miércoles, 30 de enero de 2008

En la muerte de Sir Edmund Hillary

Según leo ahora, el 11 de enero murió Edmund Hillary, el montañero neozelandés que fue el primer hombre en hollar, se dice así, ¿no?, la cima del Everest. Le acompañaba Tenzing Norgay, un sherpa cuyo nombre también se recuerda entre los connoisseurs. Pero el que ha pasado a la posteridad es, claro, el hombre blanco. Anglosajón por más señas. Por alguna parte tengo escrito que su comentario al bajar al campamento base, “Well, we knocked the bastard off”, “Le tumbamos al muy cabrón”, o incluso, “Le dimos para el pelo al muy cabrón”, es buena muestra de ese afán occidental por conquistar los espacios naturales, como si la montaña se hubiera subido a sí misma a un pedestal y pidiera a gritos que de allí la bajasen. O que la sodomizasen por su arrogancia. Por supuesto, el Everest siguió siendo el Everest como si tal cosa después de aquel 29 de mayo de 1953, fecha de su coronación. Es más, ya era el Everest mucho antes de que otro anglosajón así lo bautizara en 1865. Antes incluso de que alguien lo llamara simplemente el Pico XV. Y lo seguirá siendo cuando el último hombre blanco y el último serpa expiren sobre la tierra. Quizá sea ése el pedestal de la montaña que tanto irrita, o excita, según se mire, al ser humano: su indiferencia. Pero las cosas han sido muy diferentes en el monte Everest después de aquella escalada. Y hay que darle crédito a Hillary por saber reconocerlo: “Los que conocíamos a los sherpas a menudo pensábamos que serían mucho más felices y que sus vidas serían mucho más sencillas si el mundo de fuera les dejara en paz. Pero desgraciadamente no había la más mínima posibilidad de que así fuera. El Khumbu [uno de los glaciares que flanquean el Everest] ha sido el destinatario de muchos de los ‘dones’ de nuestra civilización: se están talando bosques, la basura se amontona en torno a los campamentos y los niños han aprendido a pedir limosna […]. A veces me corroe la sensación de culpa”. Crédito también por su trabajo con las comunidades nepalíes. Pero parece que toda relación de Occidente con otras zonas del planeta venga presidida por esa sensación de culpa, de restitución. Como cuando Hillary construyó una escuela para los sherpas en los años sesenta: “Parecía la mejor forma de devolverles la ayuda que me habían prestado”. También construyó hospitales y su altruismo, quiere uno pensar, le ayudó a subir el primero tanto como sus dotes físicas. Posa en la fotografía del obituario con la arrogancia que supone llevar las orejas descubiertas, para escarnio de sabañones, y con su perfil prognato de hombre de Yorkshire incólume, el tupé revuelto. Había sido apicultor en su juventud. Fue buena gente.

lunes, 28 de enero de 2008

En lo salvaje

Acabo de ver Hacia rutas salvajes, Into the Wild, una película dirigida por Sean Penn y basada en la novela de Jon Krakauer. Es una historia real. Y lo digo en toda la extensión de la palabra: respira autenticidad. Hasta la muerte del protagonista, Christopher McCandless, rebautizado Alexander Supertramp, no puede ser más real cuando confunde una variedad comestible de planta con otra venenosa que acaba con su vida. En esos azares se gana o se pierde la existencia. Al principio no son muy convincentes los gestos para la galería. Me refiero por ejemplo a lo innecesario de quemar el dinero (con no utilizarlo hubiera valido), a esa especie de gratuidad con la que el estudiante modelo rompe todo vestigio de su identidad pasada y empieza a caminar campo a través como un vagabundo. Pero muy pronto descubrimos que no es una huida gratuita, que Alex no va de estado a estado buscando un encuentro estelar con la naturaleza, un anhelo del riesgo por el riesgo, ni siquiera algo jovial o instructivo. No le mueve ese prurito tan anglosajón de conquistar el planeta y escribir absurdos récords en un libro. Como mucho lo que le conmueve es el paisaje, eso que siempre está en otra parte según Emerson, huyendo de los que vamos a su encuentro. Y la otra huída, la del que lo contempla en esta película deliciosamente demorada (un crítico de cine diría “poética”) también es real. Porque su herida es verdadera y lo que Alex deja atrás es, no sólo una sociedad enferma, sino una familia que ni le comprende ni le ayuda a ser él mismo. Antes de ir a ver la película pensé que me encontraría con un rostro acerado y unos ojos de color azul platino escrutando un horizonte de montañas. Me venía a la cabeza la cara de psicópata de aquel montañero que se cortó el brazo con una navaja tras permanecer dos días atrapado en una pared rocosa de Utah. Y hay que reconocer que la fotografía en blanco y negro del colofón, la del verdadero McCandless, es espeluznante: parece un Shackleton o un Edmund Hillary que desafía el hielo de Alaska por puro olimpismo. Sin embargo, el actor que le da vida en la película de Sean Penn, Emile Hirsch, que quizá sólo fortuitamente se parece a Jack London, aporta mucha más humanidad al personaje. Sí, Alex es real porque su herida es real, le vemos el agujerito del alma. Esa forma dentada de su figura hace que casi todos los personajes con los que se encuentra busquen anclar su propia carencia ahí: la pareja de viejos hippies, la mujer sobre todo, ve en él a su hijo errante; la adolescente sobrehormonada le quiere para su lecho; un vejete entrañable y con el corazón destrozado le propone literalmente la adopción. Pero Alex es un misfit, es decir, no encaja y sigue adelante en dirección a su Norte particular, un más difícil todavía que en el mapa estadounidense no puede ser otro que Alaska. Ni siquiera el oso del final se le puede comer dado el estado ponzoñoso en el que se encuentra. No, su reino no parece de este mundo. Como en el juego del Tetris, los hilos invisibles del destino intentan acoplar a Alex aquí y allá. Les parece que encajaría perfectamente en la vida del cerealista mafioso, o como carabina de esa pareja de daneses locos. Y Alex sigue rebotando, ciego ante la morfología huérfana que todo el mundo ve en él, implacable ante tantas tentativas de hacerle encajar, cada uno en la suya propia. Al final, Sean Penn hace como que él también le ha buscado un sitio. Un Alex ya delirante se imagina el encuentro con sus padres. Corre hacia ellos en una escenografía de ensueño, se funde en su abrazo y le vemos la cara entre la lana y el algodón que visten respectivamente la madre y el padre, todo de un tejido muy americano. Pero no, Sean Penn no es buen jugador de Tetris. Afortunadamente. Y el protagonista, mullido entre sus progenitores en la niebla del sueño, abre todo lo que puede los ojos en la realidad de su lecho de muerte y se da cuenta de que allí, de vuelta en casa, sobre todo allí, no encajaría jamás: sus padres no podrían nunca ver el cielo como él lo está viendo. El viaje, la entrada dentro de uno mismo en ese momento final de la existencia es, gracias al giro de muñeca de Sean Penn, una restitución. Pero no a la familia, sino a la Naturaleza. Un auténtico triunfo.

viernes, 18 de enero de 2008

Neruda, Darwin y los taxistas


Antes de la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales.


Así comienza el primer poema, “Amor América”, de Canto general, el gran libro de Pablo Neruda, una obra continental para un poeta igual de grande. Pienso en estos versos mientras vuelo de Santiago de Chile a Punta Arenas, en el segundo tramo de mi viaje a Puerto Williams. Veo el continente americano adelgazándose allá abajo, conforme volamos hacia el sur, escarpado en cimas nevadas hacia el Este, más y más lamido por un océano Pacífico cada vez más presente a nuestra derecha, dando forma a ensenadas y fiordos. Una vez en tierra, Punta Arenas, como muchas de estas ciudades australes, parece un milagro entre la inmisericordia plúmbea del cielo y un mar no menos gris. Quizá por eso el verde estalla en un fragor de limonero. Pastan los llamacos, cruce de llama y de guanaco, a ambos lados de la carretera. También hay thermidor, el clásico bovino americano con la cara blanca y el resto del cuerpo negro o marrón. Y caballos cenicientos con la crin encrespada como los montes. Punta Arenas estaba vacía el día de Navidad, sólo vagaban los perros por la plaza, al acecho de moteros y ciclistas. Afortunadamente, un grill piadoso nos ofrece un poco de calor, cerveza y buena carne, a mí y a Rafael, un brasileño de origen japonés que me recuerda a mis amigos mongoles, y que es mi compañero de viaje por unas horas. Esta mañana, el taxista me sonríe mientras suena Serrat en la radio del coche. Mira a su derecha cuando le señalo una lengua de tierra paralela al Estrecho de Magallanes. Eso es Tierra del Fuego, me dice, como quien se sabe unos kilómetros más al norte del espectro austral, a salvo de ese plomo en el aire que parece hundirse, ya a la altura de Puerto Williams, en una “tierra montañosa, parcialmente sumergida en el mar, hasta tal punto que los profundos fiordos y bahías ocupan el lugar que suelen ocupar los valles”. Así, con estas palabras, lo describió Darwin. Una tierra que el naturalista más famoso de todos los tiempos, en realidad geólogo de profesión y vocación en ese segundo viaje del Beagle, leyó con ojos de vulcanólogo hasta encontrar “signos de una violencia universal” en su orogenia. ¿Tan mal pinta la cosa?

