jueves, 29 de mayo de 2008

Los boleros y los malos tratos

Me dejan un disco de boleros de Maite Martín que hace tiempo quería escuchar. Me encantó Querencia, donde hay canciones buenísimas: Ten cuidao, por ejemplo, pese al malditismo de la letra. Tiene algo de subversivo, supongo, que una mujer triunfe en un festival flamenco minero, un encuentro que parece cosa de hombres. Y en este disco que me han dejado, todo dedicado a boleros, Tiempo de amar, creo que se llama, también tiene su aquel oír en labios de mujer letras de canciones enunciadas por hombre. Eso es precisamente lo que me lleva a esta entrada. Porque mientras lo escuchaba ayer en el coche, una estrofa me impactó:


yo estoy obsesionado contigo
y el mundo es testigo
de mi frenesí
y por más que se oponga el destino
serás para mí.


Tuve que escucharla dos veces porque al volante uno no tiene todos los sentidos en la música. Y en la segunda audición confirmé mis sospechas: esta estrofa tiene algo de funesto si se piensa en las mujeres asesinadas por su pareja. Cada línea remite a la caracterización del maltratador, un hombre obsesionado que no duda en matar a su mujer en público, delante de todo el mundo si hace falta, y que aunque se interponga un juez, o una orden de alejamiento, hace que ella sea para él o que no sea. El que esta letra fuera algo de lo más normal en otros tiempos avisa sobre la psicotización de los nuestros. Aunque hay quien cree que siempre hubo hombres que mataron a su mujer; hay quien cree también que los medios, al airear los crímenes, tienen como un efecto chimenea, ponen ideas en la cabeza de la gente. Y hay quien cree finalmente que algo se nos escapa, que se meten demasiadas cosas y casos en el saco común sin espigar muy bien la casuística; como si hubiera algo que no entra ni en las estadísticas ni en los estudios psicológicos, ni en los reportajes que cubren este asunto tan preocupante, ni en las películas que se ocupan de ello. Una cosa que a mí me llama mucho la atención, por ejemplo, es que se trata de crímenes que llevan atribuida inmediatamente la penitencia. Es decir, mientras que el asesino y el ladrón hacen lo posible por salir impunes, la mayor parte de los hombres que matan a sus mujeres luego intenta suicidarse y en muchos casos lo consigue. Hay como una conciencia del mal hecho y de la necesidad de pagarlo. Oyendo esta canción uno piensa que hay también una fibra machista instalada en la especie, en su sensibilidad o en su identidad más secreta y turbadora. Pero, claro, Pedro Flores, que así se llamaba su autor, seguro que no tenía casos diarios encima de la mesa que le daban a la literalidad de sus palabras un sentido tan aciago. El amor como un desorden del espíritu es de larga tradición, en la vida y en la literatura. Andreas Capellanus codificó los usos y abusos del amor cortés en un libro que leyó hasta Leonor de Aquitania, pero antes y después los humanos se han encargado de escribir sus propias páginas de sangre. En el siglo XV, por ejemplo, existe todo un caudal de lírica culta psicotizada por los asedios a la dama; y mucha lírica popular que pone en escena a la pobre muchacha seducida y dejada atrás. En ambos casos eran hombres los que escribían, hombres que, quizá como éstos personificados por Maite Martín en sus boleros, se veían a sí mismos así de fatales, y a sus mujeres penando así por sus huesos. Dime lo que cantas... Hasta los místicos hicieron de todo ello una retórica: "Oh, llama de amor viva que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro". Estas palabras, pronunciadas con el trasfondo de Miguel de Molinos en la hoguera, tienen también algo de funesto. Pero ya nadie quema herejes en las plazas. Los boleros, sin embargo, suenan excesivos incluso si los canta una mujer con voz de ángel.

