viernes, 4 de julio de 2008

“Yo tenía un blog en Mongolia…

“Yo tenía una granja en África…”, así, con la sección de cuerdas de alguna filarmónica a todo trapo y grandes tomas cenitales sobre la sabana, un espacio sin límites para el alma reprimida de una aristócrata danesa. Yo tenía un blog en Mongolia, otro espacio inabarcable para la reprimida sensibilidad de quién. Nunca entro en otros blogs. Y cuando lo hago es porque han entrado en el mío, una concepción quizá trasnochada e insuficiente de la solidaridad. El blog es un espacio muy parecido al del poema: el lector entra en él buscando identificarse, hacer suya esa experiencia o percepción que por su naturaleza y forma es, con cada nueva lectura, no sólo repetible sino apropiable. Muchos de los comentarios a las entradas en los blogs hablan de eso: a mí también me pasó, yo sé cómo te sientes. Y yo, que he dejado la poesía, uso este recinto quizá de forma espuria, pervirtiendo el espíritu del blog, lo que explica la solidaridad bracicorta a la que me refería antes. Los blogs que aparecen recomendados a la derecha fueron sugerencia de quien me diseñó éste. Apenas he entrado alguna vez en uno o dos de ellos; muchos no sé ni de quién son ni de qué tratan. Yo, la verdad, debería dedicarme a otra cosa. Somos tantos los licenciados en filología, tantos los que han pasado por talleres de escritura, tanta la gente a la que no le llega la camisa al cuerpo, el cuerpo al mundo, que acabamos desbordando nuestros cajones, las pequeñas editoriales en las que publicamos, los blogs que abrimos o nos abren y ya están saturados de nuestra (in)solidaridad. A veces me sorprende ver que alguien ha pasado de puntillas por este espacio del que tan ilegítimamente me he apropiado. Veo sus huellas en la arena como Robinson Crusoe y me asusta, como a él, lo lejano de esa presencia: huellas desde lugares recónditos en los que nunca he estado y a los que nunca iré. Huellas anónimas en la arena a las que no pondré nunca el nombre de Viernes, el día de hoy, pues pertenecen a gente con nombre y apellidos. Por eso, antes de que lleguen los caníbales, vendo las cabras y apago el fuego. Suenan las cuerdas, el viento mueve la alta hierba… Y antes de que llegue la antropofagia del melodrama (siempre con tanta hambre), el rictus impostado de Robert Redford, la lágrima furtiva y el rodillo de los créditos, digo aquellas palabras mágicas de la mente reprimida y revisionista, enferma de melancolía: “Yo tenía un blog en Mongolia…

jueves, 3 de julio de 2008

La libertad, amigo Sancho

“… pero, ¡qué bueno morir tocando la libertad!”. Lo dice Ingrid Betancourt al referirse a las peligrosas circunstancias de su liberación junto a otros rehenes de las FARC. Y recuerda aquel parlamento de don Quijote a Sancho, la libertad, amigo Sancho, es el bien más preciado del hombre, y por él merece la pena dar, si hace falta, hasta la vida. No son las palabras exactas porque cito de memoria. Y seguro que la memoria ha ayudado a esos rehenes que ya respiran el aire libre a resistir tantos años. A los torturados y secuestrados les ayuda recordar cosas y momentos para aislarse de la circunstancia impuesta de su presidio. Uno canta mentalmente todas las canciones de los Beatles para abstraerse, otro recita en la bóveda de su cráneo poemas de amor para espantar el odio. San Juan de la Cruz habría escrito el monumento que es el Cántico espiritual sobre la cal de su memoria, sepultado entre las cuatro paredes calcáreas en las que lo encerró el celo de la ortodoxia. ¿Y qué recordaría Cervantes en su cautiverio mientras era sometido a quién sabe qué tipo de vejaciones, incluso si se daban entre el lujo, los cojines, las rumorosas fuentes? Muy mullido no tenía que ser ese entorno cuando arriesgó la vida varias veces, como hizo Ingrid Betancourt, para escapar. Para los secuestrados en las selvas de Colombia la memoria era la radio, las voces de sus familiares a una hora temprana, antes de que levantara el día con su certeza impuesta, en ese tiempo o duermevela en el que todo parece posible. Me imagino el repentino tronar de la selva como un aviso de rotundidad, con todo el peso de ese estruendo diciendo que hoy tampoco serían libres. Por supuesto que hay mucha gente secuestrada, muchas selvas y zulos que no lo parecen por el mundo. Muchas mujeres secuestradas por sus maridos, hombres secuestrados por sus mujeres, padres secuestrados por sus hijos, hijos secuestrados por sus padres. El síndrome de Estocolmo, que no ha colonizado la mente de Ingrid Betancourt, se extiende por todas partes con la universalidad de una plaga y el dudoso pretexto del amor. Pero secuestrar a alguien con el pretexto más dudoso todavía de liberar una idea más grande, como alimentar con sangre ajena el dudoso árbol de una idea mayor, eso no es un síndrome, sino un delito, y como tal tiene que ser contemplado. A veces cruzamos la ciudad recitando un poema mentalmente, subiendo una ladera nos asalta un pensamiento que leímos hace mucho tiempo, una canción resuena dentro de nuestra cabeza en la ebriedad o turbiedad de la noche, depende de los días. Nos religamos al idioma en esos momentos, a la vida y a la especie. Son pequeños ejercicios espirituales, pequeños simulacros de una memoria que nos salve, nos diga cosas como que la libertad amigo sancho o mi amado las montañas.