25 de diciembre

Darwin y el monstruo del Lago Ness
















La Isla de Navarino, o bien, Isla Navarino, como dicen aquí, fue bautizada con ese nombre por FitzRoy, el capitán del Beagle, haciendo honor a la batalla homónima que ingleses, rusos y franceses ganaron a los turcos frente a las costas griegas en 1827. Con su forma de criatura pesada y grande, el mapa de la isla parece un elefante marino: el lomo sería la parte norte, en la ribera del canal Beagle. En esta vía de agua natural angosta y profunda, Darwin creyó ver un espacio claustrofóbico, muy parecido al lago Ness, según sus propias palabras. ¿Se olvidó Darwin del monstruo, o era el monstruo este pedazo de tierra extendido de Este a Oeste, como una enorme morsa rematada en sus fauces por esa isla Button que parece un colmillo? Aquí se encuentra, enclavado en la mitad aproximada de la costa norte, Puerto Williams, antigua base naval, hoy merecedora del honor de ser la ciudad más austral del mundo. En realidad es sólo un pueblecito luchando por estar a la altura de las circunstancias que nos empujan, a los que creemos aún en el misterio de los paralelos, a buscarnos en su naturaleza antípoda. Puerto Williams de levanta con sus cuatro casas de listones de madera, calles sin asfaltar, club de yates flotante y poblado yagán, con esa dignidad del marino varado en tierra firme. Otra caprichosa forma, esta vez tridimensional, se eleva como un cristal de roca gigante al sur de Puerto Williams: son los Dientes de Navarino, un poco el equivalente en miniatura de Torres del Payne, y un mucho el motivo de mi venida aquí. Aunque todo empezó en realidad con Darwin, con un poema que escribí hace ya más de dos años (el último, pues no me ha vuelto a visitar la musa) sobre su encuentro con una tortuga gigante, una mirada de hombre a bestia y viceversa en ese instante intemporal de la revelación. Luego el poema hizo que todo el segundo libro pivotase sobre su eje, le cambió la estructura y el título, y me dejó prendido de la aventura viajera de este joven que da la vuelta al mundo recogiendo fósiles y luego tarda décadas en dar la vuelta al conocimiento científico con la interpretación de sus hallazgos. Sí, todo empezó con Darwin, por eso mañana salgo en un barco de época a hacer parte de la ruta que él hizo a bordo del Beagle por estos mares. Servidumbres del turista, que tiene que reproducir, al no poder lanzar sobre estas montañas una mirada inaugural, la forma aproximada del velero para hacerse dueño de su naturaleza.

26 de diciembre

Hacia Wulaia: Mejillones, colibríes, cerdos y gatos








Wulaia es un lugar mágico en el canal de Murray, una vía de agua encajonada aun más que el Beagle y que se desgaja de éste hacia el suroeste como una lengua de plomo lisa y estirada en un día tranquilo como el de hoy. El trayecto por carretera hasta Puerto Navarino, en el extremo noroccidental de la isla homónima, permite ver el trazado del canal Beagle, sinuoso en sus orillas frente a las escarpadas montañas. Más o menos enfrente de Puerto Navarino, en un juego de espejos que Argentina y Chile llevan escenificando varias décadas por estas aguas, se encuentra la ciudad argentina de Ushuaia. En Puerto Navarino nos espera el velero Victory, un schooner que nos llevará demorada y mansamente hasta el lugar en el que Darwin tuviera uno de sus encuentros con los yagán: Wulaia. Antes, en el recorrido en auto por la costa, previamente a embarcar, se pasa por Puerto Mejillones, otro enclave importante para la comunidad india. En 1953, cuando el gobierno decidió construir, por razones estratégicas, como todo aquí, la base naval de Puerto Williams, los indios que vivían esparcidos por estas calas y ensenadas fueron trasladados al nuevo enclave, que está aproximadamente veinte kilómetros más al Este. Dejaron en Puerto Mejillones un cementerio en cuyas lápidas, de madera tosca, se leen nombres españoles con apellidos yagán. Los indios enterraban a sus muertos y borraban todo resto o señal sobre la tumba con el objeto de hacer olvidar el enterramiento. Era ésta una forma digna y respetuosa de fusión con la naturaleza, sin aspirar al más mínimo epitafio (¿qué mejor epitafio que ser restituido al perfil total de la materia?). Los misioneros anglicanos consiguieron convertir a los yaganes al cristianismo y Puerto Mejillones se pobló de cruces blancas de madera y combinaciones caprichosas de nombres y apellidos. La furgoneta que nos lleva avanza por un camino sin asfaltar, bordeando ensenadas y bosques. Sólo se ven dos haciendas. A veces el suelo se enfanga, la turba suelta su petróleo en el agua y los árboles mueren de pie, como guerreros indios, desprovistos de ramas y hojas, comidos por el amor terrible de los líquenes. Desde Puerto Navarino, un grupito de edificaciones rústicas de madera ocupado por los oficiales de la marina chilena, zarpamos en el Victory y el contorno de las montañas se impone sobre el agua negra igual que se le impuso a un impresionable Darwin hace ahora casi doscientos años. El efecto de la nieve en los montes, formando ventisqueros entre tierra pelada, compacta y opaca bajo las nubes, recuerda el color del lomo y el hocico de las orcas, y estas montañas parecen enormes ballenas asesinas elevándose desde el fiordo con la picuda boca abierta. Las bandadas de cormoranes, que vuelan a ras del agua con un frenesí de ánade, contribuyen con su plumaje a esta fotografía en blanco y negro. Wulaia aparece en un recodo del Murray. No es más que una cala de rocas en la que sorprenden casi doscientos metros de tierra llana antes del ímpetu ascendente de los montes, algo inusitado en estas latitudes en las que las montañas parecen brotar casi como un iceberg del agua. Por ello los indios frecuentaban este lugar y llegaron a formar lo que casi se podría llamar un poblado, bien lejos de la idea de salvajes desperdigados por las islas que uno se hace cuando lee a Darwin. Aquí se encuentra también una edificación de principios del siglo veinte, con posterioridad convertida en base de comunicaciones cuando el gobierno chileno decidió poblar (es un decir) estas tierras. Hoy lo ha adquirido una compañía privada de Punta Arenas que quiere convertirlo en hotel-museo e incluirlo en una de las paradas para el crucero que recorre toda esta zona hasta el Cabo de Hornos. La reconstrucción se hace con respeto y ya se están habilitando senderos y un pequeño muelle. Subimos por uno de los caminos, con empalizadas frescas y doseles de tablones en los tramos más enfangados. Descubrimos el pan indio, un hongo que crece en el tronco de los árboles tras irritar su corteza con una reacción química y crear el nudo característico: Cyttaria darwinii, que así se llama la criatura, en honor de su insigne descubridor, es rica en vitamina C, blanda e insípida. Podría ser el maná bíblico, un alimento que los dioses de estas tierras, rigurosas pero no inhóspitas, ponen a la altura exacta de la boca como alimento para su grey. Otra referencia al libro de los libros podría verse en el notro, un árbol que los ingleses redujeron injustamente a la categoría de arbusto bautizándolo con el sobrenombre de firebush, por las flores rojas, sin duda queriendo ver la zarza ardiendo de Moisés entre este verde casi fosforescente de la lenga. Pero la zarza ardiente alimenta de algo más que de fulgor espontáneo a los seres de esta tierra. El colibrí, cuando viene en su migración desde el norte, se nutre de su rico azúcar al hallar, recién llegado, la planta en su primera floración. Así se recupera del viaje. Y tras permanecer aquí una estación, antes de emprender nuevo vuelo a latitudes más septentrionales, el notro florece de nuevo para que el minipájaro se alimente bien antes de partir. Más viajes simbióticos de animales constituyen las especies no autóctonas que se han instalado aquí por intervención humana. El castor, importado por los argentinos desde Canadá para su explotación en granjas de la piel, cruzó en un descuido el Beagle y se instaló en los ríos de Isla Navarino. Aquí construye presas como sus parientes del norte. Por puro instinto, pues no hay en estos pagos ninguno de los depredadores que motivan tan elaborado método de defensa Y los baguales, animales domésticos que se han echado literalmente al monte y merodean por los bosques en estado salvaje: corderos, caballos, cerdos. Estos últimos son los más peligrosos. Mucho más grandes que los jabalíes, han desarrollado colmillos enormes en menos de un siglo de asilvestramiento. La información genética está en la especie, y dependerá del entorno que la use o no. Así, un poco como hacia atrás, se puede entender también la famosa teoría de Darwin. Uno de estos verracos casi le siega la aorta a Pato, mi guía yagán de los próximos días en el trekking de los Dientes de Navarino. Ocurrió en el mismo Wulaia, y quizá fue la magia del lugar lo que le hizo aguantar varios días con la pierna herida sin desangrarse hasta que un barco pasó por los alrededores. No hay cerdos bagual en los Dientes, me dice, como para tranquilizarme, cuando ve que abro mucho los ojos. Lo que sí hay en Puerto Williams son gatos, y tienen un punto ceniciento. También los blancos, y hasta los barcenos. A todos se les pega un poco en los ojos ese plomo azulado de las montañas, ese azul petróleo del agua, y miran como desde el otro lado de algún espejo. Que a uno le miren estos animales enigmáticos es aun más, en estas latitudes mercuriales del tiempo y el espacio, un raro privilegio.