Hallados tres dibujos de Goya perdidos en 1877

Bajar riñendo o reñir bajando, qué más da. En uno de los dibujos de Goya que se han encontrado en Suiza, las brujas de Macbeth, volátiles, no estáticas, peleándose entre ellas por dar la mala noticia de un destino sangriento, bajan desde el número dos, o desde el cuarenta y siete. Son números de catalogación, ajenos y posteriores a Goya; ajenos a ellos mismos ya, pues el dos está tachado, y el cuarenta y siete dentro de un círculo. Bajan las brujas agarradas de los pelos, de un tobillo, todo bocas y espuma. La mente se dispara, reconoce en Goya a un contemporáneo y automáticamente cambia de canal. Hace zapping la memoria y aparece otra figura, la de aquel hombre de traje blanco que caía desde una de las Torres Gemelas, sin pelos ni tobillo al que agarrarse, riñendo sólo con él mismo. Un hombre que bajó girando. O giró bajando, qué más da. ¿Cómo se llamaba aquel hombre? Tenía un nombre antiguo, español. Fortunato, o Porfirio, o Ventura, nombres aciagos como la palabra de la bruja que dijo caerás. Goya, que no es nombre antiguo, quizá tampoco español, pintó al oráculo cayendo. Un dedo invisible pulsa otro botón. Ahora se ve un cuadro renacentista. Lo ha pintado Rafael y está en el museo del Prado, La transfiguración del Señor. Representa una ascensión al cielo vista desde abajo (aún no había enseñado Juan de la Cruz como mirar al dios desde lo alto). El dios es joven y etéreo, carnoso sólo en el contorno de las piernas, y abre los dedos de los pies como si flotar fuese cosa de palmípedos. Como si Rafael al pintarlo hubiera recordado una imagen que vio mientras buceaba: la superficie desde el fondo, el rompimiento de la luz sobre las aguas y en la luz los dedos al flotar volando. O al volar flotando, qué más da. Vuelvo al primer canal y me pregunto dónde vio Goya caer a alguien así, precipitadamente cuatro. Y dónde vio aquel hombre de traje blanco y nombre antiguo, transfigurado en la caída, que un hombre cuando cae gira sobre sí mismo y forma números con los brazos y las piernas, pasa desde el dos hasta el cuarenta y siete, cae y sigue cayendo, llega hasta el cero y nada es. Dónde, dónde vio Goya la nada para que tuviera que pintarlo todo. Todo, dos números, un delantal, una toquilla, un círculo de sombra.

miércoles, 28 de mayo de 2008

Un Anchiterium en Carabanchel

Debo de haber pasado por encima de él docenas de veces. Como ahora, los padres en los barrios de Madrid llevaban a sus hijos a colegios privados, contradiciendo el sistema educativo, que destina los mejores profesores a los colegios públicos. Los padres entonces y ahora preferían que sus hijos no se mezclaran con los estigmatizados, gitanos entonces, inmigrantes ahora. Yo fui a varios colegios del barrio, vía Carpetana arriba, vía Carpetana abajo. Esta avenida, que une el río con el antiguo hospital militar, separaba el poblado de Cañorroto (donde se criaron, por ejemplo, Los Chichos), de una zona obrera de pisos feos y desarrollistas. Cuando tenía once años, recuerdo pararme boquiabierto frente a las carteleras de los dos cines que había en la vía Carpetana, el Canadá y el Kursal, intentando ver los desnudos en los resúmenes fotográficos de aquellas películas del destape. Unas estrellitas negras tapaban las partes pudendas a los curiosos y las hacían aún más enigmáticas a ojos prepúberes. También recuerdo que durante semanas no podía apartar la vista de otras cosas expuestas en un escaparate contiguo: las milhojas en la pasteleria de al lado. Quién sabe, quizá mi eros siempre estuvo muy pegado al estómago. Por fin conseguí que mi madre me diera dinero para probar una tarde a la salida del colegio aquella masa blanca que se me antojaba fresca y densa, y que me decepcionó finalmente con su sequedad y su textura etérea. Hubo más decepciones aparte del merengue. Hablaré de ellas en otra ocasión. El caso es que después de ver aquellas fotos de Nadiuska en top less con los berretes y la nariz llena de blanco, yo pasaba al lado de unas obras del metro. Miraba siempre hacia abajo, asomado a un boquete enorme de unos cuatro metros de hondo. Había trazados de tuberías, túneles esbozados en la tierra, el casco de algún obrero a veces. Quién me iba a decir entonces que dos metros más abajo aún, como se ha descubierto ahora al instalar un ascensor en la estación de Carpetana, a seis metros de profundidad estaba él fosilizado: el Anchiterium. Ese animal antecedente del caballo, mitad cebra y antílope, pastaba en las terrazas del Manzanares hace la tira de millones de años. Y ahora lo descubren, ahora que yo he descubierto el takhi, un caballo también muy viejo que conserva esas mismas rayas en las patas, cortesía, no de la cebra como pensaba yo, sino de un primo aún más distante, un primo que casi no era un caballo. También han sacado otros restos fósiles, animales que corrían por donde yo iba al colegio, uno sobre todo especialmente enigmático: ¡el oso-perro! Qué curioso que la evolución se decidiera luego por la oferta del mes, el dos por uno, el oso y el perro. Qué curioso también que aquel niño que empezaba a abrir los ojos y los sentidos al mundo, y que pasaba todos los días por encima de los restos del primer caballo, se fuera luego a cumplir cuarenta años con los últimos caballos salvajes del planeta. Quién sabe, quizá algún día alguien cruce su barrio para ir al colegio sin saber que, a pocos metros bajo tierra, lo espera enterrado Amar, o Margad, o Temurjin, o Tamir, o el mismo Iris, aquel takhi viejo y solidario. ¿Qué tentaciones lo saludarán con su firmamento de estrellas negras y de cielos blancos entonces?

