martes, 26 de febrero de 2008

Lectura de poemas y presentación de mi segundo libro






En una secuencia de la película Thelma y Louise, una le dice a la otra, "Arranca". Están en el coche que las ha llevado por esos paisajes tan desérticos y, a la vez, tan entrañables. Detrás, la policía del estado; delante, un precipicio.
Pues bien, en Madrid, muy cerca del precipicio oficial de la ciudad, el Viaducto de la calle Bailén, hay un espacio mágico para las lecturas de poesía, eso que tanto se parece al vértigo. Se llama Arranca Thelma y todos los meses, entre otras muchas actividades, organiza lecturas de poemas. Este mes me han invitado a mí, y aprovecharemos para, entre otros, leer poemas de mi segundo libro, Darwin en la Galápagos, recién publicado.
Allí, con la pasma pisándonos los talones y el aliento gélido de la mediocridad política en la nuca, ensayaremos una nueva parábola sobre el vacío. Estáis todos invitados.
¡Arranca, Thelma, digo Louise, es igual, seas quien seas, tú arranca!

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Una semana después, celebro la lectura, en la que estuve nervioso pero contento, esperando que los que fueron lo pasaran bien.
La foto de arriba es de esa noche. Vino tanta gente que los del Arranca tuvieron que habilitar una cabina de lectura en la calle Bailén. La peña que hacía cola en los garitos se acabó apuntando y terminamos todos cantando por Manzanita-Lorca, Verde que te quiero verde..., con caballos y pájaros. ¡Quién dijo que eran malos tiempos para la lírica!

domingo, 24 de febrero de 2008

Back to Babel?

Leo un artículo muy bueno de Mark Abley sobre la desaparición de la última hablante eyak, una lengua de Alaska. La mujer, que posa en la foto con su cara surcada por el tiempo, orgullosa y bella como el continente americano, se llamaba Marie Smith Jones y me recuerda a las dos últimas yagán de Puerto Williams. También ellas, como Marie, tienen nombres y apellidos muy poco indios. Jones, es típicamente galés, y Calderón, señaladamente castellano. Patricio, mi guía por los Dientes de Navarino, sí tenía un apellido indio, pero no era yagán de pura cepa. La pureza es lo de menos. Lo de más es ese idioma, depositario del conocimiento de todo un pueblo, perdido para siempre en las brumas del Estrecho de Bering. Como muy bien documenta Mark Abley, hay formas de hablar, formas de decir el mundo, de acercarse respetuosamente a él para conocerlo, que ya no existen. Y con ellas ha dejado de existir también un poco el mundo. Es muy fácil trasladar a la desaparición de pueblos y lenguas la plantilla de la evolución animal. Decir que sobreviven los más aptos. Parece ser que hay quien celebra esto con el peregrino argumento de que los idiomas supervivientes serán así más fuertes. Pero no se trata de sobrevivir, sino de vivir, y en la vida lingüística mucho tienen que ver unas lenguas en el aniquilamiento de otras. Perdón: las lenguas son inocuas, son los hablantes, sus formas de vida, de colonización. Sus formas de muerte, se podría decir mirando el mapa extinto de los pueblos aborígenes. La supervivencia lingüística de un pueblo, su misma vida, depende de que tenga confianza en sí mismo, luche por no ser absorbido en otra lengua mayor (Perdón de nuevo: con mayor número de hablantes), extraiga una suerte de orgullo del hecho de hablar el idioma y lo devuelva a su propia lengua para que crezca enhiesta desde dentro. Los casos que cita Mark Abley son pocos, y dos de ellos nos tocan de cerca: hebreo, vasco, catalán, galés, maorí. Este mecanismo de seguridad, el único garante de pervivencia, es mal comprendido por los hablantes de otras lenguas, confundido incluso con lo más cerril del nacionalismo. Son las fricciones típicas, no de la lengua, sino de la identidad, el que suelan ir de la mano o incluso se fundan en una. A Marie Smith Jones la castigaban si hablaba eyak en la escuela. El efecto de esta prohibición no se deja notar tanto en el hablante reprimido como en su descendencia: Marie se mostró reacia a condenar a sus hijos a un calvario parecido y no les enseñó a hablar eyak. Pensaba que les evitaba así un mal mayor. En España, la prohibición de hablar las lenguas peninsulares distintas al castellano durante la dictadura es uno de los argumentos más esgrimidos para explicar la diferenciación lingüística de Galicia, el País Vasco o Cataluña. La dictadura era acérrima defensora de esa oscura evolución lingüística, quizá por el viejo argumento de que la naturaleza es, supuestamente, de derechas. Quizá porque leyeron mal a Walter Benjamin, la víctima 1.000.001 de esa misma dictadura, cuando hablaba de la traducción como un trabajo restaurador de la lengua primigenia, la lengua previa a Babel. Afortunadamente no hay mal que cien años dure, y hoy convivimos con mínima fricción unos y otros hablantes. Afortunadamente, porque muchos vivimos de la mediación lingüística, y gracias a gente como Marie Smith Jones y Mark Abley, hablantes y lingüistas, se han registrado bastantes documentos de la lengua eyak. Otros tuvieron menos suerte. De entre ellos, del glosario que acompaña este artículo, me quedo con la fórmula del hurón para decir “le saludaron con respeto”: tehonannonronkwanniontak. La única forma de mirar el mundo.

