defunción del mundo en el que vivía Turguéniev. La ignominia de esos caballos ajusticiados con un tiro en la cabeza, llamado con no poca prepotencia el tiro de gracia, da fe de que el gran escritor ruso no se equivocaba cuando advertía en la voz de un loco sobre el derramamiento de sangre inocente.

jueves, 26 de junio de 2008

Pasternak y el vino tinto

Leo que la dacha en la que Boris Pasternak vivió durante años se encuentra asediada por villas de nuevos ricos. Quedan algunos artistas y escritores en esos apartamentos construidos para alojar a los creadores de la Unión Soviética, pero alrededor todo son casonas de estilo horrendo y alcantarillado donde antes había manantiales. La prepotencia del ladrillo y su culposa sombra. En Madrid, por fin parece que se va a hacer algo con la casa de Vicente Aleixandre, en la calle Velintonia, por la zona de Metropolitano. Somos fetichistas, aunque lo importante son los libros que escribieron, ver los sillones en los que se sentaron los autores, sus pipas, plumas, mesas y retratos, nos reconforta, le ponen una especie de bata y zapatillas a la literatura. Quizá sea más triste el asedio que el abandono, más preocupante ver la sede de la poesía rodeada de edificios pretenciosos financiados por el crimen organizado que saber los jardines y los muros derruidos, pasto del polvo y la humedad. Aleixandre mismo conoció mejores tiempos como autor de referencia, y sin embargo es un poeta inmenso. De Pasternak recuerdo su defensa del vino frente al vodka. Según él, parte del problema del pueblo ruso (y no le faltan) es el olvido en el que le sume ese alcohol duro y transparente. El vino, sin embargo, o eso creía él, no diluye sino que aposenta la memoria. Pero no todo el mundo se puede permitir el lujo de descorchar una botella de tinto. Al menos tienen la poesía. En Rusia, las largas tardes ocuras y frías dan para mucha lectura y, lo que es más importante, mucho debate sobre lo leído. Es también una forma de conservar la memoria: allí la poesía mantiene su función antropológica, nutre al pueblo y el pueblo la alimenta. Es, quizá más que en ningún otro sitio, todavía una cuestión lingüística y social. Aquí, entre la caspa de los progres, la esterilidad de los posmodernos y esas brumas frías de las jóvenes poetas ateridas, casi nos vale más refugiarnos en el vino. Las lecturas de poemas, con vaso de agua encima de la mesa, presentador, loas y micrófono tienen en realidad muy poco que ver con ese fondo cálido y misterioso de la palabra colmando la boca de la gente frente a una chimenea o alrededor de una estufa. La casa de la poesía está en la mente del que la escribe. Allí vive el que la lee. El respeto por la otra, la de piedra o madera, con jardín o balcones, es en realidad un respeto que nos debemos a nosotros mismos. Con ese amor tibio y pausado de una copa de vino.

martes, 24 de junio de 2008

El arte de versificación y la política

En España los políticos conservadores utilizan el arte de versificación para definirse: se declaran versos sueltos, dicen rimar con el electorado, dentro de poco acabarán hablando de conteras, cesuras y licencias. Se llamarán unos a otros estrambotes. Se acusarán de haber incurrido en flagrante esticomitia. Por fin, con aire de suficiencia, mirarán hacia abajo diciéndole al recién caído que qué lástima de pie quebrado. Están trasnochados, no se han enterado de que existe, desde hace ya más de un siglo, el poema en prosa. No saben que el verso está de capa caída, es una excrecencia del pasado, tan casposo y decimonónico como la misma capa y el sombrero de copa, un arte de nostálgicos que se escribe con estilográfica y se lee bajo una luz cenital, sorbiendo un whisky con hielo. Demasiadas marcas exteriores de reconocimiento; demasiados poetas que van de eso, de poetas. En un poema en prosa la poesía está dentro, esperando la eclosión del sentido, y no en el envoltorio, ese emblema que supone la versificación. Si yo pautara esta entrada en líneas, más aleatorias aun que las que ya establece el programa word en la modalidad de texto sin justificar, a primera vista el lector pensaría que se encuentra ante un poema. Le invita a esta suposición ese carácter identitario que tiene el verso. Luego leería lo prosaico de estas líneas y se sentiría estafado. La verdad es que muchas veces, leyendo poemas en verso que no han sido pensados como entradas de blog, sino como poemas, uno también se siente estafado. Son muchos años ya de machaconería con el zigzag de la línea, muchos años asistiendo, como espectadores de un partido de tenis, al ir y venir del sentido de un lado a otro como una pelota que todo el mundo se quita de encima. Mucho oficio y poca poesía. Frente a ese subrayado visual, que suele reproducir una serie más o menos aleatoria de versos blancos, es decir, versos canónicos sin rima, el poema en prosa renuncia a toda marca emblemática de poeticidad y se entrega a la poesía sin límites ni asunciones previas. Por eso quizá no les vale a los políticos para definirse, porque es una forma no marcada de poesía. Los políticos españoles van como el verso de un lado a otro buscando desesperadamente el sentido: los conservadores buscan el centro, y los progresistas una política de inmigración más conservadora. Como los versificadores, esos poetas que van de poetas, los políticos creen ver su identidad en todo lo reconocible, lo traducible directamente en votos. A unos y a otros se les escapa la poesía.

domingo, 22 de junio de 2008

Siempre quise escribir una entrada sin palabras

que dijera simplemente algo así como "Solsticio de verano en la Sierra de Madrid. Para María, que vive allí. Con muchos besos". Algo así.





































viernes, 20 de junio de 2008

Macromega Mac

Anuncian una hamburguesa que cuesta 120 euros. La venden en Londres y quiere competir con otra que ya se comercializa en Nueva York al precio de 80 euros. Con la manía que tienen los anglosajones por los récords, dentro de poco la hamburguesa más cara del mundo estará en Sydney, y costará no menos de 200 euros. Claro que en el libro Guiness no sólo hay marcas de los muchos hijos y nietos de la Gran Bretaña, ahí están las paellas récords que invaden las fiestas de nuestros pueblos cada verano. En el caso de la paella en formato XL está claro que el ser noticia lo da la cantidad: tantos y tantos kilos de arroz, de marisco, de verduras, de pollo. Hasta el azafrán se echa a puñados, a ver si no cómo nos van a dar el premio esos señores del Guiness tan escrupulosos con todo lo estadístico. Para el caso de las hamburguesas es la calidad la que justifica el precio y la relevancia, pues hay que salir en los papeles. La carne es traída desde Australia, en lugar de bacon se pone jamón de pata negra, y el resto de ingredientes son puro delicatessen. Así hasta sumar la cifra de 120 euros, ya que hay que justificar la clavada. Es cierto que la recaudación será destinada a fines benéficos y que se ofrecerá sólo el 26 de junio, diez días después del Bloomsday, para que el cuerpo haya tenido tiempo de digerir la riñonada y quede el campo libre y el paladar dispuesto. La exclusividad del día habrá logrado lo imposible, inventar la comida basura en versión serie limitada, todo un oxímoron de la restauración. Pienso, sin embargo, en el combustible necesario para traer la carne de ternera desde Australia (ya, ya sé que el avión tiene que venir de todas formas, ¿qué cuesta meter en la bodega unos filetitos?), en el despliegue técnico y mediático necesario para confeccionar algo tan básico como una hamburguesa. Luego pienso en todos los que se mueren de hambre en el mundo, sin la posibilidad de catar siquiera las virutas de ese jamón. Y me dan ganas de hacerme vegetariano. Por citar otra vez a Séneca, parece que nuestra hambre haya de ser siempre más grande que nuestro estómago (para la bebida tenemos a Baudelaire: el vaso y la botella más grandes que la sed, etc.), y que las compañías de alimentación no sepan qué hacer para vender sus productos. Porque la piel de cordero de la acción benéfica esconde, como tantas veces, una pata de lobo publicitario: es un mero sondeo de mercado. Y se están planteando traer el invento a España, con algún toque ibérico aparte del jamón, claro está, azafrán toledano y no iraní, quién sabe. La encuesta por teléfono delata una conciencia culpable, porque lo que preguntan no concierne tanto a la calidad como a la cantidad: ¿se gastaría usted 120 euros en una hamburguesa? Ni de coña.

