viernes, 30 de noviembre de 2007

Música, filosofía, matemáticas, ¿poesía?

Leo en El País de ayer el caso del alumno que sacó la nota más alta en las últimas pruebas de acceso a la Universidad: nueve con noventa y nueve. La Universidad es cicatera hasta con los que no han entrado aún en ella. El chico no quiere estudiar ingenierías ni administraciones, sino música. Y matemáticas, es decir, tiene su vocación perfilada en una sola y nítida dirección. Porque es lo mismo. Diego, que así se llama nuestro amigo, habla también del vínculo entre ambas disciplinas: Pitágoras y el puente que trazó entre el número y la nota musical. Es decir, habla también de Filosofía. A veces creo que la sucesiva especialización está desamueblando nuestras cabezas, que lo mejor sería enseñar a nuestros chavales solamente eso: Música, Matemáticas, Filosofía. La vida y ellos mismos ya se encargarán de la especialización. Con un buen disco duro, el software es cosa secundaria. Diego no tiene novia, o bien su novia es su violín, ese instrumento hermoso, caprichoso y curvilíneo igual que una veinteañera. Y también le gusta la poesía. La lee y escribe, pero no traducida. Es normal, le gustan las cosas auténticas, la pura raíz. A mí me gustaría que a Diego le gustaran mis poemas. Y, claro, también mis traducciones de poesía. Pero no aspiro a tanto. Sea como sea, será siempre su opción. Y parece que tiene criterio. Porque la poesía no se enseña. No, señor, la literatura, la lengua, el arte, todo eso no se aprende, se ejercita. Y se disfruta. Es más, estoy plenamente convencido de que una de las razones por las que la gente no lee poesía (hay otras, por supuesto) es el maldito comentario de texto de la selectividad, ese ejercicio de vivisección que mata lo físico, lo fónico, lo material del poema. Me cae bien Diego. ¿El nuevo premio Hiperión de poesía?

miércoles, 28 de noviembre de 2007

Náufragos

Ayer vi algo asombroso por la tele. No uso caja tonta y cuando voy a un sitio en el que la tienen conectada, me quedo boquiabierto unos instantes. Fui a cenar a casa de mi padre y antes del fútbol había un telediario. Lo que vi me impresionó: tres magrebíes atravesaban el Estrecho a bordo de, no una patera o una zodiac clandestina, sino de una tabla de surf. A horcajadas, como encima de un caballo de fibra sintética. Fueron avistados por un ferry y las imágenes las grabó un turista con su cámara. Se les ve acercarse al barco y cómo los van subiendo. Uno cae al agua. Pero lo que más llamó mi atención fue que estos náufragos llevaban una especie de remolque atado con una cuerda y hecho con cámaras de neumáticos superpuestas. Ahí iban sus pertenencias. Me impresionó ese detalle, esa pulcritud, cuidado, primor casi en acoplarle a la precaria embarcación su correspondiente vagón de equipajes. Normalmente los magrebíes son los malos en la mayor parte de las historias de emigración que conocemos: los patrones de la patera, gente sin escrúpulos que explota a los subsaharianos (hasta en esto hay jerarquías) y les deja tirados a la mínima de cambio. Pero estos tres robinsones se acercan mucho a la estatura del héroe. El mar estaba picado y el cielo lleno de nubes. Remaban como indios en un lago encrespado. Cuando izaron al último, se vio la tabla de surf y lo que había escrito en ella: "BARCA" con un spray de graffitero, y un número que no pude leer. Luego vimos el fútbol con algún gol meritorio, cenamos, hablamos. Pero esa imagen de la tabla y los neumáticos no se me ha borrado todavía de la memoria.

