lunes, 31 de marzo de 2008

El paisaje como construcción mental

Acabo de leer Breve tratado del paisaje, de Alain Roger, uno de los primeros títulos con los que la editorial Biblioteca Nueva abre una colección dedicada a los estudios paisajísticos. Así de entrada, lo que primero se me pasa por la cabeza es que el libro empieza mal pero acaba bien, lo cual ya es mucho. La tesis defendida por Roger en este breve tratado es que el paisaje es una construcción cultural, una artealización, tal y como él lo pone, término tomado de Montaigne. Ahí choca con tantos estudiosos anglosajones, un poco la corriente dominante. Pero hasta el mismo Emerson traza en La naturaleza una diferencia entre ésta y el paisaje. Lo hace además confirmando uno de los puntos más interesantes que saca a la luz Roger: el campesino no concibe la idea del paisaje, para el hombre de campo el paisaje sólo se traduce en el número de fanegas de trigo que recoge. Emerson les niega la posesión última de los campos a sus dueños labradores: “Hay un terreno en el horizonte que no es de nadie sino de aquel cuya mirada puede integrar todas las partes, es decir, el poeta”, eso dice textualmente en La naturaleza. Y ese poeta, una especie de hombre ideal y universal para Emerson, es el paisajista de Roger, el sujeto cualificado que hace de la naturaleza objeto; del campo, paisaje. Si digo que empieza mal el libro es por ese antropocentrismo exacerbado de la voluntad paisajística, casi un nihilismo, una voluntad de negación de la naturaleza, de neutralización, que le permita al artista poseerla. Claro, ahí saltan las alarmas del pensamiento ecologista. Y no es difícil estar en desacuerdo con esta naturaleza que define Roger: un ente exorbitante, desordenado, entrópico, algo mostrenco que la mirada ha de reducir a objeto razonable. El colmo de esta provocación (pues creo que de eso se trata) es cuando habla de la naturaleza en los siguientes términos: “No es una madre fecunda que nos ha dado la vida, sino más bien una creación de nuestro cerebro”, el consabido presupuesto estético de que el pájaro existe porque yo lo miro, de tan larga tradición en la poesía contemporánea, pero tan endeble como teoría del conocimiento. Esa voluntad de sobresignificación también se deja llevar por un exceso semiótico: “Voluntad de pintar la naturaleza, de enlucirla, necesidad de acribillarla de signos, de extender hasta el infinito la máxima artística a fin de que su dominio alcance límites del mundo y, ¿por qué no?, más allá, hacer del universo un campo de paisajes…”. Vuelvo a aquella primera entrada de este blog, cuando polemizaba con la visión de la ciudad de Félix de Azúa y su lectura del espacio urbano como el entorno propio y cainita del hombre frente a la incivilizada naturaleza. En fin, el librito de Roger traza un recorrido ameno por la historia del paisaje, que no es la historia del mundo ni mucho menos, ni la de naturaleza, ese espacio ahistoriable. Es muy interesante el capítulo dedicado al nacimiento del paisajismo al final de la Edad Media, donde entronca con ese otro descubrimiento coetáneo, el retrato, sobre el cual no hace mucho se ha publicado un libro muy interesante, Elogio del individuo, de Tzvetan Todorov, con menos citas que éste de Roger, menos farragoso, y con más hondura en sus hallazgos. Pero es ese punto provocativo lo que más me atrae de Breve tratado del paisaje, su buen final: la necesaria distinción que establece entre paisaje y medio ambiente. Ahí es donde se rasgarán las vestiduras los bienpensantes ecologistas (muchos anglosajones) y esa caridad mal entendida en el medioambientalismo de la que yo hablaba unas entradas más atrás. Me encantó, por ejemplo, la crítica de Roger a la verdolatría, o su defensa de los postes de la luz como parte del paisaje (quien haya leído Viaje al ojo de un caballo comprenderá lo próxima que me es esa defensa), su defensa de Descartes, también. En fin, un paseo ameno por ese afuera que, mientras jugamos a crearlo dentro, nos contempla. Nos completa.