lunes, 26 de mayo de 2008

La poesía de la experiencia y la nueva cocina

“Ni ellos mismos se comerían sus platos”. Así pontifica el cocinero Santi Santamaría contra sus colegas, los chefs españoles supuestamente más innovadores y más agraciados con la atención de los medios y las estrellas michelín de las guías y reseñas gastronómicas. Llevo días viendo esta polémica en los medios, un tanto hinchada a mi parecer. Vivimos en un país en el que las críticas a la obra se toman por lo personal, ad hominem, y en lugar de subir al plano de las ideas, los cocineros van y bajan a la arena del victimismo y se montan un manifiesto de cohesión. Insisto en que me parece excesiva esa reacción y patéticos esos pechos blancos heridos de vanidad. Pero si lo llevamos al terreno de la poesía, al menos tal y como se planteaba hace años, cuando yo militaba en estas lides o justas poéticas, surge una comparación interesante. Veamos: la catilinaria de Santi Santamaría contra la cocina de la espuma y la química, más bien magra de ración aunque sublimada de contenido, me recuerda los argumentos que utilizaba la llamada poesía de la experiencia contra la sedicente poesía del silencio. Todo era una gran simplificación, si bien era más fácil simplificar del lado más simple, es decir, era más susceptible de ser definida por unas líneas maestras la poesía conservadora de la experiencia que la que experimentaba con, entre otras cosas, el silencio. Como si la experimentación, las nuevas formas, aromas y sabores, estuvieran proscritas para un sector de la población española, tanto cuando se sienta a la mesa como cuando lo hace debajo del flexo para leer poesía. Los argumentos eran y son prácticamente los mismos: que si el sentido común, que si la cocina y la poesía de toda la vida, que si el lector o el comensal de todos los días, el hombre normal, el ciudadano de andar por casa, vaya. Así se justificaban también los García Montero y cía. Yo en aquellos tiempos hacía piña con los otros, los de la experimentación y el silencio, y algo de lo que escribí entonces en forma de estudios literarios defendía apasionadamente esta forma de entender la poesía. Lo malo es que acabé viendo la pata de lobo debajo de la piel de cordero de algunos de esos poetas exquisitos, y llegué a dudar de la validez de esa polaridad malos-buenos, experiencialistas-experimentalistas. Por supuesto, sigo prefiriendo a Valente antes que a Ángel González, por llevarlo un poco al ámbito de los llamados cincuenta, los poetas mayores que venían a legitimar con sus plateadas y patricias sienes unos y otros usos poéticos. No tengo nada en contra de las espumas de sandía ni de las innovaciones gastronómicas. No creo que impliquen una situación apocalíptica en el panorama culinario español, ni mucho menos. Tampoco pierdo los papeles por ir a comer a esos restaurantes caros de arte y diseño gastronómico. Pero los argumentos del hombre normal y corriente, el ciudadano municipal, etc., acaban pareciéndose mucho a los eslóganes políticos de la derecha. No en vano, como ya se ha señalado antes, José María Aznar leía Habitaciones separadas. Y no lo hacía en la intimidad, como cuando hablaba catalán, sino en el foro público del Congreso. Qué curioso que la llamada poesía de la experiencia, amamantada a los pechos del apogeo socialista de los ochenta (es muy ilustrativo al respecto leer el libro Poesía y poder, del colectivo Alicia Bajo Cero), acabara alimentando el espíritu más conservador. “Ni ellos mismos se comerían sus platos”, clama el defensor de las esencias entre pucheros. “Ni ellos mismos entienden sus poemas”, clamaban los voceros de la poesía democrática, municipal, normal, al alcance de todos. Enric González, en su columna del jueves pasado, reconocía con honestidad que en muchas ocasiones los comensales de esos restaurantes tan caros son los propios periodistas, invitados a comer de gañote para que luego larguen sobre lo nuevo y lo viejo en sus crónicas. Y la poesía sólo la leen los poetas, sujetos también a ese clientelismo del do ut des tan democrático. La mayor parte de la gente se pasa con un menú diario a diez euros, digno y sabroso donde los haya. Y la mayor parte de los lectores sólo lee El código da Vinci o mamotretos similares, desgraciadamente no tan dignos como las lentejas estofadas y el filete de emperador. Por encima de todo esto, en la espumilla mediática del mantel y del folio blanco, los chefs y los poetas juegan a la inmortalidad, hinchados y patéticos como dioses fofos, como dioses muertos.