domingo, 25 de noviembre de 2007

Los caballos de Durero

En la exposición de Durero y Cranach en el Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid hay muchos caballos. Parece que el caballo sea como una medida de las dotes del pintor. Todos los violonchelistas tienen que grabar las suites de Bach para doctorarse. Y los pintores tienen que pintar un caballo, al menos uno. Hasta Goya lo hace, en plena batalla de los mamelucos, sufriendo el filo de la daga también él, un caballo cayendo, excesivo como toda guerra. Y Picasso, que como siempre viene a ponerlo todo patas arriba, va y pinta un borrico, que a su modo es un caballo.
El caballo en la pintura parece que se tenga que someter también al filtro de lo ideal. Y lo pintan gigantesco, con ancas descomunales. A Durero le salen bien cuando el caballo está montado, como parte de ese otro ideal que es la caballería. Pero cuando los pinta sin jinete, como en el grabado de San Eustaquio, por ejemplo, le sale el lomo demasiado largo, como si no supiera qué hacer con él, como si un caballo sólo pudiera montarse y al pintor le sobrara toda parte no cubierta por la silla.
Me quedo, sin embargo, con los caballos salvajes de Hans Baldung Grien, dos grabados de 1534. Me recuerda mucho al takhi entre los abedules de Hustai. Aparecen apelotonados, unos encima de otros, participando todos de ese espíritu común de vida salvaje que el pintor, de nuevo, ha buscado como el ideal del cuadro. La aglomeración, sólo aparentemente desordenada, de cuellos, patas, ancas, lomos, todo ello entre los árboles, es prácticamente el mismo cuadro que yo vi en Mongolia en mi segundo día de observación del takhi. Una masa informe de proteínas para mis antepasados cazadores, o algo así, digo en el libro.
El caballo representado en estos grabados de Baldung Grien no es el caballo salvaje, el tarpán, por aquella época quizá ya extinto. El ideal tiene doble sentido entonces: el pintor retrata un mundo perdido. Y aunque la tinta negra no reproduce ningún color, sólo la sensación de un color, yo juraría que el pintor ha visto realmente un grupo de caballos salvajes en el bosque. Uno de ellos hasta orina. Tiene un miembro enorme que parece la trompa de un elefante o un múrice gigante y el chorro le une en un vínculo secreto con la tierra. Ese caballo es mi caballo.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

El anillo de Sifryd

Como un Sigfrido al frente de los Nibelungos, otro Sifry, David, pope de los blogs, que fue bloguero antes que fraile, cierra filas en torno a su peculiar anillo (El País de ayer). Para tener un blog con éxito, este californiano que posa junto al mostrador del desayuno, bien provisto de potasio y cereales, recomienda escribir con regularidad, escribir bien, y enlazar, enlazar, enlazar. Cuando yo daba clases de inglés les recomendaba a mis alumnos algo parecido para aprender vocabulario: usarlo con frecuencia, usarlo bien, y asociar, asociar, asociar. Así lo aprendí yo al menos. Y ya se sabe que los mejores profesores de un idioma no son necesariamente los nativos, sino los de la lengua madre del alumno: hemos pasado por un proceso similar. Y Sifry, que parece ser se ha curtido en la blogosfera antes de comprarse un planeta para él solo, recomienda eso: que de un blog se llame a otro y a otro y a otro. Así el usuario puede conocer más blogs. Cierto, pero así también la blogsfera se va constituyendo, forma tejido, crece, se multiplica. No se cuántos millones somos ya en el mundo. Pero seguimos lejos de los millones de millones que tienen coche, ordenador, televisión. Ese parece ser el objetivo (loable, ¡ojo!, que aquí estoy yo de blogger, dando el callo, casi a diario). Sólo pido que, en esta lenta construcción de un mundo, no nos olvidemos del otro, aquel en el que el tejido ya está formado y de hecho nos forma. Y que en este trenzado de enlaces, mejor que la figura del anillo, busquemos otra con connotaciones menos asfixiantes. Mejor la línea que el círculo. Frodo mejor que Smeagol.