miércoles, 20 de febrero de 2008

Las manchas del jaguar

Leo un artículo sobre los jaguares que cruzan la frontera de EEUU, como cualquiero otro espalda mojada. Parece ser que el calentamiento global (igual que la globalización, una excusa para todo) les hace cambiar de hábitat, y algunos individuos se aventuran en las planicies desérticas de Nuevo México y otros estados sureños. Claro, los gatitos se darán de bruces con el muro que está levantando Doble Uve. Si los emigrantes mexicanos no pasarán, los jaguares tampoco. Y es que ya lo cantaba Pink Floyd: los muros no son buenos. Sea en Berlín, en Palestina o en la frontera mexicana, un muro siempre es un muro. Son los ecologistas estadounidenses los que se quejan esta vez, lamentándose de la oportunidad perdida que podría suponer criar jaguares en cautividad en territorio de la Unión. El último jaguar fue abatido por aquellos lares en los años sesenta (igual que el takhi, que se extinguió en libertad en Mongolia en esa década tan pop: mientras los humanos se soltaban los pelos, las especies empezaban a decir adiós en masa). La naturaleza no sabe de fronteras. Tendría gracia que una especie en peligro de extinción paralizara las obras de un muro previsto para controlar otra especie en peligro de expansión, pero cosas veredes, querido Sancho. O querido Pancho, por llevar las cosas, esas cosas tan raras de ver, a nuestro querido México. No hay estadísticas sobre el número de familias de mamíferos, reptiles y aves que los distintos muros y fronteras culturales han separado de manera irreversible. Aquella mamá rata que se alejó dos calles en Berlín, lo que era simple y abiertamente Berlín, y ya no pudo regresar con las mondas de patata para sus retoños, los cuales eran de la noche a la mañana habitantes involuntarios de Berlín... ¡Este!. Los jaguares (y si hay especies intocables, más que las ratas, esas son los grandes felinos) vienen a constatar lo que ya sabíamos: un muro es algo antinatural que no soluciona los problemas, sólo los desvía y empeora. Que se lo pregunten si no a las autoridades de las Islas Canarias, saturadas de pateras tras la construcción del muro en la frontera con Marruecos. Recoger jaguares descarriados para formar cabañas que garanticen la supervivencia de la especie tendría algo de cultural, de gestual, casi, como un pespunte impuesto sobre el perfil de la naturaleza. Pero eso no es nada comparado con el horror del muro, toda una cicatriz.