martes, 1 de julio de 2008

Ebria de polen y de atrevimiento

Drunken and overbold, así describe en un poema Robert Browning a la abeja, ese animalito del que tantas cosas hemos aprendido y, según parece, todavía tantas tenemos que aprender. Aunque si escribiera hoy desde los Estados Unidos, quizá Browning le pondría otros adjetivos al insecto, stressed and overworked, estresada y hasta arriba de trabajo: millones de ellas son llevadas en camiones cada año para polinizar almendros y otros cultivos a lo largo y ancho del país. Tanto trajín las está afectando, alterando sus ritmos de sueño, sus coordenadas vitales, y si a esto le sumamos la agresividad de muchos pesticidas que no distinguen los buenos de los malos entre los insectos, se produce el abandono inexplicable y masivo de las colmenas. Como los niños de Hamelín, las abejas de repente desaparecen de la ciudad, sin dar un ruido, convocadas por una llamada misteriosa que no deja atrás ni la muleta aquella del niño cojo: idas en un abrir y cerrar de ojos. La misma reseña de la que extraigo esta información [A World Without Bees, libro de Alison Benjamin y Brian McCallum] recoge en uno de sus titulares algo sorprendente: Einstein predijo que si se extinguieran las abejas los seres humanos no durarían ni cuatro años sobre la Tierra. El efecto tantas veces mencionado de una mariposa batiendo las alas en el hemisferio sur y provocando un cataclismo en el norte no sería nada comparado con una deserción en masa de la abeja Maya y sus congéneres. Los humanos solemos preocuparnos por animales más grandes y de aparente mayor rareza, las campañas de protección de la naturaleza adoptan osos o tigres como mascotas, y bautizamos, con singular ombliguismo antropomórfico, a unas y a otras especies con rasgos nuestros: el perezoso, el diablo de Tasmania, el del rey de la selva. Pero es otra reina (y nos la estamos cargando al estresar a su séquito) la que verdaderamente ostenta la posición de prominencia para nuestra especie en la pirámide animal. Porque también el néctar que las abejas producen puede acabar siendo nuestra Némesis, y vamos todos como locos mirando las etiquetas de los tarros de miel, no vaya a ser miel impura, recolectada cerca de Chernobil, por ejemplo, o no lo suficientemente lejos. Pero los cánceres que nos asedian no llevan etiqueta y el aire no conoce filtros ni puertas tiene el campo. El animal morfológicamente más alejado del hombre (aunque nos recuerde tantas cosas su comportamiento), cuyo vuelo y cuya vida podemos interrumpir con un simple manotazo, puede a su vez encerrar nuestra salvación y ser nuestra condena. Conviene no olvidarlo. El poema de Browning, por cierto, se titula “La popularidad”, y en él tiene un papel estelar otro animalito aparte de la abeja: el múrice, una especie de molusco de cuya sangre se extraía un tinte natural de color azulado. La ciudad de Tiro, en el Líbano, fue famosa en la Antigüedad por sus múrices. Entre Chernobil y Tiro, dos ciudades marcadas por el azar y la desgracia, entre el dorado y el púrpura, vamos atravesando el mundo con un séquito de abejas.

Casi como ese único alfiler de oro
que fulge en la matriz secreta de la campanilla,
y que, llegados tiempo y plenitud de ardores,
le llevará la abeja en un rumor al zángano,
ebria de polen y de atrevimiento
.
A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]