P.E.: como soy nuevo en Bloglandia y tengo resabios de microescritor -ver entrada más abajo-, con el consiguiente y crónico solipsismo, no conozco muchos blogs. Seguro que ya los conocéis, pero podéis daros una vuelta por lo de Mateo de Paz (te enteras de lo último en el mundo literario), o por Divertinajes (predicen quién va a ganar los premios literarios), o Arranca Thelma (un foro de lectura con muchísimo encanto). Y hasta ahí llego.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Presas y presos

Gente que ha leído Viaje al ojo de un caballo me dice que la imagen de China como el malo de la peli quizá sea exagerada. Habría que preguntárselo a los mongoles y demás pueblos limítrofes con el gigante asiático. Pero sobre todo, me temo, habría que preguntárselo a los propios chinos. Leo una noticia en El País de hoy, sobre la presa que están construyendo en el Nilo para el gobierno sudanés. Los trabajadores son chinos y viven dentro del perímetro mismo de la futura presa. ¡Eso sí que es compromiso con la obra a realizar y no la literatura comprometida! Por supuesto, no tienen ningún contacto con la población de Sudán y se pasan allí años sin salir. Se rumorea que pueden ser presos chinos condenados a trabajos forzados. Sea como sea, parece una mano de obra barata, rápida, eficaz. Las palabras de un opositor sudanés (¿qué dirá el gobierno?) no tienen desperdicio: "El balance es muy positivo. Hacen lo que necesitamos y barato. Su papel es mucho mejor que el de los occidentales". Los chinos fabrican mucha de la ropa que llevamos, los utensilios de cocina que utilizamos, tienen una manufactura sin rival en el mercado internacional. Ahora, además, exportan mano de obra para proyectos de ingeniería poco populares. Van a arrasar (también en el sentido lato de la palabra, me temo). La caridad empieza por uno mismo, claro, y ahí está la presa de las Tres Gargantas para quien les acuse de no aplicarse su propia medicina. El proyecto en Sudán, dicen, ayudará a sacar a África de la pobreza y a llevarla poco a poco hacia el desarrollo. Los pueblos sumergidos, los miles de realojados, la fauna y flora sepultada bajo las aguas parecen pecata minuta comparados con la promesa del progreso, esa cura para todo. Nuevamente, el fin parece justificar todos los medios. Como en las Tres Gargantas. Como en Riaño. La naturaleza se adapta, si le cubren esta parte, florecerá en esta otra. Si mueren X número de especies, otras surgirán, se modificarán. Así ha sido siempre y así seguirá siendo, aunque sea a causa de ingerencia humana, devastadora, claro, pero no necesariamente terminal. Ahora bien, ¿estamos en condiciones de asegurar que esa devastación no será definitiva para nuestra propia especie? Y sobre todo, incluso si sobrevivimos, ¿en qué condiciones y a qué precio?

domingo, 18 de noviembre de 2007

Cuadros y paisaje

La exposición en la galería Juan March, La abstracción del paisaje, muestra los primeros escarceos con la abstracción en los fondos sublimes de Caspar David Friedrich, y llega hasta la sublimación total de un horizonte marino en Mark Rothko. Se ve cómo la abstracción fue en realidad eso, la separación de un detalle que formaba parte del conjunto del cuadro para llevarlo a ser sujeto mismo de la representación. Convendría irse más atrás, a los cielos oníricos de santos que pinta el Greco; o hasta la plasmación paisajística en los maestros holandeses del Renacimiento, allí donde Patinir se olvida de la escena bíblica representada para jugar con las posibilidades de un horizonte en expansión. Pero este recorrido empieza más tarde, cuando al cuadro se le ha despojado de todo motivo, no ya religioso, sino casi antropológico. El hombre está aquí sólo en la mirada, que no obedece a menos sesgo. La exposición está basada en un libro de 1975 de Robert Rosenblum: La pintura moderna y la tradición del Romanticismo nórdico. De Friedrich a Rothko. Decir Romanticismo nórdico, para algunos, es pleonasmo, pues no habría habido otro Romanticismo. El Romanticismo surgiría como preocupación teórica en el norte de Europa y se haría patología en el sur, cultural o biológica, Byron o Leopardi. Todos conocemos esa explicación basada en la forma de incidir la luz en unas y otras latitudes: por un lado el norte umbrío, difuso, propicio al fermento de la imaginación, con la consiguiente creación de formas en los fondos inconcretos; y por otro lado el sur nítido bajo un sol sin concesiones. Rosenblum apunta en una cita del catálogo otra motivación: el protestantismo, cuyo espíritu humanista llevaría ese conflicto que refleja siempre el arte (aun si es entre realidad y percepción) lejos del formato divinal para alojarlo directamente en la naturaleza. Es una interpretación muy sugerente que explicaría además muchas otras cosas. Entre otras, la separación del hombre de su entorno natural, la intelectualización de este último, el progreso y su saqueo de los espacios naturales y, como consecuencia, la preocupación medioambientalista. Quién sabe, quizá de aquellos polvos vengan estos lodos. Quizá mirar de forma enajenada la naturaleza equivalga a perderla de vista. Quizá R. W. Emerson, cuando mira en torno y se olvida de las granjas de sus paisanos para buscar un más allá que sólo le pertenece al poeta también está mirando así, mirando lo que pierde. Quizá la exposición debería en realidad subtitularse: La enajenación del hombre de la naturaleza. Del ojo henchido de Friedriech a las manos vacías de Rothko. Pero queda mundo. En Viaje al ojo de un caballo critico la afirmación de Octavio Paz en sentido contrario. Desde la rotundidad de Mongolia. Pero también aquí queda mundo. Sólo hay que saber mirarlo. Y quizá la exposición sirva para decirnos cómo no hay que hacerlo.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Una montaña es un pensamiento

