viernes, 18 de enero de 2008

Jon Bon Jovi, el suicidio de Allende, e Ingmar Bergman




Amanece un día racheado (como casi todos aquí) sobre Punta Arenas. Probé el pisco sour por primera vez anoche, y el sueño ha sido reparador y tranquilo. Pago la cuenta en el hostal Rubio, ubicado en un edificio que fuera Consulado Británico. Hay algunas estancias con solera victoriana, ciertamente. Llega el taxi para el aeropuerto. Lo conduce un hombre que tendrá aproximadamente mi edad, con el pelo largo un poco a la antigua usanza, igual que un heavy. Ya en camino, mi apreciación se confirma: el taxista me pregunta por el estado de la música en España y enseguida me cuenta que él tiene la voz de Jon Bon Jovi y que su grupo, los New Jersey, es todo un homenaje a la banda yanqui. Este territorio austral nunca dejará de sorprenderme: todavía quedan viejos rockeros bajo el subsuelo semihelado del Sur más sur. No conoce a Neil Young y se lo recomiendo, un rock contundente, sencillo, pegadizo. Veo que toma nota mentalmente del nombre y el apellido. Surge en el Estrecho, sobre la raya del horizonte, la silueta de Isla Magdalena, con sus pequeños acantilados en los flancos contra el plomo del mar y el otro plomo, veteado de sol, del cielo austral, que también es el cielo.
En Santiago, lo primero que sentí, antes incluso que la bofetada de calor, fue el olor a eucalipto. Luego ese aroma de madera seca y perfumada desapareció entre el polvo de las cunetas, las zonas residenciales, los malabaristas en los semáforos, los quincalleros con sus carros de caballos, y el sol sin misericordia. Chile es un único país de muchos climas.
Nada más llegar al centro, veo un cartel conmemorativo de Allende y me acuerdo de aquel libro que leí hace años: Political Suicide in Latin America, de James Dunkerley, en el que analiza las implicaciones de autoaniquilación en la conducta de varios dirigentes hispanoamericanos. Entre ellos Allende, muerto aún no está claro si de mano ajena o propia, en el Palacio de la Moneda aquel fatídico 11 de setiembre. La sangre caliente siempre ha fascinado y fascinará a los hispanistas. Como con urgencia en un restaurante al lado del Hotel España (me alojo aquí no por nostalgia ni nacionalismo, sino porque era el único que tenía habitación libre en el centro). Es una casa de comidas y el local, de nuevo, parece haber conocido mejores tiempos. Sin embargo, una vez más, es un lugar muy auténtico. Barra de madera, techos altísimos, botellas amarillentas en los estantes, ventilador, espejo. Suena “Hotel California”, y la camarera, por la edad, parece que estuvo en Woodstock. Y parece también que desde entonces no se ha quitado el rímel de los ojos, ni los rizos, ni las mallas.
Echan Fresas salvajes, de Ingmar Bergman, en Arte Tv, una cadena cultureta de Chile rescatada al aluvión de canales repletos de banalidades y telefilmes yanquis. Uno nunca sabe cuándo ni dónde va a ir llenando sus lagunas. Y las mías son muchas, tantas casi como el territorio de este país que está lleno de lagos. Hace calor y decido matar las horas de la siesta con la pantalla en blanco y negro. Los paisajes que se entreven en la película no difieren mucho del sur de Chile. Y es un gusto despertarse cada pocos minutos en una película de Bergman, luchar por no quedarse dormido, dormitar. Tierna historia ésta de un viejo doctor que sólo expía aquello que salva del recuerdo. Como en toda película escandinava que se precie, hay que airear los trapos sucios familiares. Pero esa parte me pilla dormido. Así que me queda el regusto de una tierna historia. Y dulces sueños.

8 de enero

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]