viernes, 26 de octubre de 2007

La ciudad de Azúa

Otra cosa, amigos: voy a Nápoles la semana que viene y para ir documentándome he empezado a leer un libro que trata de esta ciudad, La invención de Caín, de Félix de Azúa. El caso es que en el prólogo he visto un posible debate entre esa concepción de la ciudad y la de la naturaleza que exploro en Viaje al ojo... Si no me equivoco, según Azúa, y es una reflexión brillante, Caín, al ser expulsado del paraíso, funda la ciudad, crea el artificio de la urbe como espacio alternativo a la naturaleza. Si os interesa, podéis contrastar esto con la visión en Viaje al ojo... de la naturaleza, la interpretación del episodio de Caín, y la visión de la ciudad. Ya me contaréis.

Nueva película sobre Mongolia

No os perdáis La boda de Tuya, una peli nueva sobre Mongolia. Voy esta tarde al cine Golem y luego os cuento cuál es mi impresión. Tiene buena pinta: es narración, no documental.

SINOPSIS Y FICHA TÉCNICA
Ya (Yu Nan) es guapa, fuerte, cuida de sus animales en una región desértica de la Mongolia interior, tiene dos hijos y está casada con Bater (Bater), al que ama profundamente. Pero Bater es inválido, hace tres años tuvo un accidente cavando un pozo. Tuya debe hacerlo todo: llevar a cien ovejas a pastorear con su camello, cocinar e ir a buscar agua a 30 kilómetros de su hogar. Un día, Tuya se hace daño en la espalda mientras ayuda a su vecino Senge, un hombre propenso a los accidentes. El médico le dice que si sigue trabajando duro empeorará, pero ella no hace caso. Incapaz de ver sufrir a su mujer, Bater la convence de que se divorcien para que encuentre a otro que pueda cuidar de ella. Acepta, siempre y cuando la persona que cuide de ella y de sus hijos también cuide de Bater. Cuando los pretendientes empiezan a llegar, anuncia que se casará con el hombre que acepte la poliandria.

Género: Drama
Director: WANG QUANAN
Intérpretes: YU NAN
Duración: 95 minutos
Compañía: GOLEM
Año de estreno: 2007

miércoles, 24 de octubre de 2007

Carlos Jiménez Arribas: «Adiós, Poesía»

Carlos Jiménez Arribas se sumerge en la prosa para llevarnos, guiados por su mirada, al mismísimo centro de nuestra naturaleza. Su viaje no es un recorrido poético y ficticio, es la narración de la experiencia propia de un hombre frente a sí mismo en las lejanas praderas de Mongolia, donde habitan los últimos caballos salvajes del planeta.

¿Qué le impulsó a realizar este viaje a Mongolia? ¿Y a escribir el diario-relato de su viaje?
La mejor respuesta está en el libro. Creo que hablo de ello al final, y la verdad es que la mejor respuesta es el propio libro. Aunque no me fui hasta allí sólo para escribirlo. De hecho, no tenía ninguna intención premeditada de hacerlo. Me atraía mucho el paisaje que uno se imagina como típico de Mongolia. Luego se descubre que Mongolia es otra cosa, claro. El caso es que esas colinas verdes, que a mí me recordaban a un desierto de hierba, un perfil así, sin concesiones, bajo el cielo, me llamaba mucho la atención. Me parecía un escenario ideal para cumplir cuarenta años, que es como poner el cuentakilómetros a cero. Como eso que dice Barthes del grado cero de la escritura, pero en la naturaleza: el grado cero de la naturaleza, eso me parecía Mongolia, un lugar, por qué no, en el que comenzar, si no de cero, sí de nuevo.
Eché un cuaderno sin estrenar en la mochila como el que echa una caja de tiritas, por si acaso. No había escrito nunca un diario, me preguntaba cómo me sentiría en ese tipo de escritura, si podía hacer que mi periplo por una tierra que se me antojaba especial tuviera algo relevante, no sé, narrable, comunicable. No pensaba estrenar el cuaderno hasta estar en la estepa, con los caballos. Empezar con algo así como, “El macho otea el horizonte mientras las hembras pastan a su alrededor”. No sé, algo parecido. El caso es que nada más sentarme en el avión, cuando vi a aquel ruso leyendo la novela Aeropuerto, me dije: esto es lo narrable, un pasajero que lee un libro sobre un accidente aéreo en el avión, esto hay que contarlo. Y seguí por ahí. Con el paso de los días, hubo más cosas dignas de contar, no siempre tan divertidas, más cosas, personas, animales, y esa cosa enorme que es la naturaleza. Y con el paso de más días, la misma escritura se fue haciendo rutina, una forma de relación con Mongolia.