Acabo de leer el libro de Fermín Herrero Tierras altas (Hiperión, 2006), y no encuentro mejor ejemplo para la etiqueta que lleva esta y otras entradas: libros y paisaje. En Tierras altas el libro es el paisaje, lo absorbe de manera tal, que aunque yo nunca he estado en esa parte de Soria, podría dibujarla con los ojos. Pero no es ese paisaje transido de la inmensidad de lo sublime que se ve en la exposición sobre el Romanticismo en la Galería Juan March (de la que quiero escribir una entrada próximamente), sino un paisaje demorado en lo pequeño, con la huella de lo humano perdurable (y sostenible, como se dice ahora). Un paisaje, claro, en serio peligro de extinción. Como si todo lo que vi en Mongolia de repente tuviera fecha de caducidad. Leí por primera vez a Fermín en Echarse al monte, con el que ganó el premio Hiperión en 1997. Aquel libro me encantó, me pareció combativo, radical, síntesis difícil y valiosa de dos mundos, el urbano y el rural, en uno solo que es la experiencia del poeta. Veo Tierras altas menos belicoso, pero más radical todavía. Supongo que también los poetas se hacen mayores. Aquí la resistencia viene de la misma desnudez del paisaje y se acerca por eso mucho más a lo indestructible. El poema también. Falta nos hace, pues el libro levanta acta de la desaparición de una forma de vida, o lo que es lo mismo, una forma de relación con la naturaleza, la última que lo hace en equilibrio en la Europa de las subvenciones. Ahora es el tiempo del saqueo y su perverso envés: el proteccionismo. Hay poemas que son una auténtica joya. Podría citar varios, pero me quedo con este:

NOVIEMBRE

Es otra luz,
se espesa el aire. Rama.

También porque es el mes en el que estamos. Y porque aprovecha muy bien los recursos del haiku sin caer en su manierismo formal (a mí el haiku siempre me ha parecido demasiado manierista, y este poema demuestra cómo romper esa letra sin perder su espíritu). El tiempo que canta Fermín ya no volverá y comparte esa conciencia y esa belleza con la película de otra soriana, Mercedes Álvarez: El cielo gira. Hay más rincones en España parecidos, pero quizá sea necesario que, en la tierra en la que resistió Numancia, otro Megar resista en la palabra y la memoria de Fermín, que ha sido pastor, y ha escuchado el relato aterido de los camineros al amor de la lumbre, más espeluznante aún que el aullido del viento en la chimenea. Aunque el libro lleva ya tiempo publicado, celebro Tierras altas como lo que es, un (re)descubrimiento. Y celebro que Fermín siga resistiendo con su poesía de altura ante el nuevo Escipión (¿o ha sido siempre el mismo?).

