jueves, 27 de diciembre de 2007

Lo que puede Wendy

Mientras espero en el aeropuerto de Barajas, pongo al día los periódicos atrasados y leo un artículo de Wendy Cope, la poeta británica. Se queja del uso y abuso que Internet permite hacer de sus poemas sin pagar copyright. Tiene gracia el primer párrafo, con ese humor británico tan funerario: según su marido, en su lápida pondría algo así como, "Wendy Cope. Reservados todos los derechos". Es decir, esta poeta parece un equivalente anglosajón de nuestro Ramoncín: azote de piratas y de abusos del talento ajeno. Pienso que los textos de Wendy Cope gozan de tanto predicamento en la Red por su propia naturaleza. Ella misma lo reconoce: "Es muy fácil copiar un poema [...] mientras que nadie se va a molestar en fotocopiar o descargarse una novela entera o una obra de ensayo[...]. Los autores de poemas cortos y divertidos son especialmante vulnerables". Nadie se va a descargar una égloga de Garcilaso, pero un poemilla de García Montero es una tentación para cualquiera con dedo fácil y fácil gusto poético. Yo no llevaría las cosas tan lejos como Wendy Cope. Claro, que nadie iría por ahí copiando mis poemas. A mí me valdría con que se pusiera el nombre del autor bajo cada poema fusilado. O ni siquiera eso. No, yo no lo llevaría tan lejos como para exigir que se paguen derechos por esa reproducción en servidores, páginas, blogs. A fin de cuentas, ¿hay mejor destino para un poema que el de volver al anonimato, a la materia oscura de la lengua? Mucha genta canta coplillas de Lorca sin saber que son de Lorca, pero, claro, nadie se va descargando por ahí Poeta en Nueva York. ¿Es ese el problema de Wendy Cope, que ella sólo escribe coplillas? Porque hay algo que no parece claro en su queja: un poema de su autoría copiado en la Red por alguien que, en vez de comprarse el libro lo fusila de otra copia pirata, puede muy bien llevar a otro lector a interesarse por el autor y comprarse el libro, que tal parece ser la preocupación de Wendy Cope. Entonces el epitafio de su tumba brillará radiante de felicidad.

martes, 18 de diciembre de 2007

La novedad de la literatura anónima y colectiva

En El País de ayer se publicó una doble página sobre la literatura en la Red, la posibilidad de crear narraciones de manera colectiva y anónima. Empecé a leerlo, pero me pareció que se le daba demasiada importancia a ese fenómeno. Veo que el tema preocupa, o al menos ocupa, a los redactores del periódico, porque hoy le han dedicado una parte de la sección editorial. Lo titulan “El nombre ya no es importante”. Y yo me pregunto, ¿pero es que alguna vez lo fue? Sigue pecando este análisis de cierta hinchazón en sus preocupaciones. Casi se contradice en su entusiasmo cuando pasa a enunciar los distintos argumentos que tiran por tierra el auge de una literatura anónima y colectiva. Pero no menciona el más importante: que se trata de fenómenos en absoluto novedosos en la historia cultural de Occidente. Desde el amanuense al negro literario, las bibliotecas están llenas de libros que deben su existencia al esfuerzo de varias y, muchas veces, anónimas manos. El acento, que así se llama esta sección más informal de la línea de opinión del nuevo El País, no está bien puesto. Porque lo de menos es que al público le importe mucho o poco ahora el nombre del escritor (En la última frase, “Qué golpe tan duro para la vanidad literaria”, ¿es exagerado ver una especie de venganza o reivindicación del plumilla envidioso del divo literario?). Eso es lo de menos. Lo de más es, de nuevo, que el medio acabe convirtiéndose en fin, y que una forma de hacer literatura como otra cualquiera, la colaboración bajo pseudónimo o anonimato en Red, acabe imponiéndose como la única forma de literatura. A ello me refería unas entradas más abajo al hablar de postliteratura. Y me temo que ese peligro va a encontrar abonado el terreno: los sucesivos informes PISA alertan sobre la analfabetización progresiva de la sociedad. Si nadie lee, nadie queda para decir cuándo un texto (independientemente de si lo escribió Agamenón, su porquero, o el mismísimo Machado) es bueno o malo. Quedará el texto ahí, exento en la sopa cósmica. Lo de menos será la ausencia de nombre. Lo de más es la capacidad de elegir.