sábado, 29 de marzo de 2008

Reseña de Darwin en las Galápagos en ABC

Otra vez es Mateo, scout de la escritura para mí, también de mis escritos, quien me llama. Esta vez para decirme que hay una reseña de Luis García Jambrina en ABC hoy sobre Darwin en las Galápagos. Qué lujo que a uno le lean así. No es cuestión de dar las gracias (como no lo es de responder ácidamente cuando la reseña es negativa) pero me gusta cómo me ha leído García Jambrina. Me gusta especialmente la conexión que establece con Viaje al ojo de un caballo, pues, sí, uno es la cara y el otro la cruz, la cara y la cruz de esta moneda que en este medio del camino de mi vida son estos dos libritos. Cita los poemas más importantes, habla un poco de quién soy y lo que he hecho, incluso se despide con ese párrafo final tan sugerente sobre el papel que está llamado a desempeñar el poema en prosa en la renovación de la lírica. Todo un lujo para un escritor en ciernes como pueda serlo yo. Respecto a ese párrafo final de la reseña, de nuevo me viene a la cabeza aquella feliz idea de Goethe, la morfología trascendental, la forma venciendo en la naturaleza dando variedad formal a unas y otras especies, el magma de la prosa como núcleo morfológico de la poesía. Su triunfo, sí. Mi Victoria.

lunes, 24 de marzo de 2008

La llama del mundo

Llevo días oyendo la polémica que ha desatado el gobierno chino con su pretensión de llevar la llama olímpica hasta la cima del Everest. Se critica esta cuestión dentro de un contexto político, los disturbios en Tíbet, pero me gustaría en esta entrada ir un poco más allá, aunque hay quien dice que todo es político y hace poco hablaba de la necesidad de llevar el medioambiente a la política. Me gustaría en realidad llamar la atención sobre lo gratuito de ese gesto, lo olímpico, casi, en una acepción restringida del término: como innecesario, pura demostración de músculo. Incluso si no se produjera la triste situación que lleva décadas viviendo el país de las cumbres eternas, pretender llevar la llama que simboliza el olimpismo a la cima del mundo me parece excesivo, abusivo, casi. Hace poco escribía también sobre la muerte de Sir Edmund Hillary, quien llevó la llama de su pelo rubio a esa cima por primera vez. Seguro que Hillary desaprobaría esta nueva ambición China. Y con razón. Las cumbres tienen que ser cada vez más santuarios. Lo escribía en un artículo inédito al oír que unos expedicionarios querían "hollar" (se dice así en jerga alpinista también) un cráter aún virgen. La gesta hubiera sido, escribía yo entonces, no subir a la ladera de ese volcán extinto. A veces la heroicidad tiene mucho que ver con la renuncia, con no hacer algo precisamente porque se puede hacer. Dejar aquel paraje intonso, intacto, sabiendo que es así, me parecía una forma de respeto ejemplar, todo un regalo para las futuras generaciones, el de un sitio que nadie ha pisado y nadie pisará por puro amor al mundo, al que se le permite tener también su pudor, sus velos, sus secretos, sus intimidades. Igual que no querer saber absolutamente todo sobre un amante. Pero claro, el gobierno chino no es precisamente un amante ejemplar. En Viaje al ojo de un caballo aparece un perfil muy poco benigno del Gran Tigre Asiático visto desde los rasgados ojos de los mongoles. No es la primera vez que en este blog escribo algo que es casi una denuncia de la gran devastación amarilla. No será la última me temo. Por qué no hacer que la llame pase sólo cerca del Everest, dando un maravilloso rodeo por su base, dándole al Everest ese espacio, ese respeto. Olímpicamente.

jueves, 20 de marzo de 2008

Joseph Roth (II)