jueves, 15 de noviembre de 2007

Microeditoriales

El periódico de tirada gratuita adn, en su edición de ayer, dedicaba un artículo a las microeditoriales: sellos nacidos ya bien entrado el siglo y que editan, con bajo presupuesto más grandes dosis de mimo e imaginación, libros exquisitos, raros, de autores desconocidos. Uno de los libros cuya portada se reproduce es Viaje al ojo de un caballo. Claro, yo siempre la he tenido pequeña (la inspiración, digo). Y el tiempo para dedicarle a la escritura. Como tantos otros escritores que han de compaginar su vocación literaria con un trabajo de ocho horas. Yo asumo, pues, mis limitaciones de tamaño: me declaro desde ya microescritor. Quizá haya por ahí algún microlector interesado y podamos entablar una relación fructífera y microscópica.
Siempre me llamó la atención que editoriales como Anagrama o Tusquets, con proyectos sólidos, prestigiosos y sostenidos desde hace años, se definieran a sí mismas como “pequeñas”. Algo que suena casi irónico, porque si Herralde o de Moura la tienen pequeña (la capacidad de edición, digo), entonces a gente como Sergio Gaspar de DVD ediciones o Pepo Paz de Bartleby les parecerá que ni se la encuentran. La cadena trófica de las editoriales en España va quedando bien taxonomizada. Tenemos los grandes depredadores, especies de tamaño mastodóntico como Planeta o Mondadori, también llamados grupos editoriales porque, sobre ser grandes, además cazan así, en grupo. Luego están las editoriales “pequeñas”, para entendernos, el depredador de tipo medio como Anagrama o Tusquets. Más abajo las minieditoriales, DVD o Bartleby, en las que se produce el milagro de la transubstanciación de la editorial en la carne y persona del editor. Y por último, garrapateando a ras de tierra, las microeditoriales que adn acaba de catalogar: Artemisa o Periférica, por citar dos ejemplos.
Esta es la jerarquía. Y uno se pregunta si los trasvases en un sentido u otro de la cadena son bien mirados. Si las minieditoriales, por ejemplo, ven con buenos ojos que los miniescritores flirteemos con las microeditoriales, es decir, nos jibaricemos hasta alcanzar la naturaleza micro. O si será posible que un microescritor al que se le ha dado la oportunidad de aspirar a la categoría mini, de repente salte dos peldaños en la cadena y se cuele en las “pequeñas” editoriales (a los que suben hasta el grado extático de la depredación no los cuento, pues son el porcentaje de milagro que todo ecosistema necesita para no extinguirse). Vamos, como aquel delantero centro de la Ponferradina que fichó el Depor y al que dosificó minutos, oportunidades, juego. Todo para ver cómo les dejaba con un palmo de narices y triunfaba en el Barça. Y es que los escritores son animales muy desagradecidos.

miércoles, 14 de noviembre de 2007

El leopardo de las nieves y los mongoles norteamericanos

En El leopardo de las nieves, ese libro magnífico de Peter Mathiessen, el autor se sorprende del parecido físico entre los tibetanos (como sabéis El leopardo de las nieves narra un viaje por el Himalaya en busca del felino) y los indios pueblo y navajo de los Estados Unidos. Cuando lo leí me quedé de un aire, porque en Viaje al ojo de un caballo, hay un momento en el que digo lo mismo, las mismas etnias indias, pueblo y navajo, se parecen mucho a los mongoles. La gente que haya leído ambos libros pensará que lo tomé de Mathiessen, pero la verdad es que leí El leopardo al volver de Mongolia, cuando Viaje al ojo ya estaba escrito.
Bueno, este preámbulo viene (además de para deciros que salgáis corriendo a leer El leopardo de las nieves si aún no lo habéis leído) porque me gustaría hablar hoy de los indios de Norteamérica. Hace unos meses leí un artículo sobre ellos. Hablaba de la diferencia entre unos pueblos y otros. Por lo visto, la cadena Hard Rock Cafe pertenece a una tribu, y otra tribu en concreto, los Pequot, es dueña de muchos casinos en la zona Este, lo que les convierte en adinerados y consumidores a ultranza del American way of life. Otros, sin embargo, y me temo que sean los más, languidecen entre la pobreza, el aislamiento y el alcohol. Una tribu en concreto, y a esto es a lo que realmente voy, ha decidido oponer una resistencia épica en estos tiempos de picaresca universal. Parece ser que los Lakota, a cuya rama pertenecían los sioux de Caballo Loco, llevaban años pletieando por las Black Hills, las Colinas Negras, ya sabéis, las montañas que el gobierno les dio en el siglo XIX pero que, tras la fiebre del oro, fueron invadidas por buscavidas de todo tipo. En 1980 los tribunales fallaron que se les compensara por la pérdida de sus territorios sagrados con quinientos millones de dólares. Bueno, pues los Lakota no han tocado ni reclamado ni un centavo de todo ese dinero. Prefieren seguir siendo pobres y dignos, con principios. Las Colinas Negras están llenas, parece ser, de turistas, y es difícil que vuelvan a los Lakota. Pero ellos, negándose a recibir ese dinero están dejando claro que si no son suyas, tampoco lo serán nunca legalmente del gobierno estadounidense. Es una actitud saludable en un tiempo de compraventa como el que nos ha tocado vivir.