Turismo y colonización

Leo en un artículo de José Reinoso, corresponsal de El País en Pekín, que el turismo ha aumentado en Tíbet en más de un sesenta por ciento. No se aclara la procedencia de ese incremento. No se dice, por ejemplo, si es de origen occidental, aunque suponemos que las cumbres eternas (¿hasta cuándo?) y la versión más kitsch del espiritualismo siguen atrayendo sobre todo a un visitante de ojos no rasgados al techo del mundo. Sí queda claro que con el turismo está entrando más población china. En Viaje al ojo de un caballo hablo de la presencia del gigante asiático en Mongolia, siempre en lugares o industrias capaces de dar suculentos beneficios: las minas del norte, el negocio de la construcción. También hago referencia a la línea de tren que el gobierno chino ha construido atravesando el Himalaya, entre Pekín y Lhasa, capital de Tíbet, “un despropósito medioambiental sin más lógica aparente que la demostración de músculo y recursos”. Pido perdón por citarme; también por no haber visto entonces lo que deja claro esta noticia de José Reinoso, que hay otra lógica tras la construcción de la línea férrea: la colonización del país sometido. Con lo que ello implica a la hora de ocupar étnicamente Tíbet y de explotar sus yacimientos energéticos. Algo muy parecido sucedió en el Sáhara occidental y ahora nos tenemos que conformar con un acuerdo a la baja favorable a los intereses de Marruecos, el país invasor. Los parias saharauis no tienen el glamour del Dalai Lama, pero tampoco a éste parece irle mucho mejor en sus reivindicaciones. Y es curioso cómo la propaganda oficial maneja los tiempos y los conceptos. Es curioso, por ejemplo, que China se erigiera en 1950 en salvadora de un pueblo que no pidió ser redimido, y venda ahora su ocupación de Tíbet como una cruzada contra el feudalismo. Xulio Ríos, que de Asia tiene que saber un montón, intenta en el mismo periódico hacer un poco de pedagogía para entender la expansión china. Y lo que sucede en Tíbet parece una ilustración ideal de los dos motores que, según él, impulsan el renacimiento amarillo: nacionalismo y confucionismo, en un intento de “poner fin a un ciclo de decadencia” iniciado hace siglos. Nacional-catolicismo, a esa cruzada se apuntó algún dirigente occidental no hace mucho con el fin de volver a poner a su país en el mapa. Lástima que esa cartografía incluyera también la de un país ocupado. Un país que se llamaba Irak. ¿Os suena?

lunes, 17 de diciembre de 2007

Paisajes de Valencia











He pasado el fin de semana en Valencia, en casa de Antonio Méndez Rubio. Leí por primera vez a Antonio en Feroces, la antología de poetas jóvenes que sacó DVD hace unos años. Desde entonces soy fan suyo. Antonio y Ana me llevaron por su barrio, el Cabañal, con casitas de dos plantas, construidas para los pescadores a principios del siglo XX, modestas, dignas, bellas.


Hay un proyecto inmobiliario que quiere construir bloques de pisos y una inmensa avenida atravesando el Cabañal. Muchas de estas casas desaparecerán bajo el rodillo de asfalto que arrasa tantas de nuestras ciudades y paisajes, obras innecesarias en las que las constructoras hacen su agosto, los arquitectos su gesto, y los ayuntamientos encuentran la tan ansiada financiación. Ante el saqueo sistemático, la resistencia es también y sobre todo una actitud: no basta con las pintadas en la pared denunciando el expolio, también está el compromiso que pasa por irse a vivir a un barrio casi al borde de la extinción invirtiendo en él y recuperando la arquitectura autóctona. Así es Antonio, uno de los poetas de referencia de mi generación, y quizá el que con más lucidez funde en uno las armas y las letras, el hombre de acción (su compromiso) y el de contemplación (la radicalidad de su poesía).


Luego me llevaron a la Albufera, un lugar mágico. Tenía el recuerdo de Cañas y barro, la serie de televisión basada en la obra de Blasco Ibáñez, y la realidad superó con creces la ficción. En muchos tramos el agua tenía ese color parduzco, el mismo en el que el protagonista sumerge al bebé recién nacido para que no le delate con su llanto. Pero en la parte central y abierta de la laguna, el agua se acercaba al azul de un mar tranquilo y espejeante. Era la puesta de sol, surcaban el cielo decenas de patos y las garzas levantaban vuelo cuando la barca se acercaba a sus nidos entre las cañas. Era reconfortante ver señales de prohibido el paso, un espacio de respeto para la cría de aves. También las artes ancestrales de pesca, con redes para los peces y entramados de caña para las anguilas, que son ciegas y ven con todo el cuerpo.