jueves, 19 de junio de 2008

Los premios literarios

Leo en la página web de DVD Ediciones un artículo de Sergio Gaspar, buen amigo mío y uno de los editores con los que he publicado. Sergio es autor de dos libros importantes de poemas, Descripción de mi naturaleza, y sobre todo, Aben Razim, este último publicado al principio de los noventa y con influencia implícita o al menos no reconocida (pero los textos cantan) en algún poeta de mayor prestigio. No voy a ponerme a defender aquí la labor de DVD Ediciones pues soy parte interesada, es decir, he formado parte de ese proyecto. En su artículo Sergio Gaspar llama la atención sobre un fenómeno que a todos los que tenemos mayor o menor relación con el mundillo literario siempre nos ha maravillado: ¿cómo es posible que los premios nacionales y de la crítica recaigan siempre sobre un número muy reducido de editoriales? En el caso de la poesía, es especialmente una o dos de ellas las que más galardones de ese tipo han acumulado. Hasta el punto de invitarnos a pensar automáticamente en el cuento aquel del huevo y la gallina: ¿es que estas editoriales tienen acceso directo a la concesión del premio y todos los autores de prestigio intentan publicar allí sabedores de que sólo así pueden alzarse con el codiciado objeto de su deseo? ¿O más bien que todo lo publicado en su colección de poesía debe superar unas exigencias altísimas de calidad y por tanto lo del premio es una exudación natural, algo de suyo como dicen los filósofos? ¿Qué fue antes, el huevo de la calidad o la gallina del clientelismo? Estoy de acuerdo con Sergio, es más, no hubiera podido ponerlo todo de forma tan sucinta, matemática y cabal como ha hecho él. Ahora bien, yo creo que a su artículo le falta una pequeña coda o anexo. Porque si nos vamos a otros premios, el Ojo crítico, por ejemplo, ahí vemos que DVD Ediciones ha sido galardonada en varias ocasiones. Es decir, también para el caso de este premio habría editores que podrían suscribir y hasta escribir un artículo parecido al suyo. Sin embargo, una forma de explicar este protagonismo de DVD en el Ojo Crítico es pensar que, como indica su nombre, el galardón prima la poesía que es crítica con la realidad, que no es acomodaticia, que apuesta por las nuevas formas y denuncia los viejos saqueos. En ese sentido, se puede argumentar, el que muchos de los Ojo Crítico hayan ido a DVD es algo coherente con la línea editorial, algo de suyo. ¿Hay coherencia en que los premios más dotados y reconocidos vayan a las editoriales de mayor prestigio y poder mediático? Pues a mí me parece que sí. ¿Por qué pone el grito en el cielo entonces, con todo su derecho, Sergio Gaspar? Pues porque en muchas ocasiones para una editorial pequeña (ver el asunto del tamaño en otra entrada de este blog, “Microeditoriales”) hacerse con un nacional o de la crítica marca la delgada línea roja entre la precariedad y la subsistencia. Pasa lo mismo que cuando un poeta desconocido se presenta a un certamen de poesía: ganar o no ganar equivale a que el libro salga publicado o no, es decir, a su misma existencia como poeta. Dicho esto, habría también que ver si los premios que promueven las editoriales pequeñas, y DVD tiene más de uno, están libres del polvo y paja que denuncia tan justamente Sergio en su artículo. Es decir, habría que ver si en las decisiones de los jurados se trabaja con imparcialidad total, libres de toda influencia, lobby y clientelismo. En muchas ocasiones los premios nacionales acaban yendo al libro que defiende el miembro más vehemente del jurado, o el mejor informado, o el que tiene más contactos. La imparcialidad es algo tan intangible como la transubstanciación de las almas, aun cuando sea necesario creer en ella (¿qué nos queda si no?). Un premio nacional de traducción a una obra en griego moderno, por ejemplo, ¿cuenta con la imparcialidad y objetividad que supone el mero hecho de que todos los miembros del jurado dominen esa lengua? Si sólo se premia el resultado, sin parar en evaluar el respeto a la literalidad de la obra, ¿es ése un premio justo? En otras palabras, ¿cómo puedo votar sobre la excelencia de una traducción si no domino la lengua original? Una cosa que siempre me ha preocupado en esto de los premios nacionales, de los premios en general es, ¿cómo puede haberse leído el jurado absolutamente todos los libros publicados en España en ese año para poder emitir un juicio? Y todo fallo que no pase por esta premisa queda muy devaluado. Quizá yo mismo debería añadir un anexo a esta entrada: por razones que no vienen al caso he accedido a formar parte del jurado de un premio de poesía. Pero si yo no me leo absolutamente todos los libros que concurran, si permito que en el fallo final primen consideraciones extraliterarias, entonces no tendré derecho a firmar una entrada como ésta.

martes, 17 de junio de 2008

El estoicismo y la geoingeniería

"¿Hasta cuándo pediremos cosas a los dioses como si nosotros no pudiésemos mantenernos? ¿Hasta cuándo llenaremos de sementeras los campos de las grandes ciudades? ¿Hasta cuándo todo un pueblo recolectará para nosotros? ¿Hasta cuándo toda una flota de navíos aportará, y no de un solo mar, las provisiones para una mesa? El toro sacia su apetito con el pasto de poquísimas majadas; una sola selva basta para muchos elefantes: el hombre, para alimentarse explota mar y tierra. ¿Pues qué? ¿Un vientre tan insaciable nos diera la Naturaleza, habiéndonos concedido cuerpos tan pequeños, hasta el punto que llegásemos a vencer en glotonería a los animales más grandes y más voraces? En manera alguna, pues ¿a qué queda reducido el hombre que se da a la Naturaleza? Se contenta con poco; lo que resulta dispendioso no es el hambre de nuestro vientre, sino la vanidad".
Esta cita podría pertenecer a las actas de un congreso medioambientalista, concretamente a la intervención de un conferenciante un tanto alambicado y gustoso de la prosa florida pero contundente. O, yéndonos un poco más atrás en el tiempo, podría haberla sacado de Walden, de Thoreau, o de La naturaleza, de Emerson. Pero la verdad es que el fragmento está en la carta LX de las Epístolas morales a Lucilio, y fue escrita por Lucio Anneo Séneca en torno al año 64 de nuestra era, poco antes de morir (la traducción, excelente, es de Jaime Bofill y Ferro). ¿Pero acaso la alusión a un pueblo que cultiva para otro, la explotación de los recursos del mar y de la tierra, no cobran nueva vida con el trasfondo de los aranceles que los países desarrollados ponen a los que están en vías de desarrollo y el agotamiento de las reservas de peces en los mares? Es decir, que podemos perfectamente aplicarnos el cuento sin mayor violencia, salvada la excepción de la frugalidad, porque, ¿quién está dispuesto a modificar hoy día su dieta para salvar el mundo? ¿Existe una época más alejada que la nuestra de esa receta de autosuficiencia y moderación en la carta del estoico? Y sin embargo, se matarían dos pájaros de un tiro: una racionalización de los recursos serviría para erradicar el hambre y ayudaría a reducir la sobreexplotación de los recursos naturales. ¿Pero qué harían entonces los intermediarios, ésos que ahora contemplan salivando cómo la bolsa de la compra cada vez se encarece más mientras que al agricultor cada vez se le paga menos? Ya que la prescripción de estoicismo a pan y agua no funciona, los científicos optan por un nuevo rizo en el intervencionismo sobre el planeta: la geoingeniería, los ecohackers como nuevos salvadores. En un artículo de Danny Bradbury en The Guardian Weekly se ofrecen varias soluciones para mitigar efectos tan nocivos como el calentamiento global o el exceso de partículas de carbono en la atmósfera, fenómenos indisociables por otra parte. Sin duda a este tipo de terapias de choque se refería James Lovelock, el autor de Gaia, la teoría que ve el planeta como un organismo vivo (ver entrada en este blog), cuando abogaba, no por reducir, sino por incrementar el uso de la tecnología. Las erupciones volcánicas, los respiraderos en el fondo del océano, las corrientes marinas, todo contribuye y ha contribuido como mecanismo de autoregulación a las condiciones excepcionales de la Tierra. ¿Por qué no emularla con bombardeos de ácido sulfúrico en el aire, lluvias de sal en el Polo Norte, una nueva constelación de estrellas entre la luz del Sol y nuestra atmósfera? Sin duda el intento merece elogio y atención, y confirma esa voluntad del ser humano de andar todas las sendas posibles, también la de su némesis. Esta última no tiene vuelta de hoja según Lovelock, pero nos quedaría ese decoro medioambiental al que me refería en otra entrada, algo tan sencillo como esperar al inicio del verano para atiborrarnos de fresas, por ejemplo. En Astérix en Hispania, un mequetrefe lleva de la Ceca a la Meca a los protagonistas porque se le antoja un plato de frutillas fuera de temporada. ¿No somos un poco todos ese mozalbete caprichoso que dice "Pues si no me enfado" y tiene a todo un mundo pendiente de su arbitrario paladar? Séneca recomendaba quedarse en casa. ¿Nos será dado también cortarnos las venas antes de que el Nerón de turno le pegue fuego a todo esto?

lunes, 16 de junio de 2008

¡Viva la Feria!

¡Viva la Feria!, como dicen por el sur cuando hay feria, sin más motivo que la proclamación del jolgorio, por ver si así perdura. Allí estuvimos, Juanjo y yo, con Pepo en la foto, y esa camiseta que es todo un poema, los tropecientos años ya de Bartleby, que no quería escribir, sacando libros de poesía, que nadie parece querer leer pero ahí están. Un hurra por Pepo y su proyecto, ilusionado e ilusionante, en el que he tenido el privilegio de participar con mi primer libro (recién salidito otra vez como si fuera ayer aquel 2002) y una traducción a pachas con Juanjo de la Charo, Sharon Olds para los puristas. De repente echamos la vista atrás, cuando el catálogo de Bartleby lo componían unos cuantos poetas entusiastas, y vemos Kapucinskys (pido perdón si está mal escrito), Gamonedas, Sharon Olds, Haroldo Contis, Sylvia Plath y tantos que vendrán, allí dispuestos en la caseta como para un festín, con esos colores tan característicos. Vendió más Juanjo que se llevó a las chicas de calle con su look a lo Montgomery Cliff pero lo pasamos todos bien entre la luz, los árboles, los niños, los escotes, ¡viva la Feria!
¡Y muchos éxitos para Bartleby Editores!