martes, 13 de noviembre de 2007

El fin y el medio

Leo en un artículo de El País de hoy declaraciones del piloto español liberado, junto a la tripulación, en el caso de la ONG El arca de Zoé en Chad. Dice, hablando de esa ONG, que "para ellos, el fin justificaba los medios".
Creo que esa es una actitud común en muchas de las organizaciones que se ocupan de intentar solucionar los tremendos problemas que tiene el planeta, tanto en el caso de los países subdesarrollados, como en el del medio ambiente (en muchos casos es lo mismo). Si todo vale para conseguir que esos niños lleguen al mundo desarrollado, hasta la ilegalidad (por no hablar de la arrogancia que supone pensar que en el mundo desarrollado van a estar mejor), nos encontramos con casos como estos, una ONG que casi alardea de su temerario comportamiento: en efecto, para ellos, el fin justificaba los medios. Hago referencia a este tipo de actitud al final de Viaje al ojo de un caballo: la caridad exportada al mundo por parte de un Occidente orondo y satisfecho.
Igual sucede con el medio ambiente: una ONG británica organiza la salvación de diversas especies por internet, estableciendo un ranking de popularidad, de manera que la más votada recibe más donaciones, etc, como un Gran Hermano animal: abandona la casa el hipopótamo enano del oeste de África, y en ese plan. Es de nuevo el proteccionismo de una conciencia culpable que se cree soberana sobre los designios de los ocupantes de la casa (la Tierra) a golpe de talonario. Esa no es la relación de tú a tú, con respeto pero sin falsos paternalismos, que debería presidir nuestras relaciones con el medio ambiente.
Y con África, sin ir más lejos. Los niños en Occidente no están libres de los malos tratos, el absentismo paterno, el bullying en los colegios, los problemas de nuestras sociedades desarrolladas, un futuro no menos incierto en muchos casos. Pensar que ofrecer eso a los niños del mundo subdesarrollado es un fin al que hay que someter cualquier tipo de medio es peligroso. Son más creíbles las ONG que buscan habilitar ese mundo (desarrollado o no, su mundo al fin y al cabo) para que les sea posible seguir viviendo dignamente en él. Como han vivido siempre. Aunque no tengan playstations.