Fue una noche de lluvia torrencial y yo me acordé de los versos con los que se cierra un poema de Antonio, el que da título a su último libro, Para no ver el fondo:


y rompe

a llover además

sobre esas aguas.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Cascadas de salmón

En aquel poema de Yeats los ríos llenos de salmón simbolizaban la plenitud y sensualidad de un mundo que se pretendía trascender por otro de ascética y fría espiritualidad. A Yeats le pasaba lo que a Jorge Manrique: el contemptus mundi le salía canto pleno y nada hay más tangible que la verdura de las eras. Pienso en todo esto mientras leo un artículo en The Guardian Weekly sobre la extinción del salmón en la remota región de Kamchatka, en el extremo oriental de Rusia. Los pescadores furtivos se ponen las botas, y muchos de los bravos peces son arrojados de nuevo al río con el vientre sajado tras arrancarles las huevas: el caviar de salmón se vende, parece ser, a cuarenta dólares el kilo. El salmón se extingue, y el oso, que ahora campa a sus anchas por este territorio helado, no le va a la zaga en esa ascesis de la desaparición. Se les ve atiborrándose de peces, ajenos a la dicotomía de cuerpo y alma que cantara Yeats. Los cazadores, como en tantos otros lugares del planeta, acuden a decenas pagando una media de diez mil dólares por cada pieza cobrada. Trescientos plantígrados cayeron sólo en abril y mayo a manos de pistoleros yanquis. Tras la batida, se comen las garras y la lengua del animal. El cazador devora la esencia de lo cazado. Como aquel mafioso siciliano que se comió el hígado de su víctima en la cárcel, otro mafioso como él. Las garras y la lengua simbolizan el poder dañino de la bestia, el hígado, sin duda, encarna toda la mala baba del sicario. De modo inverso, en Mongolia un enfermo terminal de cáncer de cerebro se come los sesos de un lobo y sana inmediatamente. Vivir para ver. Y el mismo Yeats, implantándose glándulas de mono para recuperar la rija, cae en el delirio de tan primitiva viagra. El ser humano y su relación tercamente metonímica con lo natural. El ser humano y su horror vacui, trazando su vertiginosa y deletérea estela por el mundo. Eliot le cantaba a la Virgen aquello de teach me to stand still. Enséñame a quedarme quieto, no es un mal salmo para cantarle a la Naturaleza.

jueves, 13 de diciembre de 2007

Barbaro

Una faringitis me tiene postrado y no consigo sacar fuerzas para escribir. Aprovecho para colgar este artículo inédito que escribí hace casi un año.