Acabo de terminar La marcha Radetzky, la que señalan como mejor novela de Joseph Roth. Lo que cuenta sigue siendo ese mundo a las puertas de un abismo, como en Hotel Savoy, pero con una demora y un deleite en la narración que me recuerda a Doctor Zhivago, sólo que sin historia de amor. Quizá Roth es más escéptico, está más cerca ya de este mundo contemporáneo nuestro. Quizá no hacía lo que recomendaba Pasternak al pueblo ruso, no beber vodka, sino vino, que reposa la memoria. Quizá era todo una cuestión de destilación, de grados. Quizá simplemente es que Roth no era poeta. A mí lo que más me interesa, aparte de ese espectro que se cierne sobre toda la novela, ese que viene el lobo tan largamente anunciado hasta que acaba viniendo, es la relación paterno-filial, un testigo de desencuentros que se van pasando los padres a los hijos de manera trágica y, parece, inevitable. La marcha Radetzky es muy contemporánea, todo empieza con un error textual, interesado y excesivo, que amenaza con nublar el contorno real del primer teniente Trotta, Joseph. Ahí, en esa encrucijada de bios y grafos, de vida y texto, seguro que la crítica posmoderna ha encontrado dónde hincar el diente. Pero para mí lo más importante del error es el énfasis de Joseph von Trotta en que le sea restituido el perfil exacto de su verdadera hazaña. Dicen que los hermanos Grimm edulcoraron los cuentos tradicionales para hacerlos más pedagógicos, menos escandalosos para los niños. Disfrazaron el hecho de que a la Bella Durmiente, por ejemplo, no la besaban los pretendientes a su mano, a su despertar, sino que la violaban; o lo que parece ser se ha descubierto hace poco, que a Blancanieves en realidad la mató su madre. Pero los niños necesitan esa verdad antropológica sin azúcares de la narrativa tradicional, no otra función tiene el cuento, tal y como exponía en una entrada previa sobre Askildsen. No obstante, esa restauración de su verdadera gesta que le exige el teniente nada menos que al emperador, tan poco pedagógica según el Ministro de Educación, y que le sirve para tranquilizar su conciencia, acaba condenando a todo su linaje a otra restitución: un hecho desmedidamente heroico. Así, de teniente a teniente, pasando por un oscuro funcionario, el último de los Trotta da su vida cuando intenta llenar dos simples odres de agua en un pozo bajo fuego enemigo. Joseph arriesgó su vida por salvar a un hombre que representaba un mundo, el emperador. Pero en tiempos de su nieto, que son casi los nuestros, un hombre no puede calmar la sed de todo un pueblo. De todo un mundo. Ése del que se van con un ronquido seco los ánsares (maravilla de palabra) y al que llegan, en bandadas silenciosas y expectantes, los miembros más evolucionados y por tanto más inteligentes del aviario: los córvidos. Todos los fantasmas de Roth (¿todos los fantasmas?) vienen siempre del Este, una latitud en la que la poesía es necesaria para conservar, frente a la tiranía, la esperanza y la memoria.

[Me permito incluir, en la bella versión de Arturo Quintana, unas citas del libro]

- ¿Pinta? –preguntó el viejo.
- Pinta muy bien –dijo Franz, el hijo.
- ¡Que no vaya a mancharme la casa! ¡Que pinte paisajes!
*
En aquel tiempo, antes de la gran guerra, cuando sucedían las cosas que aquí se cuentan, todavía tenía importancia que un hombre viviera o que muriera.
*
Pero, ¿de qué servía ahora, y en este lugar, un revólver? No se veían osos ni lobos en la frontera. ¡Se veía únicamente cómo se hundía el mundo!
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Existe un temor ante el placer que es a su vez voluptuosidad, como un determinado temor a la muerte que puede ser mortal. El teniente Trotta sentía ahora ese temor.
*
Por el espacio de un brevísimo momento el teniente tuvo la fuerza sublime del visionario: vio a los tiempos enfrentarse como dos peñascos y él, el teniente, perecía aplastado entre ambos.
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[El emperador] Por la noche no podía dormir, mientras a su alrededor dormían todos los que tenían que vigilarle.
*
Dichoso eres –dijo el judío al emperador–, porque no verás el fin del mundo.
*
Los tiempos han cambiado –repitió el joven Nechwal– y los pueblos ya no seguirán juntos por muchos años.
*
Hoy por la mañana he visto centenares de cuervos, como nunca los había visto. Cuervos extraños que vienen de extrañas tierras. Creo que vienen de Rusia. Aquí se dice que los cuervos son los profetas entre las aves.