Caballo blanco

Leo que en Gran Bretaña, en el muy inglés condado de Kent, quieren poner la estatua gigante de un caballo blanco sobre un campo. Conemorará la construcción de la futura ciudad de Ebbsfleet Valley, será la puerta de entrada a la campiña inglesa para los pasajeros que llegan a bordo de los trenes de alta velocidad desde Francia, y last but not least que dirían allí, servirá para homenajear a esa figura mítica de los anglosajones, Horsa, un héroe del siglo VI con nombre de caballo. Hay varios ya esculpidos en la arenisca de las colinas en el sur de Inglaterra. Saludan al viajero desde hace siglos como un tatuaje escarificado en las laderas de caliza. Son ya parte indisociable del paisaje. Para este nuevo garañón se ha encargado a varios artistas la elaboración de un proyecto y el ganador será el erigido. A mí me recuerda todo un poco al toro de Osborne, que pasa por ser la quintaesencia de lo español en tantos cerros y secarrales de nuestra geografía. Al caballo blanco parece que le va mejor que al toro negro, sacrificado todavía en muchas plazas en nombre de un arte ancestral y sanguinario. A mí del toro de cartón de Osborne lo que me llama la atención es ese trozo pintado de azul entre la cola y los cuartos traseros. Casi siempre se confunde con el azul del cielo al fondo, pero hay días que también en España el cielo está nublado y salta a la vista toda la simulación del astado: en ese fragmento de cielo de plástico se descubre el engaño. El caballo blanco gigante puede que sea de acero y se buscan modelos de perfección entre la cabaña equina. Habrá un casting que, como todo allí, no dejará de tener tintes nacionalistas. Existe el precedente en el norte de Inglaterra de una figura de hombre forjada en hierro e instalada en el paisaje con la efímera pretensión de lo imperecedero. Es una escultura de Antony Gormley colocada en un playa frente al mar de Irlanda, cerca de Blackpool, el Benidorm británico. Los perros se le acercan para husmearle y sus dueños parece que ya se han acostumbrado a su metálica presencia. Hubo hasta sondeos de opinión y, como todo, tuvo sus detractores y sus votos a favor. Igual podría hacerse con el caballo blanco. Porque si nos preguntaran a muchos sobre el toro de Osborne, quién sabe, quizá habría que quitarlo. Al fin y al cabo ya nadie toma coñá y ese trozo azul cielo bajo la cola delata su factura impostora. Es la esencia del pop: un cartónpiedra que alimenta lo más typical Spanish, desde el delirio freudiano de Jamón jamón a ese otro delirio cutre de Estopa. ¿Lo quintaesencialmente español son esos cuernos? Yo pondría en la campiña de Kent una manada de caballos blancos de carne y hueso. Y toros negros en los campos españoles. Pero, claro, yo cada vez soy menos pop y cada vez soy más clásico.