Barbaro

Al parecer, a los atletas se les entrena para que, en caso de sufrir una lesión en carrera, se tiren al suelo inmediatamente. Evitan así que una sola zancada más agrave el daño sufrido en músculos o huesos. Qué pena que nadie pudiera entrenar a Barbaro, así, sin tilde, pues el caballo es estadounidense, para que se arrojara a la arena del hipódromo, con jinete y todo, nada más sufrir la laminitis por la que ha tenido que ser sacrificado.
Pobre Barbaro, empezó a correr hace miles de años por la estepa huyendo de nosotros, cuando lo que queríamos era sólo zampárnoslo, y ha seguido corriendo para nosotros, que apostamos por él, hasta el fin literal de sus días: “se desbocó por la adrenalina y siguió galopando, ya lesionado, durante la segunda ronda de la triple corona en Baltimore”, noticia de J. Marcos en El País de 31 de enero. Como en todo, los buenos se entregan más, según palabras de uno de los preparadores y jockeys consultados por el periodista. Como en todo, los buenos corren más riesgos al dar más de sí y por ello están más expuestos.
¿Pero he escrito “pobre” Barbaro? Lo retiro inmediatamente, pues de pobre tiene poco. Y no lo digo por las ganancias que ha generado este semental velocista, cuantiosas como deben de haber sido a juzgar por lo que serán las pérdidas tras la inyección letal: 95 millones de euros sólo cubriendo yeguas, sin incluir los premios en las otras carreras, esas en las que el montado era él, y el objetivo, como el de un espermatozoide gigante, llegar antes que los demás al óvulo de la meta.
Lo de pobre lo retiro porque la pena y la piedad son sentimientos siempre a poner bajo sospecha. Pero sobre todo porque un animal que muere en la entrega de lo más sublime de su ser, que es la velocidad, posiblemente mimado y entrenado con primor, entero, lo que ya es todo un privilegio para un équido en poder del hombre hoy día, y verdadero en sus cubrimientos, con toda certeza bello y consciente en la belleza del galope, un animal y una muerte así deben inspirar lo opuesto de la pena, que es la admiración. Maravilloso Barbaro.
No se ha escatimado en gastos para salvarlo, operaciones, clavos en la maltrecha rodilla, curas y posoperatorios. Al irrepetible Barbaro se le ha otorgado un trato vip, nada que ver, parece, con el que reciben muchos otros caballos lesionados en carrera, a los que, tras el pudoroso biombo que los oculta de la grada, se les aplica una eutanasia in situ. Nada que ver con el caballo que se rompe una pata en las películas del Oeste, sacrificado por el héroe, de quien ha logrado arrancar esa furtiva lágrima que ni los indios ni la cabaretera pelirroja logró hacer aflorar. Bravo Barbaro.
Brindo por él, con el champán de los campeones, con la leche de los potros, o con la simple agua impoluta de todos los herbívoros. Por su vida, por su huida, no de sí mismo, sino todavía de nosotros que seguimos apostando por él. Por su muerte, digna de los héroes. Y le miro con respeto y admiración, en esta foto que recorto del periódico y pego en algún rincón ilustre de las paredes de la memoria: un tordo fibroso y grácil, con una estrella en la frente —Barbaro tenía que ser un caballo con estrella—, todo potencia en la plenitud de la carrera, elevado sobre el suelo, alado casi; unido a la realidad por esa arena que levantan sus cascos, como el glorioso polvo en que se ha convertido y va a lomos del viento por las praderas que un día fueron suyas.

31 de enero de 2007

miércoles, 5 de diciembre de 2007

La sociedad postliteraria, Darwin, la materia oscura

Creo que fue preparando la traducción de Emerson. En algún estudio leí que estábamos en la sociedad postliteraria y que el sabio de Concord se resentía de ello: nadie lo lee ya en los Estados Unidos fuera del ámbito universitario. Quizá así se explique la vía muerta en la que entró aquella traducción. Desde entonces, siempre que he tenido ocasión de decirlo, por escrito o a voz en grito, lo he dicho: vivimos en una sociedad postliteraria y, claro, el género que más se resiente es el más literario, es decir, la poesía. Todo esto al día siguiente de haber corregido pruebas de mi segundo libro de poemas, Darwin en las Galápagos, que verá la luz el año que viene. Es un poco la otra cara de Viaje al ojo de un caballo, con bastantes animales, aunque no hay ningún équido (quitando al autor, claro, cuyo año chino es el del caballo). El libro lleva tiempo en lista de espera como es normal en estos casos. Durante estos años ha cambiado de título, ha adelgazado (aunque yo haya engordado), viene más ligero de equipaje, más maduro y sereno, más compacto. Y hoy, cuando bajo a comprar la prensa veo Viaje al ojo de un caballo en el escaparate de la papelería. Jesús, mi quiosquero, que trabajó en una imprenta hasta que las regulaciones le hicieron cambiar de papel, y nunca mejor dicho, tiene una papelería de barrio. Allí compro cada día el periódico. Y allí, junto al último best-seller y las cajas de lápices Alpino, veo las all-star de mi librito. Si hay algo más absurdo que los nacionalismos, sin duda son los nacionalismos de barrio. Yo no lo practico, pero me da alegría ver Viaje al ojo ahí (tras la insistencia de Jesús, que quiere darme a conocer a su parroquia). Entonces abro el periódico y veo la entrevista de Enric González, ese lujo de corresponsal, a José Funes, astrónomo en el Vaticano. En la eterna expansión del Universo, le pregunta Enric, ¿no llegará al final su desintegración? "No", responde el jesuita. "Se mantendrá por debajo de la gravedad crítica gracias a la energía oscura, una energía que aún no comprendemos". A vueltas con el Ser y la Nada, me digo, la Realidad y la Nada, el Universo y la energía tenebrosa de la Nada. Y en la postliteraturización de la sociedad, me sigo diciendo, ¿no acabará desintegrándose la literatura? Pienso en mis dos pequeños libros, pienso en Emerson, en Jesús, y entro con una media sonrisa en la estación del metro.