lunes, 17 de marzo de 2008

El derecho al origen

Darwin en las Galápagos se abre con una cita de una canción maorí. La leí hace muchos años, cuando vivía en Inglaterra, en alguna antología de poesía aborigen. Traducida muy libremente se acabó colando en mi imaginario y al final, en el principio de este librito mío. Leo ahora las reacciones que está provocando el reconocimiento del primer ministro australiano al robo de niños aborígenes para familias blancas (tinyurl.com/32ehlu). Porque fue eso, un robo. En lugar de solucionar los problemas de la minoría, se le quitan sus retoños para redimirlos, darles una pátina de blancura impuesta. Nuevamente, el ombliguismo occidental. La semana pasada venía en la prensa el caso de la primera hija de desaparecidos en Argentina que lleva a jucio a sus padres adoptivos. Ayer vi una película en la que una adolescente embarazada cede su hijo en adopción a otra mujer, ya no en la pubertad, desesperada por ser madre. La película busca trivilizar un tema que levanta ampollas en todas partes y pasarlo todo por un filtro de buen rollo y liberalidad que no siempre parece lícito. Conecto ahora todas estas cosas y me sale el título de esta entrada: el derecho al origen. Incluso o sobre todo si uno es aborigen. La mezcla es el futuro de la humanidad. Una y mil veces cierto. La extracción, de la vida o de la memoria, su perdición más absoluta. Ha hecho bien el minsitro en reconocer públicamente el saqueo a una parte de sus administrados. Todo reconocimiento es una restitución. Más vale tarde que nunca. Pero las heridas siguen abiertas. La cura sólo puede pasar por el conocimiento: ver, saber, conocer que fue de uno en el origen. "Existe el animal, la fiera en mí que a voces vino", así empezaba, más o menos, aquel canto maorí. Así empieza mi libro. Y así termina esta entrada de hoy: bien vista, bien sabida, bien conocida, la fiera es sólo eso, una animal.

miércoles, 12 de marzo de 2008

De poetas andarines y otras huellas

En algún lugar de Viaje al ojo de un caballo hablo de la ecología como de la nueva diplomacia. Esa posición central de la naturaleza en la vida política es la que lleva años defendiendo Satish Kumar, según leo en un artículo de John Vidal, director de temas medioambientales del Guardian Weekly y a quien he recurrido ya en otra ocasión al menos en este blog. Por supuesto que su énfasis en el respeto y amor a la naturaleza son contrarios a la realpolitik que gobierna todos nuestros asuntos públicos. Pero su magisterio no es exactamente anti-realista. La naturaleza es realista, dice. Yo iría más lejos: la naturaleza es la realidad, una de sus manifestaciones, la más raigal y contundente. Y la piel con la que el hombre (único ser no realista de la creación, según Kumar) la recubre, sólo es válida en la medida en que no sea una piel impuesta. En el debate escolástico quizá Satish Kumar estaría más cerca de los realistas que de los nominalistas. Y esto se compadece también con sus enseñanzas: predicar un enfoque más espiritual en nuestras ocupaciones y preocupaciones medioambientales. En Occidente todo tiene ese aura empresarial, desde los lobbies y los partidos políticos a las ONGs, esa sumisión a las dictaduras de la acción directa y lo que dicen las encuestas y las estadísticas. No deja de ser cierto que también la mirada medioambientalista a la naturaleza está impregnada de ese utilitarismo que denuncia Kumar (buena prueba de ello es el caso al que me refería en la entrada de hace unos días sobre caridad y medio ambiente). En realidad, si uno quiere proteger la naturaleza, lo mejor que puede hacer es ir a la naturaleza. Eso defiende Satish Kumar. Y para acompañar sus palabras con un gesto, va y recorre Gran Bretaña andando, una vuelta a las Islas de 3000 kilómetros. Según Kumar, Nietzsche desconfiaba de toda idea que no le viniera caminando. Muchos poetas han sabido pulsar esta tecla sutil de la inspiración, desde Wordsworth a nuestro Claudio Rodríguez. Y en efecto, no hace falta irse al otro lado del mundo para estar en contacto con la naturaleza. Casi todos tenemos no muy lejos de nosotros ese pedazo de tierra sobre el que poner la planta y sentir la conexión. Kumar posa en la foto en un páramo del sur de Inglaterra. Ha clavado su paraguas en el centro de un círculo de piedras megalíticas y se apoya en una de ellas. Busca conectarse con el eje de la tierra. Podría ser Mongolia, la Sierra de la Paramera, la Pampa, la Patagonia. Es todo eso y mucho más: es la Naturaleza.