martes, 19 de febrero de 2008

Ulises, un héroe posmoderno

Se publica un estudio sobre las interpretaciones del mito de Ulises a lo largo de la historia: Las criptas de la crítica, de Núria Perpinyà. El propio libro, tal y como se presenta, parece una exégesis más, la última: la posmoderna. El énfasis en lo poliédrico de todas estas miradas sobre un personaje especialmente esquivo, el resumen final de que no hay una única verdad, ese todo vale posmoderno, lo confirma. Así que la próxima evaluación de Odisea tendrá que recoger esta penúltima interpretación y su voluntad de atender a todas las anteriores sin jerarquizar ninguna. Veo, sin embargo, que se contradice este espíritu de debilidad posmoderna, de historia tras la historia, al atribuir Odisea al mismo autor que Ilíada, un autor fuerte, por otra parte, con nombre propio y leyenda. Sin embargo, desde mi experiencia como simple lector de los poemas homéricos, bien lejos del especialista, no me parece que sean obra de la misma pluma, o de la misma voz (lúcidas las declaraciones de la autora al reivindicar el verso en toda lectura de Homero, del mismo modo que nadie leería las letras de los Beatles sin escuchar la música). En realidad, yo diría que son fruto de tiempos distintos: el épico y fundacional, Ilíada; una época de ocio y decadencia, Odisea. Sólo así se puede entender un personaje tan ocioso como Ulises, ausente en gran parte de la narración, de picos pardos por ahí (primer turista sexual, tal y como reza la noticia) mientras el relato empieza sin él, sigue sin él, lo evoca in absentia. Absentee hero, este Odiseo vuelve para vengarse y sólo entonces reedita el espíritu sangriento del cerco a Troya. Pero ya lo hace con saña, con gratuidad casi, desde un tiempo y una heroicidad ya trágicamente modernos.

lunes, 18 de febrero de 2008

El arca de no ser

El País dedicaba hace poco su artículo central a los vínculos, cada vez más manifiestos, entre medioambientalismo y religión. Los ismos, con su mirada entre reivindicativa y nostálgica, originarios siempre en la ciudad y su conciencia culpable (empecé este blog hablando del libro de Azúa sobre las urbes y Caín), vendrían a sintonizar con esa mirada atrás, al origen, que es toda religión, de religare, algo así como volverse a conectar. Tanto unos como otros, ecologistas y feligreses, buscan un más allá de la realidad que le dé sentido. Los primeros luchan por un más acá extinto o en vías de extinción cuya rareza emana precisamente de su desvanecimiento. Son gente con causa. Los religiosos van en pos de un más allá conjugable con el aquí y ahora. Lo suyo es una misión. Ambos a su modo desvirtúan la realidad al buscar trascenderla. Y Al Gore, que se ha movido entre unos y otros con una cintura increíble para su torso orondo, va e invoca a Noé. Su película y su actitud, pasada la responsabilidad del cargo, vienen a ser entonces un arca salvadora: cuantas más especies quepan, mejor. Pero las especies están constantemente desapareciendo y surgiendo. Darwin lo vio claramente mucho antes de dar con su teoría: igual que el individuo tiene los días contados (en eso se basa su singularidad y el milagro de su existencia), también la especie nace con fecha de caducidad. El problema es que hasta el capitán del barco es sensible a esta máxima, y la humanidad puede muy bien un día dejar paso a otra especie más humana. Yo sólo creo en un dios, la realidad. La realidad ha dado de sí, sigue dando de sí hasta formar todo lo que se menea, si se me permite el vulgarismo. Y lo que alguna vez se movió, animado de vida o no. La vida es otro camino, uno más, recorrido por ese ensayo de posibilidades que es lo real. “El ADN no piensa ni se preocupa, tan sólo existe”, así definía Richard Dawkins, un neodarwinista recalcitrantemente antirreligioso, el egoísmo de los genes, su mirada siempre hacia delante sin parar en culpas o remilgos. Pero entre la asepsia del científico y el sentimentalismo del religioso, algo se cuela y exige realidad y respeto, lo cual es un poco lo mismo. El nuevo Noé no ha fletado su barca con este espíritu, sino a toro pasado, interesadamente. Será el primero en ahogarse. Afortunadamente, la vida seguirá, copulará la paloma con el olivo, la realidad seguirá ensayando posibilidades dentro del espacio y del tiempo, dejando fuera todo lo que no se atenga a su sagrada ley.