jueves, 12 de junio de 2008

Vida de burros


Esta mañana en la radio he escuchado que, ante la subida de los carburantes, los agricultores están volviendo a utilizar burros en sus faenas del campo. Hace unos años leí un artículo sobre los campesinos de las montañas en el norte de México. La maquinaria agrícola no servía para labrar sus intrincadas terrazas y bancales y habían vuelto a recurrir al rucio. Los importaban de Kentucky. Parece ser que allí hay una cabaña asnal descendiente de los primeros burros que llevaron los españoles, animales robustos, de patas largas y fuertes, ideales para las condiciones de dureza y rigor propias del septentrión azteca. En ocasiones los prefieren en versión mini, como los que se pueden ver por todas partes en el mundo árabe. El burro-perro, ideal para los beduinos de Petra, rápido y compacto, les sirve a las mil maravillas para desplazamientos cortos entre el roquedal, dejando el caballo como reclamo para que se hagan fotos los turistas. También está el burro-gacela, utilizado en las caravanas que suben al macizo del Tassili, allí donde los jeeps y los camellos no pueden llegar. Los recuerdo en pequeños rebaños (foto), tras subir la carga de nuestras mochilas, tratados con cariño (más que el que mostraban los beduinos) por los jóvenes tuaregs que contribuían con esta fuerza motriz a la expedición. Pastores de burros, un oficio tan digno como cualquiera. En el pueblo en el que pasaba los veranos de pequeño, los burros, como las vacas, tenían morfología diversa y sonoro nombre: altos, bajos, blancos, cenicientos, negros, Bicicleto, Mohíno. Un año hubo hasta una carrera de burros y todos nos quedamos boquiabiertos al ver a aquellos cuadrúpedos por lo normal acogotados bajo enormes cargas de hierba y aguaderas, correr gráciles y elegantes hacia la improvisada meta de una portería de fútbol. Muchos años más tarde, recuerdo a los pocos que quedaban, ociosos y deprimidos, a la sombra de las paredes mientras mataban las horas de canícula, sacudiendo la cabeza para carearse los tábanos, dejando caer de vez en cuando una pata con golpe sordo sobre la acera. Ya no quedará ninguno. Quizá sea ahora el momento de recuperarlos, dignificarlos con el trabajo y darles un propósito en la vida, retirarlos de los muladares y de los egidos, verlos trotar contentos bajo proporcionadas cargas. Eso sí, que no los capen. Una vez vi cómo castraban a uno y todavía me entran escalofríos. Al burro lo arrojan por un precipicio en la estremecedora película The Field, víctima de un conflicto de intereses por un prado. Al burro lo salvó Juan Ramón mirándose en sus ojos de azabache. Los adoptaba Alberti. Lo montaba Sancho. Cristóbal Serra le dedicó textos magníficos. Cristo conoció sobre él su mayor gloria. Shakespeare inmortalizó su sagrada cabeza en una noche de verano. La raya negra que tienen muchos bajando desde la cruz del espinazo por cada una de las patas delanteras, y que es reminiscencia del asno salvaje, podría servir como linde de atributos, como línea divisoria entre la inteligencia y la fuerza: Burro indiviso de mi infancia, ¡vuelve! ¡Vuelve vivo, predispuesto, primordial y alegre! ¡Vuelve entero!

Los gitanos y los Waterboys

De entre las muchas páginas dedicadas a la persecución de los gitanos en el sur de Italia escojo dos un poco al azar, también por el gusto de lo bien escrito. Eduardo Mendoza en El País escribe un artículo de ritmo trepidante, documentado y finísimo sobre ese gen farandulero que parece habitar en el ADN de los calés desde siempre. Por otra parte, Misha Glenny, autor de un libro de título prometedor, McMafia: Crime Without Frontiers, desvela en The Guardian Weekly los intereses de la Camorra en usar a los romaníes como chivo expiatorio. En las conclusiones del artículo de Glenny se denuncia una injusticia por parte de la Unión Europea a la hora de obligar a sus países miembros a cumplir las directivas de emigración y derechos humanos. Aparece también este doble rasero en los torneos de fútbol. Me explico: es muy fácil por parte del árbitro, la Unión Europea en este caso, pitarle todo lo punible al equipo de Bulgaria; ahora bien, ese mismo árbitro se traga inexplicablemente todos los fueras de juego en que incurre Italia, los penaltis que comete y la mucha cera que da. Realmente asusta a veces Italia: hace unos días la misma prensa se hacía de eco de una noticia espeluznante, un grupo de médicos en la civilizadísima Milán extirpaba, recetaba y sometía a tratamientos durísimos a sus pacientes, no porque lo necesitaran, ¡sino para poder cobrar la operación! Tomo ahora del artículo de Eduardo Mendoza la referencia al robo de niños, su argumento de que bastante tienen los gitanos con sus numerosas proles como para andarle sumando más bocas a la trouppe. Yo he oído en Madrid más de una vez que así tendrían más niños para andar pidiendo con ellos en brazos por las calles, pero no me hago partícipe de este comentario. Ni Mendoza ni Glenny compartieron nunca barrio con los gitanos, y seguro que hablan desde el plano elevado del escritor burgués. El racismo se ceba en el subsuelo, pero está bien que desde las capas superiores de la atmósfera se pida armonía y se alumbre la zona oscura: según Mendoza, más que de robo de niños, habría que hablar de fuga. Es decir, los niños maltratados tenían en las caravanas de zíngaros una escapatoria a la situación familiar cuando ésta era insostenible, una vía abierta a la libertad, el goce y el jolgorio entre una gente colorida y festiva que nunca hacía preguntas. Me recuerda la vuelta que le dan los hermanos Grimm a los cuentos tradicionales, porque si la Bella Durmiente era en realidad violada y no besada, ¿se puede decir también que el niño robado era un niño salvado del maltrato? Me recuerda también a la tradición del changeling en la literatura irlandesa, ese niño robado (véase el hermoso poema de Yeats, The Stolen Child, al que pusieron música los Waterboys) en cuyo lugar se deja un amuleto, hechizo que la familia no descubre. No hay que olvidar que en muchos casos el tinker (en inglés distinto de gypsy pero también utilizado para hablar del músico ambulante) tenía aspecto de irlandés. En Dublín chocaba ver pedir a niños rubios y de ojos azules, estupidez de los prejuicios. Ojalá esa bonanza que parece saturar Irlanda ahora llegue un día al sur de Italia. Seguro que entonces dejan más tranquilos a los calés.

Esos locos bajitos

Esos locos bajitos... Lo cantaba Serrat y se refería a los niños. Quienes dejaron de serlo hace tiempo pero parecen acreedores del título de la canción son tres personajes que pululan o han pululado por el mapa político europeo. Uno tiene bigote, otro ha celebrado nuevas bodas recientemente por todo lo alto con una señora más alta que él, un tercero se ha sometido a cirugía y a implantes capilares y se parece a aquel muñeco, Moncho, de José Luis Moreno. El primero de todos se retiró de la política y ahora sólo es ideólogo, es decir, sus ideas no llegan al BOE. Los otros dos, hiperactivos en su pequeñez, como un dibujo animado a cámara rápida, acaban de sacarse el último conejo de la chistera: la semana de sesenta horas. ¡Toma ya!, como decía otro muñeco del Moreno. Estaba la izquierda intentando implantar una jornada más liviana, los tiempos invitando a que se pudiera trabajar desde casa, los trabajadores dispuestos a tomarse bajas paternales para ayudar en la cría de sus hijos a las trabajadoras, estaba todo dispuesto para que pudiéramos vivir mejor, y llega la derecha con su pata de lobo tras la piel de cordero y da el zarpazo: ¡trabajad, trabajad, malditos! Sin duda el primero de estos políticos habría estado de acuerdo con semejante medida. No en vano aterrizó en el Gobierno de España congelando los sueldos a los funcionarios, esos trabajadores que en realidad no lo son, están siempre tomando café o de compras, y además sirven para marcar el paso a los demás. Nada, nada, que no se quejen, que tienen trabajo fijo, a ver si... ¿A ver si qué? Total, que gracias a tan draconiana medida entramos en Europa con nota y ahora Europa nos dice que tenemos que trabajar más. Nueva victoria del calvinismo, y es puntuar fuera de casa pues los paladines son los jefes de Estado de dos naciones meridionales. Del ocio nació la posibilidad de pensar, dedicarle tiempo al mundo y a uno mismo. El trabajo nos ha hecho mileuristas, ignorantes, insatisfechos. Otro sureño bajito casi conquista el planeta durmiendo pocas horas y convirtiendo su megalomanía en bandera de libertades: Napoleón Bonaparte. Hasta Beethoven le dedicó una sinfonía y Emerson un panteón en su cementerio de los grandes. Luego todo el munodo quiso olvidarse de él y le mandaron a una isla, por fin a un islote cuando quedaba claro que el mundo no le bastaba a su estatura. Los hay muy cuerdos y los hay que luego crecen, pero, ¡líbrenos el cielo de esos locos bajitos!