martes, 11 de marzo de 2008

No os fiéis del jinete, sí del caballo: La poesía pura de Mahmud Darwix

Leo en El País de hoy una entrevista de Juan Miguel Muñoz a Mahmud Darwix, el gran poeta palestino. En concreto, unas declaraciones suyas me llevan a los comentarios que intercambié con Hugo J. Platz en la última entrada de este blog (“Joseph Roth”). Hablábamos allí de victimismo judío, de un cambio en las tornas de opresor y oprimido. Yo saqué a relucir el Angelus Novus al que se refiere Walter Benjamin como representación del devenir histórico, un ángel que avanza de espaldas y se horroriza de lo que deja atrás, que es lo único que ve. Todo está muy relacionado con el imaginario judaico en esa imagen: un pueblo al que le es vedada toda indagación en el porvenir, y aun y así permanece en constante espera de un tiempo mesiánico. O quizá por ello. Parece que este ideario haya calado en la desesperación de los palestinos si atendemos a lo que dice Darwix: “El presente es muy frágil. Nadie ve el futuro. Sólo el pasado es sólido”. La victoria del sionismo habría sido entonces total: por puro contagio de expectativas. Como decía en esos comentarios, ya el emperador Adriano tuvo problemas con el monoteísmo en Palestina. Los monoteísmos vinieron a anular una realidad plural y respetuosa, y ese emperador filántropo, al menos en el maravilloso libro de Marguerite Yourcenar, sólo podía verlos como una amenaza. Mahmud Darwix, cuya aldea fue borrada del mapa en frenesí monoteísta, según nos cuenta Juan Miguel Muñoz, no sería sino una víctima más de esa aniquilación. Su poesía, eso sí, será su resistencia. Parece excusarse el poeta por no escribir ya más poesía de combate, poesía comprometida tal y como se diría en el glosario historiográfico de la literatura española: “ahora me esfuerzo más en la estética, no sólo en reflejar la realidad. Intento humanizar nuestra causa”. Y parece olvidar Darwix que con esa poesía pura que busca ahora también está reflejando la realidad, construyendo un espacio de pureza al que su pueblo se aferre para no sucumbir del todo. Esa realidad es la esperanza del pueblo palestino. Y no lo digo como un escapismo, sino literalmente: un hueco en el idioma, en las calidades más puras del idioma, que son las menos corruptibles, en las que la tribu halle su sede y resista a la dilapidación en torno. A los poetas les gusta decir que el espíritu vive en la palabra, algo muy hebraico, por otra parte. Muy cristiano. Y muy musulmán. Por eso cuando los totalitarismos arrojan al alma fuera de ese habitáculo y se apropian de la letra, el espíritu se refugia en la poesía. La de Mahmud Darwix, por ejemplo: “No os fiéis del caballo, ni de la modernidad”. El poeta alude aquí a los indios americanos, aniquilados por hombres blancos a caballo. Tengo para mi propia visión mítica, sin embargo, que los indios vivieron el arte ecuestre como una restauración (el animal también lo fue si hacemos caso de los fósiles que encontró en la Patagonia Charles Darwin); no en vano provenían de los primeros jinetes, los mongoles, a través del Estrecho de Bering. Y aunque ahora se especule con la posibilidad de que los primeros americanos fueran en realidad africanos pasados por Oceanía y arribados al sur del continente, yo sólo hablo de un territorio mítico en el que el enemigo nunca puede ser el caballo, sino quien lo utilizó para usurpar otro mito: el del centauro.