domingo, 17 de febrero de 2008

¿Thomas? ¿Qué Thomas? Sobre Kjell Askildsen

Mateo de Paz sigue alimentando el mayor de mis vicios: la lectura. Me invita a su casa a comer y vuelvo con varios libros. Leo el primero y ya está montada. La lectura, digo; y la escritura que es toda pregunta por la lectura, ese más allá del texto. También caen en ese exceso casi todas las reseñas que la editorial Lengua de trapo ha colgado en su página web bajo el nombre de Kjell Askildsen, que así se llama el autor del libro. Todos subrayan su maestría técnica, su precisión, brevedad, economía. Buscan un referente y caen en nuevas exageraciones: el Carver europeo. Como en el caso de Murakami, parece que todo lo que no sea buey tenga que ser vaca. Lo que no es Cortázar será Carver, parecen decir una y otra vez los blurbs de todo el mundo. Pero hay muchos otros mundos narrativos. Entre otras cosas, hay toros, el opuesto entero de la vaca. Y echo de menos también, en esa mirada ulterior de críticos y escritores, la cuestión antropológica. Ahí es donde Askildsen es Askildsen, donde cada autor que se precie es él mismo. Y donde más tiene que decirle al lector, por encima de evaluaciones técnicas. El cuento tuvo su función antropológica, un aviso para navegantes, fueran niños que tenían que acostumbrarse a distinguir el grano de la paja en el ser humano, o mayores que olvidaban con demasiada frecuencia la línea sutil que separaba ambos. Luego todo se torció, y la narrativa breve se contagió de la novela, especializada genéticamente en hacer olvidar ese contorno. Quedan, sin embargo, perlas aquí y allá, autores y cuentos. Es fácil dejarse llevar por los fuegos de artificio, por el arte del escritor. Como en el caso de la poesía, muchos de quienes catalogan lo que se publica en cuento son a su vez cuentistas, fascinados por ese plus del texto. Pero a mí el relato cuando más me llega es cuando el valor técnico ocupa un segundo lugar con respecto al cociente antropológico. Por eso, en estos cuentos de Últimas notas de Thomas F. para la humanidad, el primer libro de Askildsen que he leído (no el último, eso también lo puedo asegurar), me quedo con el titulado “La señora M.”; o con la pieza final de la serie que da título al conjunto, “Thomas”, y con el cuento final, “Un repentino pensamiento liberador”. En esos encuentros entre el anciano y la mujer, entre el anciano y el niño, entre el anciano y el anciano, me parece que el cuento recupera ese valor de paso del testigo que ha tenido siempre. El viejo le da al niño su búho de madera, una estatuilla que es más vieja que él mismo y simboliza la sabiduría. Y el cuentista le da al lector el objeto abreviado y compacto que es el cuento, un conocimiento que va más allá de él y al que la técnica debe servir sólo como partera. El conocimiento íntimo de la especie.