martes, 10 de junio de 2008

En la arquitectura el tamaño importa

"Se trata en suma de ejercer la arquitectura con cabeza, en tiempos en los que la sostenibilidad es un valor en sí misma". Tomo la cita de un artículo de Tachy Mora sobre los arquitectos que, en vez de sembrar la línea del horizonte con sus fálicos proyectos, se entregan a la reforma de edificios ya levantados y en ruinas, sin renunciar a su voluntad de estilo, pero buscando la mínima intervención, el respeto de lo ya existente y el aprovechamiento de recursos. Qué hermosas esas casas, esos palacios y fachadas restaurados, rectificados en sus puntos débiles incorporando la huella de la nueva mano sin abolir la previa. Desde donde escribo esto veo un perfil de la ciudad de Madrid en la distancia. De derecha a izquierda empieza con el Pirulí, sigue la Torre de Valencia (a mí me gusta este edificio mínimal), el enchufe verde fosforescente de las Torres de Colón, la belleza austera del gran faro de Telefónica en la Gran Vía, los gestos racionalistas de la Plaza de España, la más que digna pluma griega de la Torre Picasso, el sinsentido de las Torres Kío y, ¡alehop!, las vergas inconmensurables (a ver quién la tiene más grande) de las nuevas torres situadas en la antigua ciudad deportiva del Real Madrid. Pienso que todos estos edificios se han sumado a la ciudad con su poco o mucho de narcisismo, que a la Torre de España quizá se le pueda perdonar ahora su paleta anacronía, pero que a los tres colosos de la zona norte se va a tardar en integrarlos en una visión unívoca de Madrid. Por supuesto, llegará ese día, pero mientras viene vivimos en una ciudad que dilapida suelo y edificios públicos y quizá esas cantidades ingentes de dinero para el ego se podrían emplear en rehabilitar un poco del patrimonio arquitectónico tan olvidado y despreciado aquí. ¿Para cuándo un uso racional del edificio de Tabacalera en la Glorieta de Embajadores, por ejemplo? Seguro que no faltaban arquitectos que no necesitan perpetuar su vanidad con una torre de cien pisos, verdaderos artistas que le añaden al perfil de la ciudad una pequeña marca personal respetuosa, bella, digna. Junto a ese artículo, hay otro de Anatxu Zabalbeascoa, de quien recomiendo Vidas construidas, un libro de biografías breves de arquitectos escrito con Javier Rodríguez Marcos. Anatxu vuelve con sus hijas al colegio en el que ella misma se educó y comprueba la psicosis de una sociedad que hace del niño un objeto de obsesión universal al que hay que tener siempre entre algodones, todo para el niño pero sin el niño, se me ocurre, mullido entre la protección y el absentismo de los padres. Las verjas que los responsables del colegio han construido la horrorizan, echa de menos un paisaje menos pautado por la compartimentación de muros y alambradas. Algo así recuerda haber visto en Suiza, en muchas de cuyas aldeas no hace falta subrayar la propia intimidad para que se respete. "Así, cuando viajando vemos un prado verde, sin fragmentar, deberíamos leer cultura y civilización en lugar de desprotección o paisaje virgen. El miedo, diseñado, se camufla de seguridad". Así termina su artículo. Y me lleva a la entrada en este blog dedicada a Breve tratado del paisaje, de Alain Roger, a las palabras que yo citaba allí de Emerson, quien también buscaba una visión del paisaje que excediera los cercados de las granjas y trascendiera con su elevación de materia y espíritu el mero gesto de las lindes. Me lleva a Mongolia, en fin, donde la estepa no tiene ningún dueño y los tiene todos, donde los ger se plantan respetando sólo tradiciones ancestrales, no verjas ni dominios, donde la seguridad la da una piel de potro que separa el interior del ger de los rigores invernales, donde los niños corren en la hierba sin miedo ni malicia.

lunes, 9 de junio de 2008

Manual de supervivencia en la Feria del Libro

El domingo 15 de junio por la tarde estaré firmando ejemplares de mi primer libro de poemas, Manual de supervivencia, en la caseta de Bartleby Editores, en la Feria del libro de Madrid. Me invitó Pepo, el editor, y aunque hace ya seis años que se publicó, sacará ahora una mini-tirada que estará en la Feria. También estará Juanjo Almagro con su primer libro de poemas, El hombre bañera, publicado por Bartleby este mismo año. La soledad del corredor de fondo que es la poesía se llevará mejor con otro amigo en la caseta, aunque yo a Pepo lo considero un amigo también y cerraremos la Feria festivamente. Siempre pensé que publicó mi libro por razones extraliterarias, porque le tocaba en lo personal el tema de la última parte. No quiero decir que el libro no tuviera la suficiente estatura literaria como para ser publicado (eso tampoco me toca decirlo a mí), sino que entre los muchos manuscritos que recibe una editorial, a veces un eje de azares hace que uno de ellos salga publicado. Y pasa con Barlteby como puede que pase con algunos equipos de fútbol, la Ponferradina, pongamos por caso. Imaginemos un equipo con mucho entusiasmo y pocos medios que juega en tercera regional y forma a un chaval y le da minutos en el campo. Luego llega el Dépor y le ficha, y la Ponferradina se queda con un palmo de narices y pensando que siempre es igual, que ellos son los que hacen futbolistas y luego los equipos galácticos se llevan el fruto de su esfuerzo. En realidad yo no me siento así (ni soy galáctico ni juego en primera, es más, en el Dépor también se chupa mucho banquillo), pero quizá sea inevitable esa sensación en las editoriales pequeñas (para cuestiones de tamaño, quién la tiene más grande, etc., véase en este blog la entrada sobre microeditoriales). Además, Barlteby no sólo ha acabado ascendiendo a primera, sino que lleva camino de jugar la chámpions, osea que el símil de la Ponferradina y el Dépor era sólo por ir a la par del mundial que se juega estos días. Me encantará volver a ver a Pepo. Y aunque ese día juegue la selección o caigan chuzos de punta, lo pasaremos bien hablando de fútbol, bueno de poesía que para el caso es lo mismo.

domingo, 8 de junio de 2008

El edificio Yacobian

Acabo de ver El edificio Yacobian, una película egipcia basada en la novela del mismo nombre. Las casi tres horas no han bastado para recoger todo el caudal humano que desfila por las páginas del libro, pero el resultado es más que notable. Aunque es un cine distinto al europeo y al estadounidense, pese a algunos excesos melodramáticos que quizá sólo se ven exagerados desde una óptica occidental, y pese a una fotografía que no crepita con apariencia total de realidad como la de Hollywood, la identificación con las cuitas de los personajes es inmediata igual que en la novela. Pierden peso específico la historia del joven yihadista y la pasión amorosa del periodista francófono con su amante pobre, por ejemplo; pero el personaje principal, un noble venido a menos encarnado por un actor que se parece a Berlusconi, quizá porque compartan el mismo cirujano plástico, asume un desarrollo central y es convincente y conmovedora. Hay algo verdaderamente noble en ese sesentón borracho del brazo de una hermosa joven que le grita a la sociedad egipcia las verdades del barquero una noche de invierno. La novela es tremendamente crítica con esta sociedad, y desvela un trasfondo de mezquindad, un hedor corrupto en la trastienda de casi todos los apartamentos y zulos de este hermoso edificio. Por eso el final de la pareja descompensada se hace verosímil, casi necesario: dos seres no menos corrompidos que han expiado sus mentiras con la verdad del corazón caminan juntos por una calle de El Cairo. Al leer la novela, al ver ahora la película, vienen a la memoria planteamientos corales similares como La colmena, o incluso el cómic Trece Rue del Percebe. Sobre todo con el libro se tiene la sensación de que la fachada del regio edificio es transparente y se ve pulular a unos y a otros con sus miserias. Quizá la película no se extiende lo suficiente en el submundo de la azotea (pese a estar en lo más alto), y sobra el excesivo gusto por la canción francesa, pero es una opción muy recomendable para estos domingos tontos de antes del cuarenta de mayo. La novela la escribió un médico dentista, lo que no deja de ser descorazonador para todos los que, habiendo estudiado filología, intentamos ser escritores. Cené humus, queso y aceitunas, como un pequeño homenaje a este novelista que, viéndole la boca a la gente, ha sabido asomarse a los rincones más secretos de sus almas.

jueves, 5 de junio de 2008

Alguien que juega al golf desde el acantilado

En el día mundial del medio ambiente pienso en las últimas noticias sobre campos de golf en España (ver también la nueva piel de toro). El arboricidio debido a las obras de ingeniería necesarias para renovar la red de carreteras del Estado es muy cuestionable, si bien en ocasiones se pude entender como un mal menor, algo para lo que no hay más remedio. También es cierto que muchas veces se trata de árboles enfermos, enclenques, y que se meten en las estadísticas para dar una idea excesiva e interesada de gravedad. Ahora bien, talar encinas o pinos, esos árboles centenarios, para dar paso a campos de golf sí parece excesivo. En realidad no hay mucha diferencia entre la deforestación de la que hablaba en la entrada anterior, motivada por la necesidad de construir barcos para el imperio, y esta tala supuestamente selectiva para que los nuevos emperadores del BMW y las stock options se solacen. Ni entre esto último y los casos de deforestación en el Amazonas con el fin de crear pastos o cultivos para el combustible biológico. La culpa la tuvo el primer homínido que quemó la selva para plantar trigo. Sentó un precedente que ha hecho medrar a nuestra especie a costa de otras menos articuladas pero no con menor derecho a seguir en pie: los árboles. Cuando vivía en Inglaterra jugaba a veces al golf. Eran campos municipales, baratos, y no necesitaban casi mantenimiento dado el clima de las Islas Británicas. Estos campos se acababan confundiendo con el bosque, dándole al deporte esa naturaleza híbrida entre lo domesticado y lo salvaje que es uno de sus principales atractivos. Porque jugar al golf en el césped inmaculado de los campos de Cádiz, las islas Baleares, o la misma Florida, debe de ser muy distinto. Algo así como una prolongación de la moqueta del salón o del despacho, un espacio mullido y acotado en el que recrear una idea enlatada de la naturaleza. En una sociedad como la nuestra, que dedica más dinero a subvencionar la no-producción de alimentos que a paliar el hambre en el mundo, quizá no parezca exagerado talar árboles e irrigar desiertos con el fin de crear ese espacio ficticio: todo contribuye a alimentar la ficción que en muchos casos es nuestra existencia. Esos ejecutivos asediados por el estrés y las horas extras necesitan chalets adosados en los que vivir su ficción de jardín, colegios bilingües para sus hijos en los que poner en práctica la ficción del aprendizaje de idiomas, centros comerciales para su expedición ficticia de avituallamiento; en fin, driving ranges que les permitan ejercitar los músculos y discutir las últimas estadísticas con un fondo de campiña inglesa y estanque de ranas. Y al españolito de a pie, que no tiene un trabajo tan glamuroso, pero sí derecho a ser igual de frívolo, le venden el golf como la última adquisición de vida saludable, haciendo de la generalidad del idiotismo supuesta democratización de un logro colectivo. Eso, o la sempiterna excusa del turismo: ¿no será mejor reciclar a nuestro sector primario en sector servicios, al agricultor en jardinero? Pues no, no lo es. En un poema de Darwin en las Galápagos recogí una imagen que me impactó: hace años, en los acantilados de Moher vi cómo unos golfistas se turnaban para golpear la bola al mismo borde del mar y ver su caída sobre las olas encrespadas decenas de metros más abajo. Parecía una apuesta, ese divertimiento tan británico exportado a Irlanda. La imagen era potente y festiva a la vez, por lo que supongo se acabó alojando en mi memoria y salió luego en un poema sobre el mar. Pero ahora pienso en esos peces que se comieron alguna de aquellas bolas y murieron asfixiados, y me cuesta verle el lado civilizado al golf. No todo el mundo puede tener acceso a todo. Debería haber una especie de decoro medioambiental. El tiempo en Gran Bretaña es pésimo, cierto, la comida, mejorable. El Mediterráneo ofrece sol sin límite y suculenta mesa. Pero la maravillosa idea que tuvieron los tour operator de unir dos ventajas puede acabar en seria desventaja para los nativos: los árboles por los suelos y los acuíferos por el aire, es decir, evaporados, para que todo el mundo tenga derecho a mejorar su putt. En el día del medio ambiente, ¡no a los campos de golf al sur del paralelo 40!