domingo, 9 de marzo de 2008

Joseph Roth

Otra vez fue Mateo el que levantó la liebre: Estoy leyendo a Roth, me dice el otro día, no a Philip, sino al centroeuropeo: Joseph Roth. Me quedo con la copla y unos días más tarde, en el Arranca Thelma el día de la lectura (al fin y al cabo es una librería) veo Hotel Savoy, editado por el Acantilado, y me lo compro. En casa de mi madre había un cenicero del Hotel Savoy, un clásico del Madrid de los sesenta en el que trabajó algún tío mío. No fumaba nadie, y sólo lo sacaban a pasear para las visitas. Era metálico, verde, con el dibujo y el plano del hotel, muy sesentero, todo un mito dentro de mis días de infancia. Abro el libro y me encuentro con otro territorio mítico, un espacio en el que los mitos, y los héroes, están en desbandada y los hombres miran con ojos de pánico el mundo que se avecina. Me encanta la rapidez del estilo, muy expresionista, y leo luego en la Wikipedia que así se define más o menos esta novela inicial, expresionismo alemán. Creo que Joseph Roth, como von Hoffmansthal, Mallarmé, el mismo Yeats, y hasta Joyce, son los últimos escritores románticos, gente que echa sus raíces en el mundo antiguo, un mundo que desaparece ante sus ojos y les provoca esa mirada de ojos abiertos, nostálgica, de pérdida sentida auténtica y trágicamente. Ya al final de libro, Gabriel Dan recupera su flirteo con la chica, desaparecida en las páginas de iniciación del centro del libro, y sopesa la posibilidad de manifestarle su amor. Pero no lo hace y en esa contención, ¡cuántas chicas no habremos dejado escaparse, irse con el Alexander de turno! Lo que dice Gabriel a raíz de esta pérdida vale también para la pérdida del mundo de Roth y tantos escritores de entresiglos: "Quizá sea ésta la época en la que las muchachas amen a Alexander Böhlaug". La época del gran exilio de los héroes. La novela termina con la invasión inminente de uno de los grandes totalitarismos, el que sopla desde Rusia con viento siberiano, y la Historia se ha encargado de darle ese crujido trágico y nostálgico al mundo que deja atrás Gabriel Roth. Por supuesto, me he hecho con La marcha Radetzky y he ecargado El Anticristo y El triunfo de la belleza. Ése fue su único triunfo. ¿Cuál ha sido el nuestro?

jueves, 6 de marzo de 2008

La caridad y el medio ambiente

La caridad empieza en casa. Así podríamos traducir el dicho en inglés, Charity begins at home: la caridad empieza por uno mismo. Y quizá ahí, en el reducto del ser, debía quedarse. La última forma de caridad pasa por comprar la selva para protegerla. ¿De quién? Del malo de la película, está claro, el ser humano, nosotros mismos. Como consecuencia, otros seres humanos son expulsados del santuario y condenados a la indigencia. Se trata de una nueva forma de colonialismo, mucho más sutil y, quizá, más turbia. El recurso que se pretende proteger no es un bien canjeable inmediatamente, sino un valor de futuro: el agua, tantas y tantas especies en peligro de extinción, animales y plantas, el mundo tal y como era cuando… ¿Cuándo? Una vez más, el medio se convierte en fin. Y hay lucro. Ya sea en forma de expiación por los desmanes de Occidente, o bien ocultando con un desembolso aparentemente altruista, la adquisición de enormes reservas de agua subterránea (John Vidal, “The great green land grab”, The Guardian Weekly, 22.02.08, ver la respuesta en foro de Sir David Attenborough, entre otros). Los compradores vuelven a ser blancos. Los exiliados al egido impuesto del paraíso, negros e indios. Poco ha cambiado para los bosquimanos, por ejemplo, obligados a renunciar a su modo de vida selvático para salvar la selva. ¿Es la selva la misma sin la especie que ha desarrollado una forma respetuosa de habitarla? ¿Cómo se llamarán ahora los bosquimanos, que llevan en el nombre el medio, en la vida la penitencia? En Mongolia, sin ir más lejos, para que el takhi volviera a poblar las estepas, se acotó un perímetro de las montañas, se prohibió a los nómadas seguir llevando allí a pastar a su ganado y se les dio un modo alternativo de vida en los márgenes, the buffer zone, tal y como se dice en inglés: una zona de amortiguación para mantener entre algodones ese espacio prístino que acabamos de conquistar. Cultura y natura de nuevo en danza, olvidando que su cohabitación es posible. Que la cultura vino de la naturaleza, que el ser humano ha de revertir a la naturaleza, invertir en la naturaleza, para seguir siendo eso, humano. Pero algunos se lo han tomado tan en serio que van comprando por ahí trozos de paraíso.
A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]