viernes, 15 de febrero de 2008

El eterno femenino y la morfología trascendental

María, amiga amada mía, me manda por mail un link con esta composición del artista Philip Scott Johnson (Eggman913): http://www.artgallery.lu/digitalart/women_in_art.html. No sé por qué me lleva a la idea de la polivalencia de la forma en el reino natural, eso de lo que he escrito ya varias veces, la morfología trascendental, un concepto que le servía a Goethe, tras él a Emerson, incluso al primer Darwin, para explicar la uniformidad proteica de lo real, si se me permite el oxímoron. Si una misma línea formada por segmentos da forma al trilobites, a la espina dorsal de un ser humano, al esqueleto de un áspid, o al tronco del bambú, ¿no parece esa mujer vertida en varios moldes una muestra máxima de la feminidad trascendental? Lo abstracto y articulado de la composición queda muy bien acompañado con esa suite de Bach, un naturalista, un matemático de la música, si se me permite ahora el pleonasmo. Ahora bien, esa única mujer que es todas las mujeres, ¿no constituye un imposible, una idealización que como todo lo sublimado, se escapa entre los dedos? Como en la zarabanda, que al fin y al cabo es una pieza de danza, en este baile de lo eterno femenino hay algo de inasible, de imposible y, claro, también como en la música, de melancólico. La naturaleza va dejando fenotipos tras su constante ensayo de la forma, especies que se sobreviven, se anulan, se explican unas a otras. Y estas mujeres ensartadas en la duración imposible de una única mujer son tantos momentos robados al paso del tiempo. El megaterio se extinguió, pero dejó su huella suficiente en la Patagonia. Y esa mujer con armiño en los brazos hace ya tiempo que alimenta el polvo en lo más denso del polvo, pero queda su particular propuesta de eternidad en un retrato. ¡Ah, si pudiéramos tan sólo a una de ellas poseerla! Nosotros, los que no vemos a la otra mujer, la de carne y hueso, real como ella misma, que pasa a nuestro lado o nos envía composiciones artísticas por mail, la de verdad, la que nos toca en este instante eterno que es nuestra vida, irrepetible y necesaria en el decurso de la realidad hacia otras vidas, la sola eternidad! Nosotros, los poetas, los artistas, los enfermos de melancolía y brumas maternales, cuarentones, solterones, mozos viejos.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Peixoto

Acabo de terminar de leer Cementerio de pianos, de José Luis Peixoto, escritor portugués que me recomendó Mateo de Paz. Todos los elogios que el editor cita en el blurb alaban su uso del lenguaje, subrayando las calidades poéticas, algo que los editores siempre subrayan en sus novelistas, aunque luego los críticos lo marquen muchas veces precisamente como un demérito. Sin embargo, de lo que es quizá lo más ambicioso del libro, su estructura poliédrica, no hay mucho destacado en ese rosario de citas de la contraportada. ¿Porque no le acaba de salir bien? Es posible. Queda claro que el registro poético de gran parte de la novela oculta o amortigua un tanto la narración. Pero a cualquiera que la lea le llama la atención poderosamente el juego de voces, tiempos y espacios, los ángulos de la mirada con los que Peixoto juega en su relato. De hecho, lo uno no sería posible sin lo otro, es decir, el zigzagueo narrativo permite las reiteraciones, algo que se suele atribuir al discurso poético (en ocasiones, por ejemplo, su uso de los tiempos verbales recuerda el tono palinódico de Gamoneda); y a su vez la repetición casi como un estribillo de las voces hace que el enfoque desde distintos puntos de vista no resulte ni machacón ni innecesario . Sin embargo, hay algo en ese clic final que busca Peixoto, la coincidencia de los planos sucesivos en un fundido último, que no acaba de hacer realmente clic en la sensibilidad del lector. Sí lo hace, no obstante, y muy posiblemente sea esa la voluntad del autor, en su capacidad de enjuiciamiento moral. La demora, el rodeo, la reiteración de lances desde varias ópticas, todo se parece bastante a un sumario, o a un careo entre las distintas partes implicadas, maltratado y maltratador, víctima y verdugo, que fuerza al lector a tomar una posición, o a matizar la que había tomado inicialmente. El ejercicio de posmodernidad ha sido superado con creces, pues, y sale Peixoto airoso de su particular lance. Personalmente, eso sí, me quedo con la primera parte, el relato mondo, si se me permite decirlo así, en primera persona, de alguien que se va y cuenta cómo fue todo antes de que él viniera, después de que se ha ido. También hay ahí un cociente moral de importancia, y una narración sobrecogedora, diestra y llena de frescura, fuerza y necesidad. La desconstrucción no siempre garantiza que el edificio derruido sea más digno que el que estaba en pie. Y he de admitir que tras esa primera parte en la que apenas cerré el libro y los ojos, llevado casi en volandas por esa voz que nace como muy adentro, leí el resto del libro como una caída y un excesivo merodeo. Será que soy poco posmoderno. Me descubro, eso sí, ante el talento de Peixoto.