martes, 3 de junio de 2008

Historia y medio ambiente

Leo una reseña del libro Empires of the Sea: The Final Battle for the Mediterranean 1521-1580, de Roger Crowley. Quien firma la reseña es Norman Stone, y saca conclusiones muy interesantes. La reflexión sobre el declive que conocieron ambos imperios, el español y el otomano tras aquellos años, por ejemplo, es una de ellas. Dos naciones emergentes situadas estratégicamente a ambos lados de un mismo mar, de extensión parecida, y parecida euforia espiritual embridada luego en férreo nacionalismo. Me interesa, no obstante, reflexionar sobre cómo todo afectó al medio ambiente dando forma al paisaje. Cuando estuve en Turquía me sorprendió cierto parecido con España: un norte verde y exuberante, y una zona central como La Mancha, rica en cereales, con muy pocos árboles. Norman Stone data entonces ese proceso salvaje de deforestación en ambos países, debido a la necesidad de madera para construir la flota naval. Es decir, el saqueo de los espacios naturales no es algo exclusivo del siglo XX ni mucho menos. El paisaje del norte de África y Oriente Próximo es también un resultado de siglos de explotación agrícola y ganadera. Parece que al ser humano le cueste mantener una relación respetuosa con el medio ambiente una vez ha traspasado ciertos umbrales de dominio tecnológico. Y parece que sea precisamente eso, la tecnología, es decir, el progreso, lo que halle incómodo acomodo, si se me permite ser un poco cursi, con la naturaleza. En el libro que me estoy leyendo, El infinito en la palma de la mano, de Gioconda Belli, una recreación bastante entretenida del mito de Adán y Eva, la mente del ser humano se va adaptando rápidamente al mundo en torno. Esa plasticidad sin duda le dio al homínido su mayor capacidad de inteligencia y, de suyo, unas posibilidades mayores de aprovechamiento de los recursos. Estos Adán y Eva son un tanto estereotipados en su configuración antropológica: una vez expulsados del Paraíso, él descubre tras un primer horror que puede matar para alimentarse; pasa luego a catalogar las especies entre las que comen y las que se pueden comer, luego le pica el bicho de la codicia y casi empieza a especular con la caza sobrante. Eva, más benigna y maternal, prefiere la botánica y se especializa en el conocimiento y cultivo de las especies vegetales. Ya los estoy viendo salir de la cuña primigenia entre el Tigris y el Éufrates, colonizar esa parte tan explotada del mundo, no en vano reducida casi por completo a desierto. Quizá no falte mucho para que ese desierto ocupe el sur de España y de Turquía, casualmente coloreadas ambas de amarillo en el mapa mundi que tengo debajo del teclado cuando escribo estas líneas. Quizá hasta los indios norteamericanos, en relación aproximadamente armónica con su entorno, habrían evolucionado hacia el cultivo extensivo y la estabulación en masa. Quién sabe. Leyendo el artículo de Norman Stone sí se deduce al menos una cosa: de aquellos polvos vinieron luego sendos lodos. Quizá la derrota no fue en el siglo XVIII en Trafalgar y Cesme, a manos respectivamente de ingleses y rusos. Quizá fue en Lepanto y en Malta, en pleno Siglo de Oro, donde españoles y turcos sufrieron su principal pérdida: la dilapidación de sus bosques. ¿Fue Eva la que, al probar el fruto del árbol del conocimiento (un higo, no una manzana, Gioconda Belli recoge los últimos hallazgos), taló para siempre el árbol de la vida y la hizo incompatible con el Paraíso?

domingo, 1 de junio de 2008

Entre Rodin y Rilke

Hay un momento en las memorias de Stefan Zweig en el que se topa con dos tipos muy distintos de artista. Es el París idílico y libérrimo de antes de la Gran Guerra, y allí se encuentra a Rilke, el creador apolíneo, etéreo, distante, frágil en su porte y en su persona. Poco después conoce a Rodin, uno de esos hombres que parece que van a desencajarnos el brazo cuando nos da la mano. Él, Zweig, no cuenta en este muestrario de creadores. No cuenta porque es el que tiene que contarlo: él es el testigo. Así que ayer, sábado final del mes de mayo, me fui a ver la exposición de Rodin que hay en la Fundación Mapfre en Madrid.
Y lo que me encuentro es un auténtico martirio de la fémina con el pretexto de subyugar la forma. No en vano hay una escultura titulada Mártires, un Jardín de los suplicios, y hasta un Suplicio japonés con tinta rojo sangre y todo. De estos cuerpos torturados a los cuerpos rebanados del cubismo hay sólo un tramo en la historia del arte. Es el paso que da el carnicero siglo XX. Los desnudos de mujeres, que son mayoría, tienen a veces nombres de diosas o ninfas. Sin embargo, todos son el mismo desnudo, la misma Gran Vagina Omnímoda. Pasa como con esos poetas que, aunque cambien de pareja, le escriben siempre el mismo poema de amor. En realidad se lo están escribiendo a la madre. A la que los parió, sí, pero también a la madre tal y como se entiende esta palabra en algunos dialectos de Hispanoamérica: la matriz, la Gran Vagina Genitora. Esa fantasía de reducir la mujer a sus genitales está por todas partes en la exposición. Sólo hay que leer los títulos: la Creación es una vagina, Satán es una vagina. Los dibujos son mucho más atrevidos que las esculturas. Al fin y al cabo ya todo el mundo tiene en su casa estatuillas de Lladró, y ese contorsionismo en mármol, yeso o loza ha quedado un tanto trasnochado. Pero el artista no sólo es plasmación (de hecho muchos artistas recurren a obreros metalúrgicos y talleres para plasmar sus ideas); sino cada vez más creación y planificación. Y es en los dibujos de estas esculturas, que quizá se concibieran inicialmente como bocetos de las mismas pero que acabaron superándolas, donde luce el genio de Rodin. Es ahí donde va más lejos el dominio de la forma. Y digo dominio en todos los sentidos, también y sobre todo en el sexual. Las curvas y los planos, la flexión de la línea crea una gramática turbulenta que quizás en arte no ha sido superada (a no ser que se considere arte el porno). Ni siquiera por Mapplethorpe, un poco el Rodin gay del siglo XX. Hay hasta un esbozo de bestialismo en ese pulpo sobre un pubis, como quizá Rodin se imaginaba que era la cosa por dentro. Y el escultor es consciente de que está dibujando un auténtico aquelarre. Véase si no ese triunfo idílico de la forma, personificada en una mujer desbordantemente desnuda, sobre un esbozado San Antonio, pura materia vencida e indiferenciada del polvo. Toma Rodin el testigo de Miguel Ángel cuando subraya el momento preciso en el que la escultura sale de esa materia mostrenca. Muchos de estos desnudos elongados en mármol o yeso recuerdan al torso inacabado, un boceto para las tumbas mediceas, que se puede ver en la casa de Buonarotti. La propia base de la escultura, rugosa y con esos hoyitos, sin desbastar, recuerda los esclavos de Miguel Ángel pugnando por formarse, por salir, gracias al cincel y a la mirada, del bloque que los aprisiona. Uno se imagina a Rodin en constante erección mientras daba forma en su cabeza a estas fantasías, a este Gran Coño Fantástico. Por eso es tan poco verosímil El beso, esa pieza central en la que la mano del hombre funciona como foco y como eco: es a la vez la mirada del espectador y la mano del escultor. Falta ahí, creo yo, en un beso tan erótico, que el varón esté trempando. Más de un visitante a esta exposición suplirá esa carencia con su propia anatomía. Seguro. Yo, sin embargo, no salí con una erección en la entrepierna, sino con una pregunta en la cabeza: entre el homo dominator de Rodin y el homo asexuado de Rilke, ¿dónde coño está el hombre?

jueves, 29 de mayo de 2008

Los boleros y los malos tratos

Me dejan un disco de boleros de Maite Martín que hace tiempo quería escuchar. Me encantó Querencia, donde hay canciones buenísimas: Ten cuidao, por ejemplo, pese al malditismo de la letra. Tiene algo de subversivo, supongo, que una mujer triunfe en un festival flamenco minero, un encuentro que parece cosa de hombres. Y en este disco que me han dejado, todo dedicado a boleros, Tiempo de amar, creo que se llama, también tiene su aquel oír en labios de mujer letras de canciones enunciadas por hombre. Eso es precisamente lo que me lleva a esta entrada. Porque mientras lo escuchaba ayer en el coche, una estrofa me impactó:


yo estoy obsesionado contigo
y el mundo es testigo
de mi frenesí
y por más que se oponga el destino
serás para mí.