¿Se ha inspirado en el género para escribir su relato?
Como ya he dicho, nunca había practicado la escritura diarística. Mi vida no es tan interesante como para eso. He leído diarios de escritores, de poetas, y pocos lo son en su totalidad. Eso me alejaba de este género literario, tan digno como el que más, claro. Sin embargo, el viajar hasta tan lejos, la experiencia en la naturaleza, con los caballos… todo me parecía, ya digo, un poco más digno de plasmar en el papel. Al principio el género operaba, por así decir, en lo que escribía; buscaba referencias culturales (literarias, cinematográficas, artísticas) para muchas de las cosas que escribía. Pero me di cuenta de que esa prótesis cultural, y occidental, sobraba, de que Mongolia, Mongolia articulada en los seres (animales, plantas y personas) que iba conociendo, era ya un argumento más que suficiente. Igual que digo en el libro, creo que al final, que con el paso del invierno al verano, cuando mudan el pelo, los takhi parecen un caballo que saliera de otro caballo; pues en parte, la escritura de este libro ha sido sacar el libro necesario y suficiente del otro libro, ése que uno se pone en invierno para cubrirse. Cuando, en realidad, ni hace tanto frío ni hace falta llevar un abrigo de visones, ¿no es cierto?

¿A dónde conduce el viaje al ojo de un caballo?
A mí mismo. El ojo del caballo es el pretexto, el azogue en el que mirarse. No sabía ni dónde iba, ni por qué. Pero cuando me vi en esa imagen que sale en el día once, o en el trece, no recuerdo; cuando vi a aquel caballo mirándome fijamente, me di cuenta de que iba un poco hacia mí mismo. Quizá por la edad, ese en medio del camino de la vida del Dante, que es una edad como para pararse a pensar un poco en uno. Quizá también por lo que dejaba atrás. Y, claro, por ese horizonte que uno se imagina despoblado pero hermoso, como Mongolia, que suele ser la segunda parte de la vida de una persona. El viaje, pues, me llevó a mí mismo, a aceptarme, por ejemplo. Ahora bien, al lector, ¿a dónde le conduce? Bueno, al lector a mí me gustaría que le llevase a Mongolia: que este librito fuera como un corte en sección en el que se puede ver algo de Mongolia. No todo, por supuesto, pero algo. Y eso sí: que ese algo fuera real. Me importaba sobre todo defender la realidad, hacerlo en ese marco un poco idealizado, sí, pero vigente, válido.