viernes, 8 de febrero de 2008

Se publica Darwin en las Galápagos, mi segundo libro de poemas

Fue el último poema que escribí. En el periódico vi la reproducción de un grabado de época: un hombre con botas, sombrero de explorador y rifle al hombro, camina con ademán marcial por un paraje semidesértico. Está ladeado porque mira fijamente a un animal casi tan grande como él. Es una tortuga elefante de las Galápagos, y le devuelve la mirada con una mezcla, sólo posible en el reino animal, de curiosidad e indiferencia. Escribí el poema sobre ese encuentro que pudo haber cambiado la historia de la ciencia, y lo dejé a un lado, como si fuera a ser parte de un libro futuro. O el último recuerdo de un libro pasado. Mientras, como ajeno a esa mirada fortuita de hombre y bestia, mi segundo libro de poemas seguía debatiéndose entre el magma y la fijación. Luego me fui a Mongolia, y allí el mundo natural se imprimió en mí con una intensidad que nunca hubiera imaginado. Y si yo ya no era el mismo, tampoco podía serlo el libro: volví y le di la vuelta como un guante. En el proceso se cayeron casi veinte poemas, los más maleables, que eran también los más retorizados. De ellos, quedaron sólo como ecos aquí y allá, y lo que estaba al final pasó al principio, lo que era el principio fue el final. In my end is my beginning, tal y como T. S. Eliot lo quiso poner. Y en esa reordenación, el yo dejó paso a los animales, aunque nunca fueron en este libro uno sin los otros. Y “Darwin en las Galápagos” dejó de ser un poema al margen y pasó a dar título a todo un libro, a que todo un libro girase sobre él, con esos ejes escorados hacia el final que tienen los libros de poemas y de cuentos. Un libro que ya es una pequeña gran realidad. Lo ha publicado DVD, y por ello, a mis amigos Sergio Gaspar y Eduardo Moga, les estaré siempre agradecido.

DARWIN EN LAS GALÁPAGOS

Mira de paso a la tortuga, Charles, y di que no, que es imposible hallar algo más parecido a un elefante en una isla. Testudo elephantopus, ese es el nombre, la variación en el espacio de lo mínimo, un atributo de color, de ser, más denso en las costuras de la especie. Sin la tortuga, Charles, ¿existes tú y lo elefantino de tu rifle, eres acaso el hombre y no un capricho de la vida? Todo triunfo es de la forma, Charles. Mira despacio al cuerpo que no duda: en la seguridad del paso avanza algo más alto que la ciencia, un estupor que el animal traduce en cuello erguido y añoranza del marfil. Y posibilidad de trompa.




viernes, 1 de febrero de 2008

Un galgo

Son dos fotografías. Y en una hay un galgo. Se parece al que sale en la portada de Disgrace, la novela de Coetzee. Quizás a Vladímir Sorokin, el escritor ruso fotografiado junto al galgo, le guste Coetzee. Es un hombre de cincuenta y tantos que aparenta menos años. Un escritor ruso en pantalón corto y camiseta con un galgo en el sofá. Pero no un galgo ruso. Toda una declaración de intenciones. En la otra fotografía, un grupo de jóvenes en camiseta y vaqueros, desenfadadamente uniformados, forma corro alrededor de un hombre maduro que viste, con idéntico estudio en su desenfado, de negro. Estos chicos también son rusos, pero a diferencia del escritor, aparentan mucha más edad que la que tienen. Escuchan divertidos las bromas del presidente de la nación: otro Vladímir, Putin, en cuyo ademán leemos un desenfado igualmente protocolario, fotografiable. Los chicos pertenecen a un grupo defensor de las esencias rusas. Se llaman a sí mismos Nashi, y han protagonizado actos de quema de libros del escritor que tiene un galgo en el sofá. Parece ser que sus novelas no son muy ortodoxas con el ideal de la patria. Merece la pena leer la entrevista de Rodrigo Fernández a Sorokin. El escritor analiza la realidad de su país con frialdad y esa socarronería rusa fruto de la resignación. Sacar los pies del tiesto en Rusia es peligroso. Sorokin cree que el asalto a los escritores no respetuosos con el régimen no se ha producido aún. Los cachorros pueden quemar todos los libros que quieran, azuzados por el poder político, pero éste sólo ha mordido por ahora a los periodistas. Y a los espías, que son como corresponsales ágrafos. ¿Quién será el primer novelista mordido por el poder?, parece preguntarse Sorokin. Mientras, su galgo le mira con ojos beatíficos. El hombre de negro rodeado de veinteañeros, por su parte, tiene una expresión canina en su cara. Como los perros, no se sabe muy bien si sonríe o no cuando abre la boca. Si es que le hace gracia algo o es que enseña los dientes.