27 de diciembre

Un caballo llamado Buzo, FitzRoy y su decálogo de bautizos







La Laguna del Salto es un depósito glacial a los pies de la cara norte de los Dientes de Navarino, separada de ellos por varias estribaciones picudas, puntas gigantes que se erizan como el cuarzo. Bajo la mole imponente de estos picos el agua cae en cascadas, forma lagunas y torrenteras. Pasan nubes cargadas de aguanieve al otro lado del Beagle. El viento cambia constantemente y hace bailar el fuego que Pato ha encendido. Como el viento, la meteorología, y se pueden dar las cuatro estaciones en una sola jornada, o eso les gusta decir a los fueguinos. Salimos esta mañana temprano. Se sube de Puerto Williams por un bosque tupido de lenga y cohiué. Poco a poco se va ganando altura y damos con un mirador desde el que tenemos una vista privilegiada al norte, a espaldas de P. Williams, y a vista de pájaro sobre el Beagle. El privilegio de esa mirada me lo concede también Pato cuando me cuenta cosas de por estos andurriales: la despreocupación general de las autoridades, civiles y militares, por sacar a la ciudad de este letargo patagónico en el que se encuentra, con escasez de productos en las tiendas y suciedad en las calles. Pato ha representado al pueblo yagán en variaos congresos internacionales y conoce bien sus problemas. Yo creo que sería un buen alcalde, capaz de unir en un único munícipe la preocupación por unos y otros. Tal como están las cosas, cada dos años los marinos son trasladados, y la comunidad sufre la inevitable falta de compromiso que lleva acarreada esa transitoriedad. Damos vista a los Dientes y la Laguna Corazón bajo el cerro Róbalo, que es también el nombre de un pez y quizá por eso se llamó así a este monte, otro hocico veteado de blanco, alejado del circo de los Dientes de Navarino, menos escarpado que ellos, pero no menos imponente. Pato me cuenta cosas de su vida: que su padre murió al quemarse la casa en la que dormía, que sus mismos hijos ya han salido del pueblo. Me impresiona la historia de Buzo, un caballo al que perdió cuando lo castraron. Al parecer, Buzo seducía y montaba a las yeguas delante de la municipalidad y eso está penado aquí. Pato pensó que pagando al castrador se ahorraba las multas, pero Buzo, así llamado porque de potrillo nadó entre una isla y otra, murió tras la operación. Muchos caballos son también baguales, como los corderos que Pato tenía que venir a buscar, me cuenta, a estas lagunas de pequeño. Es sorprendente la facilidad con la que esta tierra reclama para sí a todo tipo de animales domésticos Algo habrá de feraz aquí que no supo ver Darwin. Arrecia el vendaval junto a nuestras precarias tiendas y pido a las montañas que algo del mundo bagual me dé fuerza esta noche cuando sople el baile intermitente de los cuatro vientos. Finalmente, un comentario de Pato sobre los nombres de estos parajes me lleva a las instrucciones que recibe el capitán FitzRoy del Almirantazgo inglés en la segunda expedición del Beagle: ordenan expresamente que sus hombres se abstengan de bautizar lugares recién descubiertos con nombres de novias, amigos, etc., todo un decálogo de decoro para el descubridor y el cartógrafo. Unas instrucciones parecidas tenía que haber recibido el guía suizo que puso su nombre y su apellido a partes de estas montañas, pasando por alto, uno, que antes de que él las bautizara ya existían, y dos, que les convenía más un nombre yagán en todo caso.

28 de diciembre

El Kilimanjaro, los castores y el amor de la Tierra






















En efecto, bailó el viento y bailó el agua. Esta mañana hemos amanecido con las tiendas mojadas. Afortunadamente, el saco me ha respetado. Tras una hora secándolo todo al fuego, emprendemos camino al paso Australia, el risco que separa la cara norte de los Dientes de las lagunas espectaculares que se suceden de Este a Oeste. Nos han precedido tres escandinavos, impertérritos en la lluvia, muy madrugadores. Nos siguen dos chilenos, el práctico del puerto de Williams y su hijo. La subida es empinada. La lluvia ha clareado muchos ventisqueros pero sigue viéndose el contraste de roca y nieve, mucho más atrayente que las fotos del trekking que yo había visto en Internet, por lo general entre rocas peladas. La primera laguna que encontramos está parcialmente helada, las grietas en la superficie parecen un mapa lunar, o la visión microscópica de algún organismo microcelular. Damos vistas al sureste y aparece el cerro Betinelli, otro accidente geográfico bautizado de forma caprichosa. Me encanta este monte y le voy viendo surgir conforme giramos hacia el Oeste. La cara sur de los Dientes, su verdadera cara, pues aquí brotan casi de la misma orilla, está toda rodeada de lagunas. El Betinelli es en realidad tres cerros: la primera mole se asemeja a la giba de un animal mastodóntico; encadenada a éste, un cono volcánico se recorta nítido contra el cielo; y tras él, dando vistas ya al lago Windhond y las Islas Woolaston al fondo, en el sur, el cerro culmina en una escarpadura secuenciada que se vierte con gran verticalidad sobre el bosque que rodea toda la montaña igual que lenguas verdes. Es por este efecto, la base alfombrada y la joroba monda, por lo que el Betinelli me recuerda un poco al Kilimimanjaro. El siguiente paso, ya dando vistas al Oeste, es el del Ventarrón. El paisaje es espectacular: más picos y lagunas con las montañas Codrington de fondo semejando una cordillera alpina. Aquí bajamos por una pendiente de piedra de arrastre y llegamos a la Laguna Hermosa, donde ya han acampado los suecos, y debemos de haber pillado a los castores in fragranti, pues en el bosque hay troncos cortados con las marcas características de los incisivos y huele mucho a aserrín. Hemos visto un par de ellos cruzando la laguna, levantando el culo en pompa justo antes de desaparecer bajo las aguas y adentrarse por alguno de los túneles en la colina de ramas y tierra. Según Pato, no estaban en esta laguna hace menos de un año, lo que quiere decir que siguen colonizando zonas. Los guardas forestales llevan un control de la población de castores y a veces rompen alguna de las presas. Ésta es la hora en la que empiezan a trabajar, las siete de la tarde, turno nocturno para el roedor leñador y arquitecto. Mientras garabateo esto, caen goterones sobre el cuaderno y vuelvo a cruzar los dedos para que no llueva, para que no lo haga al menos tanto como anoche. Ni rastro de los chilenos, de los que no hemos sabido en horas.
Llovió de forma discontinua hasta que me quedé dormido. Los castores regresaron al tajo y se les oyó rasgar cortezas. Luego vinieron ráfagas más frías de viento y el silencio de la noche austral por fin. Hoy amanece un día espléndido, abro la cremallera de la tienda y al canto persistente y melódico de una especie de ruiseñor de estas tierras se le pone como fondo una mañana de postal, con cielos resplandecientes. Laguna Hermosa está increíblemente plácida y azul, y las lengas hacen de persiana veneciana frente a unos montes que siguen aquí, inmutables. Pocas veces he visto tan hermosa la mañana. Aquí, entre una naturaleza que se da con una insistencia parecida al amor, la tierra reclama a las bestias que antes le pertenecieron al hombre, los baguales. La tierra reclama también a las plantas que en ella crecieron y yacen inertes en el suelo. ¿Inertes? Ayer, mientras buscaba leña, me adelantaba a recoger los troncos secos que había por el suelo. Sin embargo, al tirar de ellos veía que al menos una parte estaba semihundida en la hierba húmeda, y costaba arrancarlos. La tierra va reclamando lo que le pertenece, rodea al árbol caído de un amor que le hace suyo. También el agua ama así a la misma tierra, la empapa sin medida. Y el viento ama a todo el conjunto cuando pasa entre los árboles, reafirmando el vínculo sagrado de todo lo que aquí crece, vertical, horizontal, se expande, mana o corre.