sábado, 24 de mayo de 2008

Símbolos, indicios, signos

Leo un artículo de Blake Gopnik sobre una exposición de objetos tallados en marfil en el National Museum of African Art de Washington: Treasures 2008. Son algo más de 70 piezas, desde las labradas en la totalidad del cuerno, hasta brazaletes hechos con segmentos del mismo o finos alfileres. En todos queda como una huella, metonímica o no, de esa materia segregada por la evolución igual que una veta de metal precioso. Gopnik llama la atención sobre lo más clamoroso de este despliegue: los animales de los que fueran arrancados los colmillos. Es ésta una presencia que parece necesario recalcar pues en muchos casos el marfil en Occidente hacía olvidar su origen a los compradores. Incluso cuando se respetaba la forma y lo labrado no podía sino remitir al cilindro óseo que un día perteneciera a un animal vivo, siempre había una culpabilidad de la matanza que los europeos, tan civilizados ellos, ocultaban con la fantasía de ver un nuevo objeto en el trofeo sangriento. Es una presencia, la del animal, que nunca estaba ausente de las representaciones en marfil de los africanos, para quienes el preciado hueso todavía tenía una conexión muy potente con el mastodonte del que fue arrancado. Dentro de la tríada semiótica, elaborada por Charles Sanders Peirce, que da título a esta entrada, el colmillo de elefante trabajado era para los africanos y para los europeos un símbolo de riqueza, pero sólo para los primeros se constituía además en el indicio de que alguien había tenido que salir a la sabana a cazarlo; y sólo ellos verían ahí un signo, una señal, en fin, de que el poseedor del objeto era poderoso y merecía un determinado comportamiento, una reverencia, por ejemplo. La resignificación de los elementos naturales ayuda a su saqueo por parte de mentes puritanas como las nuestras: el hígado de un pato conveniente y profilácticamente enlatado, vendido a precio de oro, ayuda a que sea consumido con deleite y sin un mal gesto de asco o conmiseración. Otro día hablamos de los hábitos patológicos de alimentación de los seres humanos: esas hembras de esturión arrojadas al agua desventradas después de haberles extraído las huevas, algo así como el cinco por ciento de su cuerpo, por ejemplo; o el kobe, un vacuno japonés al que se mima con cerveza y masajes para que la carne tenga una determinada textura. Todo por supuesto a precio de oro. Como bien escribe Blake Gopnik en este artículo, por mucho que se le dé forma artesanal, un colmillo de elefante conserva restos del indicio a poco que escarbemos, es decir, "su forma mantiene la historia del mundo natural del que salió. Es blanco inmaculado pero también rojo sangre". La naturaleza se pasó millones de años dando forma a algo tan terso, formidable y bello como un colmillo de elefante, que tiene una función, es decir, ha sufrido una decantación milenaria y significativa en la especie. Entonces llega un coleccionista occidental y pone en su salón ese mismo colmillo, en el que un artista africano ha grabado la caza del elefante para que el indicio no se borre. Para que no se borre el símbolo ya se ha encargado el coleccionista de pagar una millonada. ¿Y el signo? Pues el gesto de horror y de desprecio, la señal de alarma que nos debiera merecer cada uno de estos objetos, hermosos sin duda, pero profundamente dolorosos. Aunque hay una diferencia: no es lo mismo el colmillo labrado tras la caza de un elefante que luego fue consumido por el poblado, que el colmillo convertido en obra de arte tras una expedición como la de Hombre blanco, corazón negro, por ejemplo, o la del cuento de Arlt La palabra que entiende el elefante (ver entrada más abajo). Es decir, no se trata de hacerse vegano y renunciar al cuero, la lana, etc. Aprovechar una parte más de un animal que ha dado su vida para que otro viva decentemente, sin lucro ni ostentación, parece aproximadamente justo. Llevar abrigos de visón a los bodorrios en pleno setiembre madrileño, por poner otro ejemplo, es más bien injusto. Y muy hortera.

jueves, 22 de mayo de 2008

Reseña de Darwin en las Galápagos en El Cultural de El Mundo

Túa Blesa reseña Darwin en las Galápagos, mi segundo libro de poemas, hoy en El Cultural de El Mundo:

http://www.elcultural.es/HTML/20080522/LETRAS/LETRAS23191.asp

Enric González

Hace tiempo que quiero escribir una entrada sobre Enric González, sobre su columna en la página penúltima de El País. La de ayer es especialmente buena, así que aprovecho. Creo que fue el año pasado cuando por primera vez me fijé en su nombre. Se produjo ese salto irreversible en la lectura mediante el cual una simple noticia, si eso puede existir, nos lleva a deparar en su escritura y descubrimos, detrás del reportero, a un verdadero escritor. Enric González era el corresponsal en Roma y cubrío la polémica publicación por el Vaticano de Sacramentum caritas, detrás de la cual estaba la nueva y no tan nueva política eclesiástica de Benedicto XVI, un documento sobre el que escribí un par de artículos, inéditos, y en los que, entre otras cosas, llamaba la atención sobre el buen hacer del corresponsal. Maruja Torres, la única de las divas de la contraportada del El País a la que leo, venía a decir lo mismo sobre él. Y cuando Enric González asumió el espacio que ahora ocupa, tras el breve lapsus de Boyero, me dio una alegría poder leerlo a diario (aunque yo "libro" el fin de semana, es decir, leo el periódico sólo de lunes a jueves). La semana pasada hubo una columna suya especialmente afortunada sobre el caso del nigeriano polígamo y la Vicepresidenta española, y de nuevo Maruja Torres estuvo pronta a señalarlo en su propia columna. En fin, escribió Enric González ayer sobre la diferencia entre la tele y los periódicos, por ponerlo de manera sucinta. Sobre cómo las imágenes de un desastre natural proyectadas en televisión tienen un impacto que no puede tener la misma noticia publicada en un diario. Y esa pregunta que según él responden o intentan responder los periódicos con su mera existencia, el por qué de los acontecimientos, se explica por el valor de mediación que en su día tuvieron y que hoy, cuando se practica periodismo de calidad, siguen teniendo. El problema es que luego el medio se convirtió en fin, y tenemos casos como el de Rupert Murdoch, por ejemplo, vetando toda reseña en los medios controlados por él a un libro que habla de sus negocios mediáticos en China (véase el artículo al respecto de otro gran periodista, George Monbiot en The Guardian Weekly). Enric González cree que los periódicos son una especie de protector de sus lectores, garantes de la necesaria conexión entre causa y efecto, eso que los medios visuales han acabado desvirtuando hacia el segundo polo: los puros hechos consumados, la visión del resultado. Por supuesto, la tele se lo puede permitir, es en realidad eso, un medio que nos deja, nos debe dejar, con los ojos abiertos. Yo mismo soy consciente de que hay cosas que se deben ver por televisión: no es lo mismo leer sobre la detención de un terrorista que verlo y oírlo dando voces despeinado, ni es lo mismo que te digan que dos aviones se han estrellado contra las Torres Gemelas que presenciarlo a la hora de la comida en absoluto directo. No es lo mismo. A veces es necesario verlo. No para creerlo, sino como manera de fijar ese perfil de cosa irreal que a veces cubre como una prótesis el perfil de lo real. La televisión tenía, y sigue teniendo cuando lo permiten los anuncios y el sentido común, esa función de testigo, de muestra suficiente de realidad. Es una pena que ahora la haya sustituido otra función mucho más odiosa: la de ser un sucedáneo de la realidad. Por eso es bueno leer los periódicos. Y que en los periódicos alguien como Enric González nos diga cómo ver la televisión.

lunes, 19 de mayo de 2008

Ahi, vista troppo dolce e troppo amara

Acabo de ver L'Orfeo, de Claudio Monteverdi, tenida por una de las primeras óperas. Como en tantas cosas, de ópera no entiendo mucho, pero me gusta. Alguien me regaló hace unos años el disco de esta favola in musica y cuando he visto que la ponían en el Teatro Real he ido a verla. Lo primero que tengo que decir es que no me ha gustado el cantante que hace de Orfeo. En la versión que tengo (de Jürgen Jürgens con Nigel Rogers, Emilia Petrescu y James Bowman, uno de los pastores en falseto haciendo de Speranza), Orfeo es más parecido a un tenor dramático que a un barítono casi bajo como éste. Pero ése no creo que sea el problema. Para mí la mejor ha sido Euridice. Detrás de ella Apolo y también el bajo que hace de Plutón. Hay una potente carga sexual en esa escena del lecho en los infiernos, algo que ya se percibe al oír el CD y leer el libreto. El resto de la escenografía es pasable. Creo que la acción tiene lugar en una floresta, pero el escenógrafo lo ha ambientado en un edificio de dos plantas, lo que, si bien crea ciertos anacronismos entre el texto y el escenario referido, permite que las trompetas (mejores tras un accidentado comienzo) dialoguen con los cantantes desde detrás del escenario y en un espacio elevado. Creo que ése es el problema de este Orfeo, que no se ha respetado lo suficiente el diálogo entre músicos y voces. El subtítulo de fábula en música avisa sobre el carácter maridado de ambos, sin el protagonismo que el canto tiene en la ópera posteriormente. Y si bien los instrumentistas tienen amplio y maravilloso espacio para lucirse (un lujo ver a esos músicos volcados sobre guitarrones y arpas barrocas, unos instrumentos delicados y bellos como enormes insectos), el que fuera Euridice la mejor quizá se deba a que canta al barroco modo, como la fábula: en la música. Porque es un poco patético oír desgañitarse a Orfeo, completamente extemporáneo, sin el hieratismo de su amada, entregada siempre al decoro vertical del canto. Este Orfeo por los suelos, perdido en la voz y en el escenario, queda bien lejos del hombre que, se supone, embauca con la dulzura de su canto al reino de las sombras. Tampoco la cantante que hace de la Speranza (uno de los momentos más emotivos para mí en el CD pese a estar en falsete, un tono habitualmente incómodo para mis toscos oídos) está a la altura. También ella se pierde con la voz y con el gesto, buscando un canto melodramático que en realidad es pura melodía, como si quisieran, este Orfeo y esta Speranza, suplir calidad con cantidad. Y digo que yo no entiendo porque a la hora de recoger los aplausos, el que más se ha llevado ha sido Orfeo. Entonces me he dado cuenta de que la silla a mi lado estaba vacía. Es natural: Euridice estaba abajo, en los infiernos. Su canto ha sido, sin embargo, como lo pide ese final neoplatónico de Monteverdi, verdaderamente celestial.