El hombre que fue a la montaña

Hace algunos años, en mis clases de inglés de ciclo superior, mantuvimos un debate sobre el proyecto de Eduardo Chillida de vaciar la montaña de Tindaya, en la isla de Fuerteventura. Los métodos de idiomas suelen tocar siempre los mismos temas para la práctica y evaluación oral: que si el medio ambiente, que si las relaciones laborales, que si la comida, que si tus instituciones políticas o las mías. Dicho así, parece que banalizo la cuestión. Es simplemente que los alumnos, tras años de suplicio, acaban cogiéndole ojeriza al rosario de tópicos. Como son adultos, los pobres no suelen protestar, pero el hartazgo se aprecia a poco que uno aborde la cuestión fuera de las aulas. Ni que decir tiene los profesores. Pero claro, a nosotros nos pagan. Bueno, el caso es que aquel año, la inclusión de una unidad didáctica completamente dedicada al arte supuso una bocanada de aire fresco para todos en medio de este panorama. Y yo llevé a clase el asunto candente de la montaña como instalación artística, idea de Chillida, un proyecto que entonces se debatía acaloradamente en Canarias y en el mundillo del arte. Había sufrido varias congelaciones, hablo del proyecto, no del mundillo, y parece ser que acabó archivado. Los alumnos tenían una breve introducción de antecedentes, fotografías, reproducciones, descripción y motivación estética del proyecto, puntos favorables y en contra, y expresaban su opinión al respecto. Para mi sorpresa, personas que yo hubiera pensado aborrecerían ese vaciado de todo un monte se manifestaban a favor. Y viceversa. Recuerdo todo esto porque ayer leí que el proyecto se va a materializar, precisamente ahora que el autor está muerto. En aquellos debates yo reservaba mi opinión, que era favorable. Eran mis tiempos de esencialismo estético, la debilidad por Chillida, Tàpies, mi persistente admiración por Valente. Hoy sin embargo creo que el proyecto no debería realizarse. Sí, es hermoso operar así sobre la naturaleza creando un lugar, un vacío (esa obsesión de todos estos creadores), que se pueda visitar, como espacio de interacción con el paisaje. Pero es precisamente esa intervención, una palabra muy usada hoy día en el mundo del arte, lo que me espanta. Los ecologistas se oponen por las explosiones que habría que hacer y el destrozo que llevaría consigo en el paraje de Tindaya. Y pese a que los ecologistas tienen también sus esencialismos, en este caso estoy con ellos: guárdese el hombre de injerir de forma excesiva sobre la naturaleza. Y guárdese el proyecto, pero no en un cajón, sino en alguna sala de exposiciones, con maqueta, planos, dibujos, textos, recreaciones virtuales, todo eso. Guárdese como la obra que se quiso hacer, se pudo hacer, pero no se hizo, se dejó ahí: en ese espacio prístino previo a la materialización, como un pensamiento. Un homenaje al hombre que pensó la montaña. Un tributo a la montaña que fue respetada por el hombre.
A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]