29 de diciembre

Un gran susto, holandeses y guanacos










Partimos de Laguna Hermosa en un penúltimo trayecto que resultará duro y azaroso. Se suceden los picos y lagunas hasta que damos con los tres suecos, que resultan ser holandeses, en un escarpado bosque de lengas. Arriba, el páramo se sucede en falsas cumbres, muy del uso del Sistema Central, donde uno tarda por ejemplo en avistar la Granja, en la vertiente norte de la Sierra, al subir a Peñalara, de nava en risco. Asomamos por fin a una corona que da vistas a la Laguna de los Guanacos y al Beagle más al fondo. Comemos y cuando estamos terminando nos pasan los holandeses. Llega el tramo más peligroso del sendero, la bajada a la Laguna de los Guanacos, espectacular, de un azul atlántico, rodeada de un circo de moles mochas, lejos del afilado pico de los Dientes. Lo más fácil es dejarse deslizar por el pedregal hincando los tacones, y luego hacer lo mismo sobre la nieve. Los holandeses usan sus mochilas de trineo y se divierten. Llevo todo el día con la rodilla maltrecha desde que empezó a dolerme ayer y veo las estrellas en cada apoyo de la pierna izquierda. ¿El dolor me lleva a la reflexión o es para distraerme? Siento de pronto cómo hay una densidad que se pega al músculo cuando ya nada casi distrae la mirada de un paisaje como éste, un sucederse los pasos, los metros, los kilómetros, que retumba en la cánula de cada pierna y se aloja en la mitad del hueso. Eso permite conocer este paisaje y cualquier otro. Todo el que hace los senderos así, abandonándose al errar del rumbo en la zancada, acaba sintiendo, conociendo íntimamente el paisaje. Es un saber, como digo siempre, que se vuelve un sabor, la densa decantación de estas montañas en cada una de sus rocas. Y quizá haya sido esa densidad lo que me ha salvado de un susto mayor, bastante más que una rodilla dolorida. Al cruzar uno de los muchos ventisqueros que se forman sobre el sendero en las laderas, ya pasado el drenaje de la Laguna de los Guanacos, hemos visto que la nieve estaba helada y hemos dado un rodeo. Yo, que iba el primero, no he retrocedido lo suficiente y me he pegado demasiado a la mancha blanca para sortearla. Me he visto de pronto en mitad de un prado casi vertical de hierba tupida y acerada que también se había helado. Pato me ha recomendado retroceder sobre mis pasos, mejor que intentar subir así, en plan Spiderman más que a gatas, y en ese trance, el pasto no me ha sujetado, ni la roca en la que había hecho pie ha servido de tope, y he caído resbalando durante tres o cuatro metros. He cogido una velocidad tremenda, nunca hubiera imaginado que un cuerpo se puede desplazar tan rápido en tan poco espacio. El desnivel llevaba al torrente de desagüe de la laguna otros tantos metros más abajo, cubierto por un toldo de nieve en voladizo sobre las aguas, frías y tumultuosas. Cuando ya lo tenía todo perdido y me veía entre la roca y la nieve con algo roto a causa la velocidad de la caída, he sentido una franja de tierra debajo y he hecho presión con manos y rodillas, por puro instinto. Me huelo ahora las palmas de las manos y siento el olor a fango, levemente excrementicio. Doy gracias, mientras escribo esto, a la diosa Gea, densa y multiplicada, que hoy sacó de mí el Anteo en vez del Ícaro.

30 de diciembre

Caballos, perejil y cilantro






La noche ha sido más tranquila. Más fría también, acampados entre los dos brazos de un arroyo que baja desde el drenaje de la Laguna de los Guanacos. Y entre una vuelta y otra dentro de la tienda (esta noche he dejado la mochila fuera para ganar espacio) le he podido robar minutos de sueño a mi rodilla dolorida. Esta mañana hemos emprendido rumbo en nuestra última jornada dejando atrás más lagunas, entre pampas de turbas. Nos hemos adentrado en un bosque de cohiué donde proliferan las frutillas (matas de fresas salvajes que darán fruto en un par de meses) y el perejil salvaje, al que los indios dan un uso parecido al nuestro. Un pájaro carpintero, de un rojo centelleante en la cabeza, pone el ritmo sincopado a esta visión del Beagle entre los troncos. Seguimos bajando y hay árboles arrancados de raíz por el viento, con el cepellón al aire. Pato me recuerda la conveniencia de acampar siempre entre árboles jóvenes. Damos ya vista completa al Beagle y comienza una bajada por pampas encharcadas y pequeños grupos de lengas. De pronto, Pato se detiene y mira a un lado. Veo que se quita la mochila y se asoma desde un pequeño alto de césped. ¿Te puedes esperar un momento?, me pregunta. Claro, le digo. Ha visto un grupo de caballos y uno en concreto llama su atención. Me cuenta que es un bagual al que alguien capturó hace un par de años y no pudo retenerlo, por lo que el caballo lleva todo ese tiempo vagando por el monte con la cabezada puesta. Se le ha enredado en la crin, le tapa el ojo izquierdo y ha penetrado en la piel del cuello formando lo que tiene que ser una dolorosa herida. Nos acercamos y le saco fotografías. Nada más pasar el año nuevo, me dice, vendré y le quitaré la cabezada. Pato ama a los caballos. Se ve por cómo se acerca a ellos. A un lado hay uno tordo más joven. Mira, me dice, así era mi Buzo. De paso que vengo por el de la cabezada, vuelve a decir como quien piensa en alto, te me llevo, apuntando con un dedo al que quiere para sí. Sí, pero no lo castres, eh, le digo entre risas. No, se ríe él a su vez, es una yegua. Llegamos por fin al borde mismo del mar, Bahía Virginia, y nos tumbamos satisfechos en un montículo sembrado de margaritas. Se acercan por la carretera dos hombres a caballo, padre e hijo, de su etnia, y les cuenta el caso del bagual. Luego vienen por el otro lados dos indios más en una furgoneta pickup. Van rumbo a Puerto Williams. Pato los para y me sonríe tras hablar unos instantes con ellos: Nos llevan. Han comprado cilantro fresco en alguna de las haciendas que hay hasta Puerto Navarino y suena música festiva dentro del auto. Pato les cuenta también a ellos el caso del caballo con la cabeza magullada. Piden ver las fotos que he hecho. Me siento casi importante al ser el depositario de las pruebas de la cicatriz. Deben de tener algún tipo de responsabilidad sobre el entorno natural de Puerto Williams. ¿Son los que controlan la población de castores? Lo digo por el escudo que he visto de refilón en el lateral de la furgoneta y por cómo miran las fotos y les habla Pato. Mi guía se ha transformado. Se le ve mucho más dicharachero y sonriente, como quien ha cumplido (sin contratiempos) su trabajo. Nos llevan al hostal y me despido de este yagán en zapatillas que me ha enseñado (en el buen sentido de la palabra) los Dientes.