martes, 4 de diciembre de 2007

José Viñals a caballo

Me llama José Viñals, el poeta argentino afincado en Andalucía desde hace años, para decirme que Lunas rojas, la revista de poesía virtual, ha publicado un monográfico sobre su obra. Viñals es un poeta fuerte, radical, sin remilgos. También se podría decir que es un poeta viril, y esto en el sentido emersoniano. Valdrían catálogos como "surrealismo", "irracionalismo". Yo lo dejo en Poesía, así, sin comillas, con mayúscula. A veces la poesía nos deja de visitar. A veces se tiene la entereza de admitirlo y dedicarse a otra cosa. En el caso de Viñals, la poesía le habita. Su labor es mantenerse fiel a esa labor de hospedaje. El caballo es muy importante en su obra. Normal, viniendo de un autor cuya mente se ha forjado en el yunque infinito de la Pampa. Poeta del amor, como todo poeta de raíz, y del exilio, como todo poeta, José conoció las zarpas de la dictadura igual que tantos compatriotas suyos y cruzó el Atlántico. Fue dinamizador cultural en la Andalucía de los ochenta. Es y sigue siendo, en el buen sentido de la palabra, poeta. Termino con sus palabras, es decir, comienzo:

Y tu caballo tendrá peso y sombra, para el cauto apretón de tus rodillas, para tu espuela de plata gris, inexsitente.

Así monta el mongol. Y el indio americano. Y a José Viñals, este gaucho varado entre olivares, tampoco le hace falta metal hiriente en los talones para indicarle el pulso y el sentido a su caballo.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Matadero

El viernes estuve en una fiesta en el Matadero, los espacios reconvertidos junto al río Manzanares, aquí en Madrid, muy cerca de la plaza de Legazpi. Se ha transformado lo que era un matadero gigantesco en una serie de naves para la creación artística, literaria, musical. Es un diseño muy urbano, con aprovechamiento de las estructuras existentes, cemento y acero, sin hacerle ascos al aspecto crudo en el que han quedado muchas de las paredes. Recuerda a los lofts de los pintores neoyorquinos, y supongo que busca recrear ese espacio para inspiración (o simple refugio) de los artistas. Aunque no pudimos visitar todas las dependencias, una en concreto me impresionó: la sala de columnas que hay en la misma entrada, frente a la recepción. Parece ser que era allí donde colgaban los cuerpos de las reses, en enormes ganchos, cuando el matadero estaba en funcionamiento. Uno se imagina decenas y decenas de cuerpos cada día, desprovistos ya de piel y cabeza, colgando inertes, en una mancomunidad macabra de vida animal reducida a lo más esencial: la proteína. Se accede por unas cortinas de tiras de plástico rígido, muy parecidas a las que seguro cubrían la misma puerta cuando el matadero estaba en funcionamiento. Ahora hay una instalación dentro, un túnel de fibra blanca iluminado con luces fantasmagóricas, pero lo que realmente impresiona es la nave en sí, una especie de sala de columnas de la Mezquita de Córdoba cubierta de pintura negra, a mitad de camino entre el hollín y el graffito. No huele a nada dentro, pero es imposible no imaginarse el olor a víscera y a carne muerta impregnando todo. Me llevó esta imagen espectral a la reflexión que hago en Viaje al ojo de un caballo sobre la depredación, ese atajo en la cadena alimenticia por el que unas especies simplifican el proceso trófico al zamparse directamente a otras ya formadas. También allí hablo de una reflexión parecida que leí en el diario de César Simón, Perros ahorcados. Luego supe, por un libro de geología, que la depredación existe desde finales del Cámbrico, no antes, es decir, hace unos 570 millones de años. Me resisto a creer que ese salto evolutivo fuera inevitable. No sé, hay algo de perverso en todo ello. Y lo digo después de haber devorado varias raciones de carne este mismo fin de semana. El espacio del matadero lo ocupan ahora los artistas. Pero en algún otro lugar del extrarradio de esta ciudad, miles y miles de animales son sacrificados y sus cuerpos cuelgan de una sala de columnas parecida. Qué distinto todo de ese pastor mongol que se vuelca con cariño sobre su res y le practica una herida mínima para extraerle el corazón, a plena luz sobre la estepa, lejos del blanco profiláctico y del olor a muerte en nuestros mataderos industriales.
A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]