martes, 13 de mayo de 2008

Especies (tipográficas) en peligro de extinción

Leo un artículo de Jon Henley en The Guardian Weekly sobre el peligro de desaparición en francés del punto y coma, esa especie singular, rara, incomprendida. Como todo en la Academia Francesa, achacan la extinción a la influencia del inglés, en este caso a su sintaxis sincopada, viril, fuerte; toda una afrenta a la exuberancia arbórea de la lengua de Marcel Proust, rica en sutilezas, o en afeminamientos, según se mire. Es comprensible que en una sociedad conectada a través de pantallas de teléfono móvil y de laptop, en las que el espacio es escaso, sometida la comunicación a unos usos lingüísticos que hasta prescinden de las letras, se tema por el futuro de los dos puntos, del punto y coma, del guión largo, esos anacronismos de la evolución tipográfica. Lo más curioso es que el desuso se debe, al parecer, a la inseguridad de los nuevos escritores, incapaces de utilizarlo correctamente y, por ello, propensos a eliminar de sus textos el point-virgule, de infausto nombre, hay que reconocerlo. Es divertida la cita que recoge Jon Henley de uno de los pocos de esos autores que lo usa, Michel Houellebecq: “No se acordaba de cuándo tuvo la última erección; estaba esperando la tormenta”. También es curioso, o simplemente sintomático, que uno de los ecosistemas en los que todavía se pueda ver floreciente el punto y coma sea el Journal Officiel, el equivalente al BOE en España. Guardián de las esencias de la patria, la gacetilla lo es también del idioma, como atestigua la tradición de grandes redactores del Boletín Oficial entre nosotros. Reflexiono sobre mis propios escritos y me doy cuenta de que yo también utilizo menos esta terna de mojones textuales; es decir, a mí también me afecta la desaparición del punto y coma, de los dos puntos, del guión largo. Lo asocio, así en una reflexión muy rápida, a mi adiós a la poesía; también a cierta distancia con la pedantería y envaramiento que suele caracterizar a los escritores jóvenes. No obstante, quizá algún lector de este blog piense que aún no me he alejado lo suficiente. En poesía, sobre todo en una lengua de sintaxis tan ramificada y de acentos tan regulares como la francesa, la aparición del poema en prosa responde a una necesidad de llevar al poema los recursos que hiciera suyo el Journal Officiel, es decir, de la prosa. La compartimentación del verso es ya suficientemente significativa, no son necesarias muchas más pausas, y los tres mosqueteros en peligro de extinción cumplen en realidad ese cometido: son un alto en el discurso. Por eso el poema en prosa, la variedad que yo he practicado de poesía, incorpora con abundancia los dos puntos y su elipsis semántica, es decir, el incremento significativo pese a la reducción de exponentes; por eso también el guión es un recurso muy hallado en los poemas en prosa, una especie de remanso rítmico y de sentido; por eso, en fin, ante una ramificación generosa de la línea, el punto y coma ayuda a respirar. Todos estos elementos, me parece, confirman la naturaleza cada vez menos oral de la poesía, sobre todo de la poesía en prosa, el hecho de que con mayor frecuencia el poema sea, como quería Leonardo da Vinci que fuera la pintura, una cosa mental. Yo ahora prefiero los paréntesis al guión largo, las comas al punto y coma, el punto y seguido a los dos puntos. Intento ser menos pedante, vaya, pero seguro que en más de una de estas entradas se me puede sacar los colores con la presencia todavía de alguna de esas especies en peligro de extinción. Según parece, en el futuro habrá que ir al zoo para verlas, quiero decir, al BOE .