31de diciembre

Robinsones, castores y elefantes














Tras una buena ducha y una buena comida, con la pierna en alto y calentito, pasé la tarde de ayer, último día del año, leyendo Robinson Crusoe. Mi libro de viaje esta vez cuenta la historia de otro barbudo varado en tierras lejanas, en su caso con menos compañía humana que yo. Porque anoche, para una deliciosa cena de Nochevieja, estaban Julio y Gaby, el matrimonio que lleva la agencia-hostal Akainij, sus dos hijas, Nicole y Katrin, y Benito, un muchacho francés que se está buscando a sí mismo por estas latitudes. Aquí, donde Cristo perdió el mechero, como decían mis amigos en Madrid cuando les expliqué dónde me venía a pasar las Navidades. Y donde, quién sabe, quizá lo encontró. Por fin, una Nochevieja sin las malditas uvas (el año pasado en el Tassili, Rosa, una de las compañeras de viaje, se las llevó enlatadas desde Tarragona). Aquí se brinda con champán y hay fuegos artificiales. Nada más. Y nada menos. Nos besamos y abrazamos y nos deseamos lo mejor para este 2008 que ahora empieza. Luego vienen unos vecinos con sus tres hijas y las pequeñas se divierten al ver al castor de Gaby, Bebe, que gime como un auténtico bebé, y exige su porción de sueño y tranquilidad. Nos quedamos al final Benito y yo y hablamos de viajes, de Occidente, de paternalismo occidental, según yo le digo. Con alguna copa de más, quizá un poco más austral en este nuevo año, menos occidental quizá, me voy a la cama disipado y contento.
Hoy paso el día en el hostal. Sigo leyendo Robinson Crusoe. He llegado al punto en el que rescata a Viernes y todavía recuerdo la sensación, al verlo en una película cuando era aún un niño, que transmitía el descubrimiento de la huella en la arena. Este episodio tiene lugar bien antes del rescate del joven Viernes, pero estaban fundidos en uno en mi memoria. Con estos detalles de acción y reiterado desasosiego, la narración se sale de un cómputo tedioso que amenaza ser demasiado mercantilista: día tal, hace un tiempo cual, yo hago tal cosa, acumulo esta otra… Por lo general, lo que narra esta novela es el descubrimiento de una forma de medrar tecnológicamente que invita a esa lectura mercantilista fuera de la isla. Veo la tele, saturada en los canales principales por reality shows tan alejados de la realidad como en España. Y por fin el tono dominical de este primero de año se eleva un poco cuando Benito me trae dos libros que, según él, le han impresionado. Uno es la travesía de Shackleton, el marino británico que permaneció dos años perdido entre hielos al sur de estas costas, y que consiguió sobrevivir y ser rescatado, él y su tripulación, por balleneros chilenos. Benito habla maravillas de esta gesta. Yo lo siento mucho, pero no me dicen nada estas heroicidades olímpicas, un tanto gratuitas y generalmente a manos de anglosajones, que son un intento absurdo por balizar con sus colores nacionales el mundo que ya se nos dio marcado por un contorno suficiente. El otro libro me interesa más. Es una traducción al inglés de El elefante ha desaparecido, de Haruki Murakami. Leo el cuento que da título al conjunto, ubicado al final del libro, y descubro un mundo similar al de Carver, sólo que más matizado en sus perfiles, quizá por la sutilidad oriental. Hay mucho en este relato de “Catedral”, el cuento de Carver sobre una experiencia sensorial cifrada en algo ingente. Murakami toma como correlato, no un edificio, sino un elefante que desaparece de repente. Al ciego de Carver se le aparece una catedral tras fumarse un porro, y al publicista de Murakami se le ha extraviado un paquidermo. Pero el resultado final en ambos cuentos, esas manos vacías de los protagonistas, es parecido. En el caso de Murakami el narrador es muy consciente de que al contarle a la chica que acaba de conocer una historia ya completa se está cargando toda posibilidad de trabar relación con ella; toda posibilidad de anclaje al dejar fuera lo que no sea la comunicación de esa experiencia cerrada en sí misma. Como esa voluntad anglosajona por cartografiar, empaquetar y poner en el mercado la totalidad del planeta. Lo que equivale, está demostrándose, a destruirlo.

1 de enero

Murakami y las avionetas












En todos los cuentos de Murakami que estoy leyendo se dan dos planos de narración. Uno es más inmediato, en él vive el narrador, que casi siempre es varón y casi nunca verdadero protagonista. En este plano se come, se bebe café, se escucha a Shostakovich o a Robert Plant, la gente va y viene de trabajar. Y desde aquí se tiene acceso, generalmente a través de otro personaje o evento externo, a un segundo plano de narración, la almendra del cuento por así decir. Generalmente, también el plano más objetivo acaba contagiando su asepsia al corazón del relato, y los finales tienen esa no-consecución tan carveriana. Algún amigo que trabaja en talleres literarios me contó que a los alumnos se les suele desaconsejar el modelo de Carver, de quien se habría abusado mucho en este tipo de contextos. También parece que hay recelos con respecto a la emulación excesiva de Cortázar. Son un poco los dos extremos. A mí me parece que lo bueno, sin embargo, no debería pasar de moda nunca. Me despierto con esta reflexión literaria en un día en el que la pereza objetiva del que se encuentra bajo techo, bien comido y resguardado junto a la estufa, con la oportunidad de dedicarme al vicio de la lectura y el mando de la tele a mi merced, mira fuera y se pregunta si se dejará llevar a la almendra del viaje, el paisaje más allá de la ventana, o si seguirá objetivamente vagueando en un tiempo narratológico dilatado, dominical y perezoso. También se pregunta cuál es la verdadera almendra del viaje: si este suelo enmoquetado, el crepitar de los leños y la televisión dando los últimos detalles de la erupción volcánica cerca de Temuco (¿son verdaderamente todos los fuegos el fuego?), o ese cielo salpicado de nubes en el que el rugido del viento y el motor como de otra época de las avionetas ponen una banda sonora de película de aventuras de los años cincuenta.

2 de enero

Destellos, militares y verracos







Tras un par de días sin salir del hostal, dejando que Gaby y Julio, los dueños, me cuidaran, viendo películas y leyendo (los efectos especiales del tiro en la cabeza parece que son lo último en Hollywood, siempre tan verista; y la pasividad masculina parece ser una obsesión de Murakami, a quien el narrador le sirve de habitáuclo de la narración, su recinto) me aventuro a salir hoy jueves. Mi destino es Punta Eugenia, el extremo Este de la carretera sin asfaltar, también sin grandes cuestas ni fangales, que recorre de una punta a otra el flanco norte de la Isla. Punta Eugenia sería, en el figurado cuerpo de león marino con el que antes comparé el mapa de Isla Navarino, el purito coxis del animal, la punta más al Levante. Allí termina la carretera, y a Puerto Toro, ya en el flanco Este de la isla, se va en barco. Hay dos o tres factorías pequeñas de pescado nada más salir de Puerto Williams, cuando el camino se eleva para ganar el perfil recortado de esta parte de la costa. Una de ellas es española y quizá esté abandonada por el escaso movimiento que se ve dentro del perímetro vallado con alambre. Un campo de fútbol y una zona de columpios, oxidado el hierro de las porterías, habla de nuevos abandonos en estos mares australes. Me paro en la Caleta Pantalón, una lengua de tierra que se vuelve sobre sí misma y crea una ensenada recoleta con forma de garabato. Aquí como un bocado y veo pescar a un cormorán. Saca un pez de tamaño medio que le da a su pico el aspecto de la misma Caleta, y vuela raudo con ese colgajo proteínico, a ras del agua igual que un pato. Hay parejas de gansos sacando adelante a sus polluelos. La carretera se adentra a partir de aquí en los bosques de cohiué y pierdo la referencia del mar. Tras una curva de vegetación tupida me topo casi de bruces con un grupo de caballos. Le ponen al entorno boscoso un fondo casi espectral pese a ser del color de la tierra. Justo lo opuesto a aquel poema de Neruda en el que ve salir de entre la niebla los caballos del circo de Berlín una mañana, y agradece esa presencia tan física en el Norte espectral. Los baguales corren delante de mí unos metros y desaparecen en la espesura dejando su olor a cuero y excremento, algo fresco y denso en el aire. Ahora la carretera vuelve al mar. Miro hacia el Oeste y la vista me deslumbra. Intento captarlo con la cámara pero no llega. Y el ojo, su pasión intacta, se pasa, desborda la mirada: el Beagle parece cerrarse contra las montañas de la parte argentina haciendo burla a las absurdas fronteras que le pone el hombre a la naturaleza. La nieve llega en estas moles distantes casi hasta el mar, y las nubes forman un velo tupido en el cruce con la piedra. Más cerca de donde me encuentro hay claros por los que se cuela el sol, sacándoles una blancura a los picos que jamás había visto tan intensa. Parece que el color blanco naciera allí, que el viento naciera allí, que el canal naciera allí; que el clima mismo tuviera su origen en esa fusión diamantina de cielo, tierra y mar, un fuego blanco incandescente.
Resulta que Punta Eugenia está en una base militar y me encuentro con un cartel de prohibido el paso. Siempre fui obediente y me doy la vuelta. Total, lo que quiera que sea Punta Eugenia debe de quedar al otro lado de ese cerro. En cuando la carretera se aleja otra vez de la costa y cede el viento me paro a comer debajo de un árbol.
Sigo luego adelante y sale el sol. Quizá por ese espectáculo a mi derecha, de la parte del mar, no veo que al otro lado de la carretera, en un recodo de prado mullido y cuajado de margaritas, pasta tranquilamente una piara de cerdos baguales. Me pongo, como ellos, de casi todos los colores al recordar el ataque a Pato en Wulaia. La que parece la madre es completamente negra. Los otros, más pequeños aunque ya casi adultos, son rosados con manchas negras, por lo que adivino el tono del padre. Pero no hay señales de él, afortunadamente, y sólo uno de los jóvenes levanta la cabeza del césped en el que hozan. Yo hago como que no he visto nada. Me escoro más aun a la derecha, calculo el árbol al que me puedo subir si sale a pedir explicaciones el gran verraco y hago mutis por el lado del agua.