Tuve que escucharla dos veces porque al volante uno no tiene todos los sentidos en la música. Y en la segunda audición confirmé mis sospechas: esta estrofa tiene algo de funesto si se piensa en las mujeres asesinadas por su pareja. Cada línea remite a la caracterización del maltratador, un hombre obsesionado que no duda en matar a su mujer en público, delante de todo el mundo si hace falta, y que aunque se interponga un juez, o una orden de alejamiento, hace que ella sea para él o que no sea. El que esta letra fuera algo de lo más normal en otros tiempos avisa sobre la psicotización de los nuestros. Aunque hay quien cree que siempre hubo hombres que mataron a su mujer; hay quien cree también que los medios, al airear los crímenes, tienen como un efecto chimenea, ponen ideas en la cabeza de la gente. Y hay quien cree finalmente que algo se nos escapa, que se meten demasiadas cosas y casos en el saco común sin espigar muy bien la casuística; como si hubiera algo que no entra ni en las estadísticas ni en los estudios psicológicos, ni en los reportajes que cubren este asunto tan preocupante, ni en las películas que se ocupan de ello. Una cosa que a mí me llama mucho la atención, por ejemplo, es que se trata de crímenes que llevan atribuida inmediatamente la penitencia. Es decir, mientras que el asesino y el ladrón hacen lo posible por salir impunes, la mayor parte de los hombres que matan a sus mujeres luego intenta suicidarse y en muchos casos lo consigue. Hay como una conciencia del mal hecho y de la necesidad de pagarlo. Oyendo esta canción uno piensa que hay también una fibra machista instalada en la especie, en su sensibilidad o en su identidad más secreta y turbadora. Pero, claro, Pedro Flores, que así se llamaba su autor, seguro que no tenía casos diarios encima de la mesa que le daban a la literalidad de sus palabras un sentido tan aciago. El amor como un desorden del espíritu es de larga tradición, en la vida y en la literatura. Andreas Capellanus codificó los usos y abusos del amor cortés en un libro que leyó hasta Leonor de Aquitania, pero antes y después los humanos se han encargado de escribir sus propias páginas de sangre. En el siglo XV, por ejemplo, existe todo un caudal de lírica culta psicotizada por los asedios a la dama; y mucha lírica popular que pone en escena a la pobre muchacha seducida y dejada atrás. En ambos casos eran hombres los que escribían, hombres que, quizá como éstos personificados por Maite Martín en sus boleros, se veían a sí mismos así de fatales, y a sus mujeres penando así por sus huesos. Dime lo que cantas... Hasta los místicos hicieron de todo ello una retórica: "Oh, llama de amor viva que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro". Estas palabras, pronunciadas con el trasfondo de Miguel de Molinos en la hoguera, tienen también algo de funesto. Pero ya nadie quema herejes en las plazas. Los boleros, sin embargo, suenan excesivos incluso si los canta una mujer con voz de ángel.

Hallados tres dibujos de Goya perdidos en 1877

Bajar riñendo o reñir bajando, qué más da. En uno de los dibujos de Goya que se han encontrado en Suiza, las brujas de Macbeth, volátiles, no estáticas, peleándose entre ellas por dar la mala noticia de un destino sangriento, bajan desde el número dos, o desde el cuarenta y siete. Son números de catalogación, ajenos y posteriores a Goya; ajenos a ellos mismos ya, pues el dos está tachado, y el cuarenta y siete dentro de un círculo. Bajan las brujas agarradas de los pelos, de un tobillo, todo bocas y espuma. La mente se dispara, reconoce en Goya a un contemporáneo y automáticamente cambia de canal. Hace zapping la memoria y aparece otra figura, la de aquel hombre de traje blanco que caía desde una de las Torres Gemelas, sin pelos ni tobillo al que agarrarse, riñendo sólo con él mismo. Un hombre que bajó girando. O giró bajando, qué más da. ¿Cómo se llamaba aquel hombre? Tenía un nombre antiguo, español. Fortunato, o Porfirio, o Ventura, nombres aciagos como la palabra de la bruja que dijo caerás. Goya, que no es nombre antiguo, quizá tampoco español, pintó al oráculo cayendo. Un dedo invisible pulsa otro botón. Ahora se ve un cuadro renacentista. Lo ha pintado Rafael y está en el museo del Prado, La transfiguración del Señor. Representa una ascensión al cielo vista desde abajo (aún no había enseñado Juan de la Cruz como mirar al dios desde lo alto). El dios es joven y etéreo, carnoso sólo en el contorno de las piernas, y abre los dedos de los pies como si flotar fuese cosa de palmípedos. Como si Rafael al pintarlo hubiera recordado una imagen que vio mientras buceaba: la superficie desde el fondo, el rompimiento de la luz sobre las aguas y en la luz los dedos al flotar volando. O al volar flotando, qué más da. Vuelvo al primer canal y me pregunto dónde vio Goya caer a alguien así, precipitadamente cuatro. Y dónde vio aquel hombre de traje blanco y nombre antiguo, transfigurado en la caída, que un hombre cuando cae gira sobre sí mismo y forma números con los brazos y las piernas, pasa desde el dos hasta el cuarenta y siete, cae y sigue cayendo, llega hasta el cero y nada es. Dónde, dónde vio Goya la nada para que tuviera que pintarlo todo. Todo, dos números, un delantal, una toquilla, un círculo de sombra.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Un Anchiterium en Carabanchel

Debo de haber pasado por encima de él docenas de veces. Como ahora, los padres en los barrios de Madrid llevaban a sus hijos a colegios privados, contradiciendo el sistema educativo, que destina los mejores profesores a los colegios públicos. Los padres entonces y ahora preferían que sus hijos no se mezclaran con los estigmatizados, gitanos entonces, inmigrantes ahora. Yo fui a varios colegios del barrio, vía Carpetana arriba, vía Carpetana abajo. Esta avenida, que une el río con el antiguo hospital militar, separaba el poblado de Cañorroto (donde se criaron, por ejemplo, Los Chichos), de una zona obrera de pisos feos y desarrollistas. Cuando tenía once años, recuerdo pararme boquiabierto frente a las carteleras de los dos cines que había en la vía Carpetana, el Canadá y el Kursal, intentando ver los desnudos en los resúmenes fotográficos de aquellas películas del destape. Unas estrellitas negras tapaban las partes pudendas a los curiosos y las hacían aún más enigmáticas a ojos prepúberes. También recuerdo que durante semanas no podía apartar la vista de otras cosas expuestas en un escaparate contiguo: las milhojas en la pasteleria de al lado. Quién sabe, quizá mi eros siempre estuvo muy pegado al estómago. Por fin conseguí que mi madre me diera dinero para probar una tarde a la salida del colegio aquella masa blanca que se me antojaba fresca y densa, y que me decepcionó finalmente con su sequedad y su textura etérea. Hubo más decepciones aparte del merengue. Hablaré de ellas en otra ocasión. El caso es que después de ver aquellas fotos de Nadiuska en top less con los berretes y la nariz llena de blanco, yo pasaba al lado de unas obras del metro. Miraba siempre hacia abajo, asomado a un boquete enorme de unos cuatro metros de hondo. Había trazados de tuberías, túneles esbozados en la tierra, el casco de algún obrero a veces. Quién me iba a decir entonces que dos metros más abajo aún, como se ha descubierto ahora al instalar un ascensor en la estación de Carpetana, a seis metros de profundidad estaba él fosilizado: el Anchiterium. Ese animal antecedente del caballo, mitad cebra y antílope, pastaba en las terrazas del Manzanares hace la tira de millones de años. Y ahora lo descubren, ahora que yo he descubierto el takhi, un caballo también muy viejo que conserva esas mismas rayas en las patas, cortesía, no de la cebra como pensaba yo, sino de un primo aún más distante, un primo que casi no era un caballo. También han sacado otros restos fósiles, animales que corrían por donde yo iba al colegio, uno sobre todo especialmente enigmático: ¡el oso-perro! Qué curioso que la evolución se decidiera luego por la oferta del mes, el dos por uno, el oso y el perro. Qué curioso también que aquel niño que empezaba a abrir los ojos y los sentidos al mundo, y que pasaba todos los días por encima de los restos del primer caballo, se fuera luego a cumplir cuarenta años con los últimos caballos salvajes del planeta. Quién sabe, quizá algún día alguien cruce su barrio para ir al colegio sin saber que, a pocos metros bajo tierra, lo espera enterrado Amar, o Margad, o Temurjin, o Tamir, o el mismo Iris, aquel takhi viejo y solidario. ¿Qué tentaciones lo saludarán con su firmamento de estrellas negras y de cielos blancos entonces?