¿Qué tiene de manifiesto vital este relato? ¿Y de manifiesto literario?
En lo que hay de parada antes de seguir, de tramo necesario en la vida de una persona para detenerse, echar la vista atrás y hacia delante, tomar nuevo impulso para seguir, sí que parece eso, un manifiesto vital. Es curioso, no lo había visto antes así, pero así es. Y aunque haya salido del traje invernal, como decía antes, aunque haya intentado desnudarme, despojarme de ese traje que es la experiencia estética en las referencias y todo eso, indudablemente está el bagaje que esa experiencia ha dejado, no siempre cifrado en citas, por ejemplo, pero que está ahí. No sé, quizá me fui a Mongolia para decir aquello de Descartes: pienso, luego existo.
Manifiesto literario es el libro mismo: el hecho de que, en lugar de ponerme a escribir poesía, la sección de la librería en la que hasta ahora ha cabido lo que he escrito o traducido, pues optara por una escritura distinta. Quizá así se pueda entender la lectura que hago de Octavio Paz, muy personal, claro, pero muy necesaria. De repente me encontré en un marco especialmente prístino leyendo algo que pasaba por ser la quintaesencia de la escritura poética (no del poema, sino sobre el poema) y que me ofrecía una lectura del mundo con la que no estaba en absoluto de acuerdo: ese flirteo tan peligroso con la Nada como categoría poética. De pronto toda la estatura de Paz, y mira que era grande, se me vino abajo, chocó con las aristas de suficiencia, de realidad, de verdad, de defensa de algo que no puede ser relativo. De algo que no puede depender de la óptica con que se mire, de algo que sólo es definible como la Realidad, algo que Paz juega a decir que no es, que no está. Y con él, toda la poesía que yo había leído, estudiado, ¿escrito? No sé, fue como una crisis, como ver que no podía seguir escribiendo así, jugando a ese veo veo con la realidad. Afortunadamente, tenía la rotundidad de Mongolia. Y también, aunque esté desprestigiado, la lectura reciente de Zubiri, y la de Gilson. Creo que en Mongolia cambié de caballo: dejé la poesía por la metafísica. El problema es que yo no tengo formación metafísica. Sólo (de)formación poética. Quién sabe, quizá Viaje al ojo de un caballo sea mi último libro. Y si se suele decir que es la poesía la que nos deja, pues nada: «Adiós, Poesía. Sólo espero, cariño, que al menos alguno de tus orgasmos no fuera fingido», ja, ja, ja.

¿Qué marca el paso del Ser a la Nada?
No hay tránsito posible. Son categorías completamente excluyentes. Quizá mutuamente explicables. Bueno, con una diferencia: la Nada sólo se explica por el Ser, es lo que no es el Ser, lo que amenaza constantemente con engullirlo, lo que se erige frente al Ser, como su opuesto. El Ser sin embargo es perfectamente posible sin la Nada. Claro, ayuda en la definición decir que el Ser es lo que no es la Nada. Pero también se puede definir en positivo: lo que es. La pregunta, no obstante, tiene mucho sentido porque hay un movimiento, un desplazamiento en apariencia ontológico de la Nada hacia el Ser, ese intento de destruirlo, esa voracidad que muchos han querido leer como deseo, todo muy heidegeriano; o como seducción, muy posmoderno. Gran parte de la poesía que más se valora se ha erigido en torno a eso, ha flirteado con la Nada. No precisamente Octavio Paz, cuya poesía no está a la altura de su obra ensayística, pero sí muchos otros poetas. En poesía, lo que marca el paso del Ser a la Nada es el poema, podría decir un erudito. Yo digo, sin embargo, que es el poeta: y ahí está Paul Celan dando el paso fatídico hacia las aguas heladas del Sena. Posiblemente Viaje al ojo de un caballo no sea más que eso: un intento, fallido, quizá, pero hay que seguir intentándolo, de fundamentar la escritura en el Ser. Sin más Nada.

GPAE / Madrid [07-08/-2007]
[Esta entrevista puede reproducirse libremente.]

martes, 23 de octubre de 2007

Nikita Michalkov y su visión de Mongolia

El camello blanco, El perro mongol son películas de indudable valor antropológico. Sin embargo, la película sobre Mongolia es, sin duda, Urga, de Michalkov. Tiene de interés el choque, aún visible, entre la ocupación soviética y la Mongolia que nunca se convirtió ni sometió. La cara que pone el nómada mongol al ver al ruso, de absoluta perplejidad, es más fiel a lo que en realidad es Mongolia, que el mundo asordinado que se suele ver en las películas o documentales sobre aquel país. Quizá sólo la nostalgia sea la mirada "autorizada" sobre esta tierra extrema. Quién sabe. A mí me gusta pensar que una mirada nueva es posible. Y por eso me fui para allá.
A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]