3 de enero

El Once-eme y el Arco-iris







El hostal Akainij, arco-iris en lengua yagán, está situado en una de las últimas calles sin asfaltar al sur de Puerto Williams. Es una zona de casas bajas que recuerdan, por los listones de madera superpuestos en la fachada y tejados planos a dos aguas, la construcción rural norteamericana. Algunas tienen porches, y la cubierta exterior de tela asfáltica, pintada a veces de vistosos colores. El ripio de las calles, como aquí llaman a la gravilla, y cierto descuido en las aceras dan a este pueblo un aspecto parecido al de algunas zonas de Ulan Bator. Y tal y como era el caso para los ger allí, la aparente sencillez de afuera se vuelve digna y acogedora atmósfera una vez dentro. Ningún detalle le falta al hostal Akainij, con suelos de madera y moqueta, enormes estufas donde la leña del cohiué arde aromática, TV en cada habitación con baño y un comedor con amplias vistas a las montañas argentinas al otro lado del Beagle. Varios españoles han estado aquí antes. Dos parejas que siguieron mandando felicitaciones de Navidad, cuatro tarjetas cada año, hasta que en diciembre de 2004 sólo llegaron tres: una de las chicas había muerto en los atentados del 11-M. Y aquel holandés errante que estuvo un mes alojado aquí, coincidió con dos españolas, y ahora vive con una de ellas en España. Un flechazo, dice, pronunciando con suavidad las palatales, Gaby, la dueña, gerente, cocinera y mucho más del Akainij. Cosas del Arco-iris, colorido como estas casitas modestas y dignas que se arquean sobre la ladera y miran siempre al norte para no verle los Dientes a la isla. O para ver el mar. He aquí un grupo adelantado de chilenos con una misión: la de ocupar esta tierra extrema tan estratégica para que siempre ondee la bandera de tres colores y la estrella. Puerto Williams, un puerto con estrella por el que quizá el gobierno chileno podría hacer algo más.

4 de enero

La nieve, Cortázar y el albatros
















Hoy emprendo viaje de regreso, en una demorada vuelta atrás que me llevará a Punta Arenas y a Santiago de Chile, con un par de noches en cada una de estas ciudades. Amanece soleado y con viento aquí en Puerto Williams, el punto más al sur de mi viaje. Una capa muy fina de nieve que no estaba ayer cubre la parte superior de los montes, allí donde no llegan los árboles. Es ésta la joroba desnuda que les da el aspecto característico a las cimas más erosionadas (los Dientes imponen su picuda orografía sin dejar mayor respiro a la mirada). Como para rimar con estos ribetes de blancura en lo más alto, el Beagle está encrespado y las olas saltan en cabriolas de espuma sobre un fondo de azul atlántico o turquesa, como si la mayor viveza o no del color fuera cosa del viento y no de la profundidad y de la luz. El ferry de la compañía Broom es una sencilla plataforma con foso para vehículos y, bajo el puente de mando, ubicado en uno de los costados, un espacio para el pequeño restaurante, tres o cuatro camarotes y una cabina con asientos. Los escasos pasajeros subimos a cubierta emocionados para ver la maniobra de desamarre y también para ver por última vez este lugar austral hasta el extremo que sigue indiferente entre unas y otras crestas, las de los Dientes, las de las olas. Muy pronto, sin embargo, los asperges de agua fría y salada nos confinan al nido de los camarotes. Es una travesía larga entre glaciales y bosques y habrá tiempo para salir a estirar las piernas. Más tarde, el barco se adentra por donde se adentra el Beagle, obediente a su perfil recortado entre los montes, y el agua cambia de color con cada hora, del plomo al verde. Hay un viraje más o menos brusco al Norte y nos vemos encajonados entre las montañas. También aquí la nieve ha sorprendido a la parte más expuesta de las lomas. Más abajo, a ras del agua, los albatros trazan azarosas planeos junto al barco, como una gaviota muy grande. Con sus enormes alas abiertas, estos pájaros le plantan cara al viento, se dejan mecer por él más bien. La envergadura de las alas es tal, que el más pequeño movimiento tiene una gran belleza, ya se levante del agua con dos golpes titánicos, planee en escorzo, o caiga a plano en una repentina chimenea del aire. Quitarle majestuosidad a este vuelo sería algo impensable, como pedirle a una jirafa que no sea señorial y elegante cuando camina. Leí que son capaces de dar varias veces la vuelta al mundo en sus casi cincuenta años de vida. Claro que eso era antes de que la pesca de palangre los matara por decenas de miles cada año. Se hunde el ave tras el cebo flotante y acaba ahogándose. Una nueva forma de clavar estos maravillosos pájaros en el mástil, aquella ominosa imagen del poema de Coleridge, basada al parecer en el viaje de un marino inglés que anduvo por estas tierras. Al ver que no mejoraba el viento y que un albatros sobrevolaba insistentemente el barco, alguien lo abatió de un tiro, siendo el naufragio posterior atribuido a ese mal fario. Pero más que una señal de mal agüero, matar a uno de estos pájaros es un verdadero crimen. Mejor dejarles que escriban su destino como grandes augures aquí, muy cerca de nosotros.
Un glaciar es una pared de roca que tiene efectos de grotto y cuarzo en lugar de granito, con lapislázuli tras la primera capa blanquecina. Baja hasta el mar como con un hiato o pausa en su camino, igual que si todo un continente se parara, ay, al borde de un precipicio. Y con él, el tiempo. Pero Cortázar, cuando dio sus Instrucciones para llorar no podía conocer el vuelo del albatros. Estas aves, en las dos especies que vemos, el viajero o errante (¿más conexiones con la mitología marinera en el Holandés Errante?) y el gris, anulan la desolación. Si para llorar bastaba, como escribió Cortázar, pensar en esos fiordos del Estrecho de Magallanes en los que no entra nadie nunca, así, subrayando en cursiva el vacío, el vuelo del albatros dejaría helada la lágrima. El pulso poderoso de esas alas, da sentido a todo un fiordo, destino a todo un continente, órbita a todo un mundo. No, ni Cortázar ni Darwin supieron verlo bien, ver esa luz que cristaliza en una sola materia. Esa fusión de aire, tierra y hielo, que deja en los perfiles un temblor de génesis. Ni Cortázar ni Darwin. Uno buscaba el contorno de la ficción para hacer el mapa de la existencia; el otro veía la realidad con esa luz casi ficticia del septentrión. El bestiario y la teoría de la evolución de las especies. Un albatros en pleno vuelo puede hacer añicos ambas distorsiones.