lunes, 26 de mayo de 2008

La poesía de la experiencia y la nueva cocina

“Ni ellos mismos se comerían sus platos”. Así pontifica el cocinero Santi Santamaría contra sus colegas, los chefs españoles supuestamente más innovadores y más agraciados con la atención de los medios y las estrellas michelín de las guías y reseñas gastronómicas. Llevo días viendo esta polémica en los medios, un tanto hinchada a mi parecer. Vivimos en un país en el que las críticas a la obra se toman por lo personal, ad hominem, y en lugar de subir al plano de las ideas, los cocineros van y bajan a la arena del victimismo y se montan un manifiesto de cohesión. Insisto en que me parece excesiva esa reacción y patéticos esos pechos blancos heridos de vanidad. Pero si lo llevamos al terreno de la poesía, al menos tal y como se planteaba hace años, cuando yo militaba en estas lides o justas poéticas, surge una comparación interesante. Veamos: la catilinaria de Santi Santamaría contra la cocina de la espuma y la química, más bien magra de ración aunque sublimada de contenido, me recuerda los argumentos que utilizaba la llamada poesía de la experiencia contra la sedicente poesía del silencio. Todo era una gran simplificación, si bien era más fácil simplificar del lado más simple, es decir, era más susceptible de ser definida por unas líneas maestras la poesía conservadora de la experiencia que la que experimentaba con, entre otras cosas, el silencio. Como si la experimentación, las nuevas formas, aromas y sabores, estuvieran proscritas para un sector de la población española, tanto cuando se sienta a la mesa como cuando lo hace debajo del flexo para leer poesía. Los argumentos eran y son prácticamente los mismos: que si el sentido común, que si la cocina y la poesía de toda la vida, que si el lector o el comensal de todos los días, el hombre normal, el ciudadano de andar por casa, vaya. Así se justificaban también los García Montero y cía. Yo en aquellos tiempos hacía piña con los otros, los de la experimentación y el silencio, y algo de lo que escribí entonces en forma de estudios literarios defendía apasionadamente esta forma de entender la poesía. Lo malo es que acabé viendo la pata de lobo debajo de la piel de cordero de algunos de esos poetas exquisitos, y llegué a dudar de la validez de esa polaridad malos-buenos, experiencialistas-experimentalistas. Por supuesto, sigo prefiriendo a Valente antes que a Ángel González, por llevarlo un poco al ámbito de los llamados cincuenta, los poetas mayores que venían a legitimar con sus plateadas y patricias sienes unos y otros usos poéticos. No tengo nada en contra de las espumas de sandía ni de las innovaciones gastronómicas. No creo que impliquen una situación apocalíptica en el panorama culinario español, ni mucho menos. Tampoco pierdo los papeles por ir a comer a esos restaurantes caros de arte y diseño gastronómico. Pero los argumentos del hombre normal y corriente, el ciudadano municipal, etc., acaban pareciéndose mucho a los eslóganes políticos de la derecha. No en vano, como ya se ha señalado antes, José María Aznar leía Habitaciones separadas. Y no lo hacía en la intimidad, como cuando hablaba catalán, sino en el foro público del Congreso. Qué curioso que la llamada poesía de la experiencia, amamantada a los pechos del apogeo socialista de los ochenta (es muy ilustrativo al respecto leer el libro Poesía y poder, del colectivo Alicia Bajo Cero), acabara alimentando el espíritu más conservador. “Ni ellos mismos se comerían sus platos”, clama el defensor de las esencias entre pucheros. “Ni ellos mismos entienden sus poemas”, clamaban los voceros de la poesía democrática, municipal, normal, al alcance de todos. Enric González, en su columna del jueves pasado, reconocía con honestidad que en muchas ocasiones los comensales de esos restaurantes tan caros son los propios periodistas, invitados a comer de gañote para que luego larguen sobre lo nuevo y lo viejo en sus crónicas. Y la poesía sólo la leen los poetas, sujetos también a ese clientelismo del do ut des tan democrático. La mayor parte de la gente se pasa con un menú diario a diez euros, digno y sabroso donde los haya. Y la mayor parte de los lectores sólo lee El código da Vinci o mamotretos similares, desgraciadamente no tan dignos como las lentejas estofadas y el filete de emperador. Por encima de todo esto, en la espumilla mediática del mantel y del folio blanco, los chefs y los poetas juegan a la inmortalidad, hinchados y patéticos como dioses fofos, como dioses muertos.

Caballo blanco

Leo que en Gran Bretaña, en el muy inglés condado de Kent, quieren poner la estatua gigante de un caballo blanco sobre un campo. Conemorará la construcción de la futura ciudad de Ebbsfleet Valley, será la puerta de entrada a la campiña inglesa para los pasajeros que llegan a bordo de los trenes de alta velocidad desde Francia, y last but not least que dirían allí, servirá para homenajear a esa figura mítica de los anglosajones, Horsa, un héroe del siglo VI con nombre de caballo. Hay varios ya esculpidos en la arenisca de las colinas en el sur de Inglaterra. Saludan al viajero desde hace siglos como un tatuaje escarificado en las laderas de caliza. Son ya parte indisociable del paisaje. Para este nuevo garañón se ha encargado a varios artistas la elaboración de un proyecto y el ganador será el erigido. A mí me recuerda todo un poco al toro de Osborne, que pasa por ser la quintaesencia de lo español en tantos cerros y secarrales de nuestra geografía. Al caballo blanco parece que le va mejor que al toro negro, sacrificado todavía en muchas plazas en nombre de un arte ancestral y sanguinario. A mí del toro de cartón de Osborne lo que me llama la atención es ese trozo pintado de azul entre la cola y los cuartos traseros. Casi siempre se confunde con el azul del cielo al fondo, pero hay días que también en España el cielo está nublado y salta a la vista toda la simulación del astado: en ese fragmento de cielo de plástico se descubre el engaño. El caballo blanco gigante puede que sea de acero y se buscan modelos de perfección entre la cabaña equina. Habrá un casting que, como todo allí, no dejará de tener tintes nacionalistas. Existe el precedente en el norte de Inglaterra de una figura de hombre forjada en hierro e instalada en el paisaje con la efímera pretensión de lo imperecedero. Es una escultura de Antony Gormley colocada en un playa frente al mar de Irlanda, cerca de Blackpool, el Benidorm británico. Los perros se le acercan para husmearle y sus dueños parece que ya se han acostumbrado a su metálica presencia. Hubo hasta sondeos de opinión y, como todo, tuvo sus detractores y sus votos a favor. Igual podría hacerse con el caballo blanco. Porque si nos preguntaran a muchos sobre el toro de Osborne, quién sabe, quizá habría que quitarlo. Al fin y al cabo ya nadie toma coñá y ese trozo azul cielo bajo la cola delata su factura impostora. Es la esencia del pop: un cartónpiedra que alimenta lo más typical Spanish, desde el delirio freudiano de Jamón jamón a ese otro delirio cutre de Estopa. ¿Lo quintaesencialmente español son esos cuernos? Yo pondría en la campiña de Kent una manada de caballos blancos de carne y hueso. Y toros negros en los campos españoles. Pero, claro, yo cada vez soy menos pop y cada vez soy más clásico.

sábado, 24 de mayo de 2008

Símbolos, indicios, signos

Leo un artículo de Blake Gopnik sobre una exposición de objetos tallados en marfil en el National Museum of African Art de Washington: Treasures 2008. Son algo más de 70 piezas, desde las labradas en la totalidad del cuerno, hasta brazaletes hechos con segmentos del mismo o finos alfileres. En todos queda como una huella, metonímica o no, de esa materia segregada por la evolución igual que una veta de metal precioso. Gopnik llama la atención sobre lo más clamoroso de este despliegue: los animales de los que fueran arrancados los colmillos. Es ésta una presencia que parece necesario recalcar pues en muchos casos el marfil en Occidente hacía olvidar su origen a los compradores. Incluso cuando se respetaba la forma y lo labrado no podía sino remitir al cilindro óseo que un día perteneciera a un animal vivo, siempre había una culpabilidad de la matanza que los europeos, tan civilizados ellos, ocultaban con la fantasía de ver un nuevo objeto en el trofeo sangriento. Es una presencia, la del animal, que nunca estaba ausente de las representaciones en marfil de los africanos, para quienes el preciado hueso todavía tenía una conexión muy potente con el mastodonte del que fue arrancado. Dentro de la tríada semiótica, elaborada por Charles Sanders Peirce, que da título a esta entrada, el colmillo de elefante trabajado era para los africanos y para los europeos un símbolo de riqueza, pero sólo para los primeros se constituía además en el indicio de que alguien había tenido que salir a la sabana a cazarlo; y sólo ellos verían ahí un signo, una señal, en fin, de que el poseedor del objeto era poderoso y merecía un determinado comportamiento, una reverencia, por ejemplo. La resignificación de los elementos naturales ayuda a su saqueo por parte de mentes puritanas como las nuestras: el hígado de un pato conveniente y profilácticamente enlatado, vendido a precio de oro, ayuda a que sea consumido con deleite y sin un mal gesto de asco o conmiseración. Otro día hablamos de los hábitos patológicos de alimentación de los seres humanos: esas hembras de esturión arrojadas al agua desventradas después de haberles extraído las huevas, algo así como el cinco por ciento de su cuerpo, por ejemplo; o el kobe, un vacuno japonés al que se mima con cerveza y masajes para que la carne tenga una determinada textura. Todo por supuesto a precio de oro. Como bien escribe Blake Gopnik en este artículo, por mucho que se le dé forma artesanal, un colmillo de elefante conserva restos del indicio a poco que escarbemos, es decir, "su forma mantiene la historia del mundo natural del que salió. Es blanco inmaculado pero también rojo sangre". La naturaleza se pasó millones de años dando forma a algo tan terso, formidable y bello como un colmillo de elefante, que tiene una función, es decir, ha sufrido una decantación milenaria y significativa en la especie. Entonces llega un coleccionista occidental y pone en su salón ese mismo colmillo, en el que un artista africano ha grabado la caza del elefante para que el indicio no se borre. Para que no se borre el símbolo ya se ha encargado el coleccionista de pagar una millonada. ¿Y el signo? Pues el gesto de horror y de desprecio, la señal de alarma que nos debiera merecer cada uno de estos objetos, hermosos sin duda, pero profundamente dolorosos. Aunque hay una diferencia: no es lo mismo el colmillo labrado tras la caza de un elefante que luego fue consumido por el poblado, que el colmillo convertido en obra de arte tras una expedición como la de Hombre blanco, corazón negro, por ejemplo, o la del cuento de Arlt La palabra que entiende el elefante (ver entrada más abajo). Es decir, no se trata de hacerse vegano y renunciar al cuero, la lana, etc. Aprovechar una parte más de un animal que ha dado su vida para que otro viva decentemente, sin lucro ni ostentación, parece aproximadamente justo. Llevar abrigos de visón a los bodorrios en pleno setiembre madrileño, por poner otro ejemplo, es más bien injusto. Y muy hortera.