sábado, 10 de noviembre de 2007

El hombre bañera y el niño océano



Mi amigo Juanjo Almagro Iglesias (el Mangus) acaba de publicar su primer libro de poemas, El hombre bañera. Lo ha sacado Bartleby, que sigue en su línea de combinar poetas norteamericanos de prestigio y primeros libros de poetas españoles jóvenes. Me parece una línea muy acertada (¿qué vamos a decir, si fue Pepo quien publicó mi primer libro de poemas?), que ha dado y está dando muy buenos frutos. El libro de Juanjo tiene poemas espléndidos, muy de raíz, en los que entran diversos elementos, culturales, biográficos, pero que él lleva hacia un norte de sentido como yo no he visto hacer a nadie entre nosotros. Sale el desparpajo de Billy Collins, el hiato en el ánima de Vallejo, el lirismo insoluble en vena de Gamoneda, todo en un lenguaje rico y compacto, pequeñas pastillitas para la tos del alma y la memoria. Yo le tengo especial cariño a un poema sobre un caballo, pero hay momentos de verdadera poesía. Además, es una muy buena radiografía de nuestra generación (Juanjo y yo somos del 66), desde los barrios del Madrid de los primeros setenta, con mucho descampado, igual que hoy día Ulan Bator, y en el que los niños nos eternizábamos jugando al fútbol, como todavía se hace en Nápoles, hasta este tiempo finisecular de ahora. Todo empieza una mañana en la que a un niño le peina su madre para ir al colegio, y termina donde terminó un poco todo para nosotros, en una fecha: el 11-M. En la foto, estamos Juanjo y yo intercambiándonos nuestros vástagos, "Toma, aquí tienes un bañerita", "Toma tú este caballito". Tengo que excusarme por las pantuflas y las barbas, pero es que el encuentro tuvo lugar en mi casa. Lo celebramos todo con unos huevos rotos, y la sobremesa se prolongó, como aquellas pachangas en el descampado que no acababan, con espiritosos y más amigos que se incorporaron más tarde. Fue un día de la Almudena con cielo plomizo sobre Madrid, pero brillaba el sol en nuestros corazones. ¡Qué grande eres, Mangus!

jueves, 8 de noviembre de 2007

El ruiseñor de Capri


Un amigo de las islas de la bahía de Nápoles.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

No era para tanto



En efecto, Nápoles no era para tanto. Me refiero sobre todo a esa imagen de ciudad conflictiva, peligrosa, sucia y descuidada. Una vez allí, no me ha parecido que fuera para tanto, la verdad. Y habría que ver muchas de nuestras ciudades hace tan sólo dos o tres décadas (Habría que ver algunas zonas de nuestras ciudades todavía hoy). Pero si voy a lo positivo, ¡entonces Nápoles era para mucho más!: el entorno natural de la bahía, las islas al fondo, tumbadas como grandes vacas marinas, dos museos espectaculares, un microclima benigno, y el volcán, claro, ese volcán. Creo que es en un poema de Ángel Crespo donde se habla, dirigiéndose al río Danubio, de "ese pájaro que nació de mirarte tanto". Pues bien, uno mira tanto al volcán, desde tantos sitios distintos, que se pregunta si no habrá nacido algún extraño pájaro de esa mirada. Pero uno no aspira a tanto. Ni Nápoles, que parece conforme con ese presente plácido tras un pasado único en Europa: hace cien años muy pocas ciudades le disputaban la supremacía. Hoy, claro está, se ha quedado rezagada. Y se acumulan las basuras en las carreteras de acceso a Nápoles, como se amontonan las grandes verdades en los desagües de la Historia. Dicen que, quizá como tantas otras cosas en el sur de Italia, la acumulación de residuos es un problema que tiene su origen en el crimen organizado. También ocurre así en la Historia, que escriben siempre los vencedores, ya se sabe, los que organizan el crimen, o sea el cotarro. El napolitano mientras tanto se pone a ver pasar la vida en las esquinas (así nació la filosofía), fuma, grita y gesticula, es todavía un poco árabe. Afortunadamente. O cruza vertiginoso en motorino: sigue siendo todavía un jinete normando. Y tiene algo Nápoles de Ulan Bator, o de Aleppo, y mucho de Argel, ese abigarramiento, esos papeles por el suelo, esa presencia de lo que se resiste a ser aquilatado, compartimentado, reducido a brillo profiláctico de ciudad suiza. Yo no creo que la ciudad la inventase Caín. Como tampoco creo que Nápoles sea una ciudad cainita. Hasta el Vesubio se ha cansado de ser una constante amenaza y parece que la deja en paz. Si el primer hombre se puso en pie en Mongolia, como sostengo alegóricamente en Viaje al ojo de un caballo, su primera ciudad tuvo que ser Nápoles. Pero yo no escribiré ningún Viaje al ojo de un volcán. Ya lo escribió, maravillosamente, Susan Sontag.
A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]