5 de enero

Magallanes, Don Quijote y el Papa















No ha salido el sol en todo el día durante estos últimos tramos del Beagle. Sigue el albatros presidiendo la ceremonia de unión entre el mar y las montañas, siempre de parte del viento. Ahora abundan más los albatros grises, menos espectaculares en sus giros que los viajeros, pues no son tan grandes como estos. Lo blanco y lo negro, de nuevo el contraste. Vamos rotando de cubierta al camarote, huyendo de la lluvia y el frío, y en una de las salidas nos topamos con el Cabo Forward, que marca la entrada al Estrecho de Magallanes y el fin del continente, desmenuzado a partir de aquí hacia el sur en estrechos e islas. Dejamos atrás el Beagle justo en el momento en el que el ferry bordea las corrientes del Pacífico y vira hacia el Este con decisión para no dejar nunca de navegar entre montañas. Nos adentramos en la lengua inmensa de agua que es el Estrecho de Magallanes, mucho más ancha y plomiza que el cauce previo, cubierta en sus orillas por las nubes que azotan ahora el barco con gotas finas pero persistentes. Es fácil desde la cubierta de un trasbordador minimizar el riesgo de Magallanes, el marino portugués, al descubrir un paso tan ancho de un océano a otro. Pero había que venir hasta aquí y meterse dentro para hallarlo. Por supuesto, el descubrimiento del Beagle, varios siglos después, parece un trabajo de orfebrería navegante todavía mayor. En la base del cabo Forward hay un pequeño faro, clásico aviso para navegantes. Y en la cima una cruz, apenas visible en un día como hoy, parece ser que inaugurada por Juan Pablo II cuando vino a mediar en las disputas por esta tierra. La Iglesia siempre en medio, que diría un nuevo Don Quijote, como tope a la ambición de unos y otros, portugueses y españoles siglos atrás, chilenos y argentinos sólo hace unos años. Sí, el Magallanes es hoy una enorme extensión de agua calma y plúmbea. Sobre ella, cuando los pingüinos esconden la cabeza igual que diminutos delfines, queda la otra extensión, la de las alas del albatros gris, como una pavesa desgajada de ese gran mar, o Tierra, de fuego.

6 de enero

Brooklyn, la Reina Madre y Goethe




Punta Arenas es una ciudad de unos ciento cincuenta mil habitantes trazada con tiralíneas en manzanas amplias y calles anchas, desde el mar hasta un cerro que se levanta en ligera inclinación hacia el Oeste. Tiene, como otras ciudades hispanoamericanas, incluso diría como toda ciudad americana, algo de rectilíneo en su arquitectura, de amplio y aireado, pese al desvencijamiento propio de la América más al Sur. Sí, algo del Brooklyn cuadrangular hay en Punta Arenas. Muchas casas y negocios conocieron también aquí mejores tiempos. Esta tarde iré a Isla Magdalena y a Isla Marta, a ver pingüinos. Por la mañana he estado en la llamada zona franca, un área de galpones junto al mar, ya a las afueras de la ciudad. Allí se distribuyen el espacio expositor tiendas de electrodomésticos, concesionarios de coches, supermercados y alguna franquicia de ropa yanqui. Si todas las grandes superficies de por sí son deprimentes, cuando están desprovistas de su principal espécimen, el comprador compulsivo, o simplemente cuando apenas hay compradores y las tiendas están vacías o cerradas, la desazón es mayor. Y aumenta con el frenesí limpiacristales de las ociosas dependientas. No soy especialmente anticonsumista, pero me he escapado vivo, por así decir, con los bolsillos intactos, salvo por los trescientos cincuenta pesos de ida y vuelta del colectivo, esos taxis a medias tan útiles en estos lares. Me tomo ahora un chocolate caliente en la avenida principal de Punta Arenas y veo cómo la ciudad vacía su agitado pulso de peatones, coches y turistas al otro lado de estos grandes ventanales. Pasan magallánicos, caucásicos y nipones como heridos de repente por un rayo furtivo de sol, o buscando su furtivo reflejo en los cristales.
Antes de embarcar para visitar las islas, voy a comer a un restaurante que tiene cocina típica de Chiloé y que me ha recomendado la señora del hostal, la Reina Madre, como la llamaba Benito. El mercado chilote, que así se llama, no tiene desperdicio. Situado en una esquina más alejada de la calle principal que lo que hasta ahora conocía de Punta Arenas, es un local amplio y luminoso. No obstante, todo aquí parece en estado de cierta decadencia. No tengo mucho tiempo y me recomiendan una sopa de marisco: el paila, un caldo corto al que el perejil ayuda a fijar el sabor, el cilantro da profundidad, y los moluscos, mejillones y almejas chilenas, una consistencia proteínica que, sin duda, era la dieta básica de los indios. Lo acompañan una especie de panecillos de masa leve y sabor a pescado, sopa y pilla se llaman. De fondo suena Illapu, un grupo cuyo nombre pregunto a la camarera y anoto: mientras soplo sobre la cuchara, me llega el frenesí andino de sus flautas.
Isla Magdalena tiene forma de estrella, con sus tres o cuatro brazos extendidos sobre el Estrecho de Magallanes y en el centro un edificio para alojar el faro: la catedral del mar. Además aloja varias parejas de gaviotas y ciento cincuenta mil pingüinos. Es el pingüino magallánico algo más grande que el de Humboldt, pero chiquito al fin y al cabo. Hacen agujeros en la orografía de la isla y se escalonan sus moradas hasta el mar. Lo más gracioso es verlos nadar, cuando pierden toda su torpeza de palmípedos en tierra. Un pingüino, nadando, se parece a un delfín. La morfología trascendental, aquella polivalencia de la forma en la naturaleza (tanto da una espina dorsal que un tallo, por ejemplo, al ser ambos una simple línea formada por segmentos), ese concepto acuñado por Goethe, a mí me parece que está detrás del descubrimiento de la teoría de la evolución de las especies. Sí, ya antes de Darwin, abriéndole paso, en realidad, se percibe claramente que hay una misma voluntad formal en la realidad unifica a aves y mamíferos en el perfil aerodinámico de este único animal que nada veloz entre las olas.

7 de enero

Jon Bon Jovi, el suicidio de Allende, e Ingmar Bergman




Amanece un día racheado (como casi todos aquí) sobre Punta Arenas. Probé el pisco sour por primera vez anoche, y el sueño ha sido reparador y tranquilo. Pago la cuenta en el hostal Rubio, ubicado en un edificio que fuera Consulado Británico. Hay algunas estancias con solera victoriana, ciertamente. Llega el taxi para el aeropuerto. Lo conduce un hombre que tendrá aproximadamente mi edad, con el pelo largo un poco a la antigua usanza, igual que un heavy. Ya en camino, mi apreciación se confirma: el taxista me pregunta por el estado de la música en España y enseguida me cuenta que él tiene la voz de Jon Bon Jovi y que su grupo, los New Jersey, es todo un homenaje a la banda yanqui. Este territorio austral nunca dejará de sorprenderme: todavía quedan viejos rockeros bajo el subsuelo semihelado del Sur más sur. No conoce a Neil Young y se lo recomiendo, un rock contundente, sencillo, pegadizo. Veo que toma nota mentalmente del nombre y el apellido. Surge en el Estrecho, sobre la raya del horizonte, la silueta de Isla Magdalena, con sus pequeños acantilados en los flancos contra el plomo del mar y el otro plomo, veteado de sol, del cielo austral, que también es el cielo.
En Santiago, lo primero que sentí, antes incluso que la bofetada de calor, fue el olor a eucalipto. Luego ese aroma de madera seca y perfumada desapareció entre el polvo de las cunetas, las zonas residenciales, los malabaristas en los semáforos, los quincalleros con sus carros de caballos, y el sol sin misericordia. Chile es un único país de muchos climas.
Nada más llegar al centro, veo un cartel conmemorativo de Allende y me acuerdo de aquel libro que leí hace años: Political Suicide in Latin America, de James Dunkerley, en el que analiza las implicaciones de autoaniquilación en la conducta de varios dirigentes hispanoamericanos. Entre ellos Allende, muerto aún no está claro si de mano ajena o propia, en el Palacio de la Moneda aquel fatídico 11 de setiembre. La sangre caliente siempre ha fascinado y fascinará a los hispanistas. Como con urgencia en un restaurante al lado del Hotel España (me alojo aquí no por nostalgia ni nacionalismo, sino porque era el único que tenía habitación libre en el centro). Es una casa de comidas y el local, de nuevo, parece haber conocido mejores tiempos. Sin embargo, una vez más, es un lugar muy auténtico. Barra de madera, techos altísimos, botellas amarillentas en los estantes, ventilador, espejo. Suena “Hotel California”, y la camarera, por la edad, parece que estuvo en Woodstock. Y parece también que desde entonces no se ha quitado el rímel de los ojos, ni los rizos, ni las mallas.
Echan Fresas salvajes, de Ingmar Bergman, en Arte Tv, una cadena cultureta de Chile rescatada al aluvión de canales repletos de banalidades y telefilmes yanquis. Uno nunca sabe cuándo ni dónde va a ir llenando sus lagunas. Y las mías son muchas, tantas casi como el territorio de este país que está lleno de lagos. Hace calor y decido matar las horas de la siesta con la pantalla en blanco y negro. Los paisajes que se entreven en la película no difieren mucho del sur de Chile. Y es un gusto despertarse cada pocos minutos en una película de Bergman, luchar por no quedarse dormido, dormitar. Tierna historia ésta de un viejo doctor que sólo expía aquello que salva del recuerdo. Como en toda película escandinava que se precie, hay que airear los trapos sucios familiares. Pero esa parte me pilla dormido. Así que me queda el regusto de una tierna historia. Y dulces sueños.