jueves, 22 de mayo de 2008

Reseña de Darwin en las Galápagos en El Cultural de El Mundo

Túa Blesa reseña Darwin en las Galápagos, mi segundo libro de poemas, hoy en El Cultural de El Mundo:

http://www.elcultural.es/HTML/20080522/LETRAS/LETRAS23191.asp

Enric González

Hace tiempo que quiero escribir una entrada sobre Enric González, sobre su columna en la página penúltima de El País. La de ayer es especialmente buena, así que aprovecho. Creo que fue el año pasado cuando por primera vez me fijé en su nombre. Se produjo ese salto irreversible en la lectura mediante el cual una simple noticia, si eso puede existir, nos lleva a deparar en su escritura y descubrimos, detrás del reportero, a un verdadero escritor. Enric González era el corresponsal en Roma y cubrío la polémica publicación por el Vaticano de Sacramentum caritas, detrás de la cual estaba la nueva y no tan nueva política eclesiástica de Benedicto XVI, un documento sobre el que escribí un par de artículos, inéditos, y en los que, entre otras cosas, llamaba la atención sobre el buen hacer del corresponsal. Maruja Torres, la única de las divas de la contraportada del El País a la que leo, venía a decir lo mismo sobre él. Y cuando Enric González asumió el espacio que ahora ocupa, tras el breve lapsus de Boyero, me dio una alegría poder leerlo a diario (aunque yo "libro" el fin de semana, es decir, leo el periódico sólo de lunes a jueves). La semana pasada hubo una columna suya especialmente afortunada sobre el caso del nigeriano polígamo y la Vicepresidenta española, y de nuevo Maruja Torres estuvo pronta a señalarlo en su propia columna. En fin, escribió Enric González ayer sobre la diferencia entre la tele y los periódicos, por ponerlo de manera sucinta. Sobre cómo las imágenes de un desastre natural proyectadas en televisión tienen un impacto que no puede tener la misma noticia publicada en un diario. Y esa pregunta que según él responden o intentan responder los periódicos con su mera existencia, el por qué de los acontecimientos, se explica por el valor de mediación que en su día tuvieron y que hoy, cuando se practica periodismo de calidad, siguen teniendo. El problema es que luego el medio se convirtió en fin, y tenemos casos como el de Rupert Murdoch, por ejemplo, vetando toda reseña en los medios controlados por él a un libro que habla de sus negocios mediáticos en China (véase el artículo al respecto de otro gran periodista, George Monbiot en The Guardian Weekly). Enric González cree que los periódicos son una especie de protector de sus lectores, garantes de la necesaria conexión entre causa y efecto, eso que los medios visuales han acabado desvirtuando hacia el segundo polo: los puros hechos consumados, la visión del resultado. Por supuesto, la tele se lo puede permitir, es en realidad eso, un medio que nos deja, nos debe dejar, con los ojos abiertos. Yo mismo soy consciente de que hay cosas que se deben ver por televisión: no es lo mismo leer sobre la detención de un terrorista que verlo y oírlo dando voces despeinado, ni es lo mismo que te digan que dos aviones se han estrellado contra las Torres Gemelas que presenciarlo a la hora de la comida en absoluto directo. No es lo mismo. A veces es necesario verlo. No para creerlo, sino como manera de fijar ese perfil de cosa irreal que a veces cubre como una prótesis el perfil de lo real. La televisión tenía, y sigue teniendo cuando lo permiten los anuncios y el sentido común, esa función de testigo, de muestra suficiente de realidad. Es una pena que ahora la haya sustituido otra función mucho más odiosa: la de ser un sucedáneo de la realidad. Por eso es bueno leer los periódicos. Y que en los periódicos alguien como Enric González nos diga cómo ver la televisión.

lunes, 19 de mayo de 2008

Ahi, vista troppo dolce e troppo amara

Acabo de ver L'Orfeo, de Claudio Monteverdi, tenida por una de las primeras óperas. Como en tantas cosas, de ópera no entiendo mucho, pero me gusta. Alguien me regaló hace unos años el disco de esta favola in musica y cuando he visto que la ponían en el Teatro Real he ido a verla. Lo primero que tengo que decir es que no me ha gustado el cantante que hace de Orfeo. En la versión que tengo (de Jürgen Jürgens con Nigel Rogers, Emilia Petrescu y James Bowman, uno de los pastores en falseto haciendo de Speranza), Orfeo es más parecido a un tenor dramático que a un barítono casi bajo como éste. Pero ése no creo que sea el problema. Para mí la mejor ha sido Euridice. Detrás de ella Apolo y también el bajo que hace de Plutón. Hay una potente carga sexual en esa escena del lecho en los infiernos, algo que ya se percibe al oír el CD y leer el libreto. El resto de la escenografía es pasable. Creo que la acción tiene lugar en una floresta, pero el escenógrafo lo ha ambientado en un edificio de dos plantas, lo que, si bien crea ciertos anacronismos entre el texto y el escenario referido, permite que las trompetas (mejores tras un accidentado comienzo) dialoguen con los cantantes desde detrás del escenario y en un espacio elevado. Creo que ése es el problema de este Orfeo, que no se ha respetado lo suficiente el diálogo entre músicos y voces. El subtítulo de fábula en música avisa sobre el carácter maridado de ambos, sin el protagonismo que el canto tiene en la ópera posteriormente. Y si bien los instrumentistas tienen amplio y maravilloso espacio para lucirse (un lujo ver a esos músicos volcados sobre guitarrones y arpas barrocas, unos instrumentos delicados y bellos como enormes insectos), el que fuera Euridice la mejor quizá se deba a que canta al barroco modo, como la fábula: en la música. Porque es un poco patético oír desgañitarse a Orfeo, completamente extemporáneo, sin el hieratismo de su amada, entregada siempre al decoro vertical del canto. Este Orfeo por los suelos, perdido en la voz y en el escenario, queda bien lejos del hombre que, se supone, embauca con la dulzura de su canto al reino de las sombras. Tampoco la cantante que hace de la Speranza (uno de los momentos más emotivos para mí en el CD pese a estar en falsete, un tono habitualmente incómodo para mis toscos oídos) está a la altura. También ella se pierde con la voz y con el gesto, buscando un canto melodramático que en realidad es pura melodía, como si quisieran, este Orfeo y esta Speranza, suplir calidad con cantidad. Y digo que yo no entiendo porque a la hora de recoger los aplausos, el que más se ha llevado ha sido Orfeo. Entonces me he dado cuenta de que la silla a mi lado estaba vacía. Es natural: Euridice estaba abajo, en los infiernos. Su canto ha sido, sin embargo, como lo pide ese final neoplatónico de Monteverdi, verdaderamente celestial.

martes, 13 de mayo de 2008

Especies (tipográficas) en peligro de extinción

Leo un artículo de Jon Henley en The Guardian Weekly sobre el peligro de desaparición en francés del punto y coma, esa especie singular, rara, incomprendida. Como todo en la Academia Francesa, achacan la extinción a la influencia del inglés, en este caso a su sintaxis sincopada, viril, fuerte; toda una afrenta a la exuberancia arbórea de la lengua de Marcel Proust, rica en sutilezas, o en afeminamientos, según se mire. Es comprensible que en una sociedad conectada a través de pantallas de teléfono móvil y de laptop, en las que el espacio es escaso, sometida la comunicación a unos usos lingüísticos que hasta prescinden de las letras, se tema por el futuro de los dos puntos, del punto y coma, del guión largo, esos anacronismos de la evolución tipográfica. Lo más curioso es que el desuso se debe, al parecer, a la inseguridad de los nuevos escritores, incapaces de utilizarlo correctamente y, por ello, propensos a eliminar de sus textos el point-virgule, de infausto nombre, hay que reconocerlo. Es divertida la cita que recoge Jon Henley de uno de los pocos de esos autores que lo usa, Michel Houellebecq: “No se acordaba de cuándo tuvo la última erección; estaba esperando la tormenta”. También es curioso, o simplemente sintomático, que uno de los ecosistemas en los que todavía se pueda ver floreciente el punto y coma sea el Journal Officiel, el equivalente al BOE en España. Guardián de las esencias de la patria, la gacetilla lo es también del idioma, como atestigua la tradición de grandes redactores del Boletín Oficial entre nosotros. Reflexiono sobre mis propios escritos y me doy cuenta de que yo también utilizo menos esta terna de mojones textuales; es decir, a mí también me afecta la desaparición del punto y coma, de los dos puntos, del guión largo. Lo asocio, así en una reflexión muy rápida, a mi adiós a la poesía; también a cierta distancia con la pedantería y envaramiento que suele caracterizar a los escritores jóvenes. No obstante, quizá algún lector de este blog piense que aún no me he alejado lo suficiente. En poesía, sobre todo en una lengua de sintaxis tan ramificada y de acentos tan regulares como la francesa, la aparición del poema en prosa responde a una necesidad de llevar al poema los recursos que hiciera suyo el Journal Officiel, es decir, de la prosa. La compartimentación del verso es ya suficientemente significativa, no son necesarias muchas más pausas, y los tres mosqueteros en peligro de extinción cumplen en realidad ese cometido: son un alto en el discurso. Por eso el poema en prosa, la variedad que yo he practicado de poesía, incorpora con abundancia los dos puntos y su elipsis semántica, es decir, el incremento significativo pese a la reducción de exponentes; por eso también el guión es un recurso muy hallado en los poemas en prosa, una especie de remanso rítmico y de sentido; por eso, en fin, ante una ramificación generosa de la línea, el punto y coma ayuda a respirar. Todos estos elementos, me parece, confirman la naturaleza cada vez menos oral de la poesía, sobre todo de la poesía en prosa, el hecho de que con mayor frecuencia el poema sea, como quería Leonardo da Vinci que fuera la pintura, una cosa mental. Yo ahora prefiero los paréntesis al guión largo, las comas al punto y coma, el punto y seguido a los dos puntos. Intento ser menos pedante, vaya, pero seguro que en más de una de estas entradas se me puede sacar los colores con la presencia todavía de alguna de esas especies en peligro de extinción. Según parece, en el futuro habrá que ir al zoo para verlas, quiero decir, al BOE .
A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]