8 de enero

Roberto Bolaño, Algón y las almejas
















A vueltas con el pisco. Esta vez de la mano de Pedro y Marta, una pareja española que vive aquí. Los conocí en el ferry de Williams a Punta Arenas, es gente muy auténtica con quienes he descubierto que tengo no poca sintonía. Pedro y Marta, Marta y Pedro, dos enamorados que disfrutan de Santiago, una ciudad para gozarla con los cinco sentidos. Algo probé antes de quedar con ellos: me di una vuelta por el centro y le tomé un poco el pulso a la ciudad. Crucé el Mapocho, ese río que parece asiático con su pequeño caudal de prisa y lodo, un regato bravo pese a ser tan chico. Un agua que corre como loca al mar y que le acabará robando algún día todo ese barro a las montañas pardas y polvorientas en torno a Santiago. Me tomé una cerveza en una terraza llena de gente quizá no muy recomendable pero, de nuevo, muy auténtica (las chicas llevan tatuajes en el hombro sin dejar espacios libres de tinta, como un horror vacui de vírgenes y cristos) y volví a cruzar el río; entré en una librería de viejo y no compré nada, en una tienda de discos y compré uno de Illapu, vi una torre minimal frente a la Biblioteca Nacional, en la Avenida O’Higgins, lo que aquí llaman la Alameda, muy parecida a la de Valencia, junto al Retiro en Madrid. Y vi con Pedro y Marta el sensual barrio de Bellavista. Luego nos sobrevino el pisco y hoy la resaca es continental. Bajaré a desayunar y me daré una vuelta por Internet. Me siento un poco como Vila-Matas en Doctor Pasavento (tiene pinta de que al doctor también le guste el pisco). Santiago de Chile, con su cielo azul, libre de smog en el verano, puede esperar. O como dijo el otro: siempre nos quedará Santiago.
En el desayuno leo el periódico La Tercera. Cuenta que Nicole Krauss, la escritora estadounidense, tiene entre manos una novela con protagonista chileno, un poeta desaparecido en los meses previos al golpe de Estado del 73. Krauss manifiesta vivamente su admiración por Roberto Bolaño, el novelista chileno, y recuerdo la apología que Vila-Matas siempre hace de Bolaño. Escritor de escritores, se podría decir. Aunque yo me pregunto, ¿no se corre el riesgo de dejar fuera de todo esto al mundo, es decir, al lector?
Por recomendación de Pedro voy a la calle Concha y Toro, en el barrio de Brasil. Son casitas de dos plantas en una de las pocas calles que no está tirada a escuadra y serpentea en torno a una linda placita de fuente y árboles. Cada casa fue diseñada por un arquitecto, con gusto y estilo. Parecen casi todas de los años veinte, y hay enrejados art decó maravillosos junto a frisos medievalizantes, todo con suma dignidad y respeto, lejos del gestualismo, ese purito sacar músculo, que invade la arquitectura contemporánea. Me encantaría vivir en una de estas casas, todo un primor. También me encanta el pelo de las chilenas. Y su piel. El futuro de la Humanidad está en la mezcla, y de ello dan buena fe estos rostros que me cruzo al volver al centro, con cepas araucanas bajo los rasgos europeos. El verano luce en escotes y minifaldas y es un regalo para los sentidos. Cruzo una plaza con iglesia en la que se celebra un sepelio. Algunos de mis compañeros de travesía fueron al cementerio de Punta Arenas, un lugar recomendable según las guías al uso. Yo la muerte prefiero verla de lejos por toda recomendación, y me cambio de acera. Entonces veo a un señor mayor en silla de ruedas. Lleva de la cadena a su perrito. Me fijo más en la pareja: el anciano va descubierto bajo el sol del mediodía, pero el perro lleva una visera a su medida del Colo-Colo, que es como el Real Madrid de Chile, el equipo de fútbol nacional, por así decir. Le pido permiso al dueño para fotografiar al chucho, y Algón, que así se llama, posa para mí y se pone a ladrar. Cruzo una cuadra y todavía le oigo: ¡Quién soy yo para quebrar la paz matinal de un terrier!
Como en el Mercado Central: caldillo de congrio (delicioso el orégano en esta sopa de pescado) y unas almejas crudas aliñadas con cebolla y cilantro. De nuevo el cilantro abriendo los sabores a lo profundo igual que un fiordo. Cae el sol a plomo y decido refugiarme en el hotel por ver si me es posible rellenar otra laguna entre sueño y sueño.

9 de enero

A Conney Island of the Mind




A Conney Island of the Mind, así se llamaba un libro del poeta Lawrence Ferlinghetti. Escribo esto ya desde el avión que me lleva a Madrid. Mi compañero de asiento es un poeta chileno de doce años, Franco, que va a Europa con sus padres a conocer las grandes capitales, esa peregrinación que todo americano que se precie y con posibles acaba haciendo algún día, desde el mismísimo Emerson, a Rubén Darío o Borges. Quién sabe, quizá Franco, a quien le gusta escribir poemas y ha sacado la máxima nota en Historia, además de abrir mucho los ojos e impregnarse de lugares históricos, le acabe enseñando también algo a ese viejo continente nuestro que a veces se niega a aprender. Detrás, zarandeando mi asiento cada vez que la sube su madre a él y cada vez de él se baja, está Conney, una niña de cuatro años nacida en Santiago pero que sólo habla inglés. Va con su familia a Londres, donde viven, vía Madrid. Lo nuestro ha sido todo un flechazo, amor a primera vista y completamente desinteresado. Del bueno, vaya. Para facilitar las cosas, le he dicho que me llamo Charlie. Coge enseguida confianza y me pregunta que si no tengo mujer e hijos. Después, que por qué no tengo mujer e hijos. Se sienta conmigo y me abraza, me da besos de pececillo. Luego obedece a su madre y vuelve al asiento. Me llama cada equis desde allí. Cuando oigo esa vocecita se me abren las carnes: si algún día tengo una hija quiero que se parezca a Conney, y que su nombre sea también el triunfo de alguna revolución perdida como la de Ferlinghetti.
Ayer, Pedro y Marta me llevaron a una pequeña fiesta de aniversario en casa de unos amigos suyos, una gran noche. Me tentaron a quedarme el fin de semana, a que retrasara el vuelo hasta el domingo y me fuera con ellos a la playa. Pero esta mañana he desoído aquel consejo de Oscar Wilde y he decidido no caer en la tentación como mejor forma de evitarla. Me voy con un gran recuerdo de todos ellos, de esta ciudad, de este país. Y no sé por qué, yo diría que voy a volver. No comí calafate, unas bayas parecidas a la grosella, algo que, según dice la tradición, es un método infalible para garantizar la vuelta a Chile. Pero sí bebí cerveza que sabía a calafate. Espero que con eso valga, y me vean pronto estas montañas, estos mares y estos ríos. Estos amigos.

10 de enero
A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]