miércoles, 7 de mayo de 2008

Una biografía no autorizada de la realidad

Entrevistan en el periódico a Richard Fortey, paleontólogo británico autor, entre otros, del libro La vida. Una biografía no autorizada. Lo leí hace años y me encantó el recorrido por esa historia inquebrantable de lo vivo. Entresacado de la entrevista leo un pequeño titular que me lleva a otras entradas en este blog, a esa crítica al progreso como único y sacrosanto motor de la vida humana sobre la tierra. Fortey lo pone en términos de jugador: “Sólo los humanos hemos sobrepasado los límites que controlan la distribución de las especies, como la geografía. Hemos roto todas las reglas. Por la tecnología, por supuesto”. Entrevistado y entrevistadora pasan a continuación a analizar el papel que en todo ello ha desempeñado la evolución, el destilado que es la inteligencia más concretamente, y parecen atribuir a una suerte de carrera armamentística por dotarse de un cerebro mayor (el símil bélico es del propio Fortey) la amenaza actual contra numerosas especies. Como si la mayor capacidad craneal se hubiera traducido a la larga en nuestra capacidad de ocupación y superpoblación del planeta, llevándonos por delante todo lo que se ha puesto en nuestro camino. Yo creo, sin embargo que puede darse, y de hecho se ha dado y se sigue dando, una relación equilibrada del hombre con el medio ambiente, y que esa carrera tecnológica es más bien un delirio de la especie (como una malformación si se quiere, algo parecido al gigantismo) que un desarrollo inevitable de su fenotipo. Las reglas no las hemos roto porque seamos demasiado inteligentes, sino porque esa inteligencia se ha especializado en algunos de nosotros en una relación de saqueo y usufructo sin límites del planeta y todos sus seres, también los humanos. Pero es un poco más adelante en la entrevista donde doy con algo que me lleva a Viaje al ojo de un caballo, a la interpretación de la realidad que allí propongo como un proceso dinámico de desarrollo y posterior ocupación de espacios. Habla Fortey de lo que ocurre cuando hay una extinción en masa, algo así como una pausa en el reloj evolutivo que puede durar cientos de miles de años. Hasta que todo se acelera: “Se necesita una estructura, como los atolones de coral o la selva, que proporcione un marco con múltiples nichos ecológicos; entonces la evolución se mueve muy rápido, generando ecosistemas muy complejos en que los nichos se llenan enseguida”. La vida va ocupando las retículas que la realidad, de suyo, genera; que la realidad, de suyo, es, una idea hermosa desarrollada en Estructura dinámica de la realidad, ese libro importante de Xavier Zubiri. ¿Qué pasará, pues, cuando, como vaticina otro científico británico traído a este blog, James Lovelock, en cien años se haya extinguido el ochenta por ciento de las especies? ¿Qué pasaría si todo acabara como acaba The Road, de Cormac McCarthy? Pues que al final un ser inteligente acabaría poniéndose en pie otra vez, expandiendo las posibilidades de desarrollo de la realidad. Pero hay una insinuación turbadora en la entrevista a Fortey: “¿Por qué sólo nosotros nos volvimos superinteligentes? Si desapareciéramos, ¿evolucionaría una de las demás líneas? Nunca lo sabremos”. Eso se pregunta él. Y yo me pregunto: ¿Sería ese ser dotado de gran inteligencia un descendiente de los córvidos, o de las ratas, las otras dos líneas que menciona a modo de ejemplo? Aquí, amigo Sancho, topamos ya con cuestiones muy serias, como el antropocentrismo, o la religión. Indudablemente, es normal que pensemos que ese ser inteligente que acabaría surgiendo sería un tipo de homínido. Nosotros hemos sido los agraciados por el azar y la sazón, lo lógico es que nos imaginemos que, dada la primera célula, la culminación de la vida siempre caminará sobre dos piernas, llevará pantalones vaqueros, mechas en el pelo, lucirá aros metálicos en las orejas y en el ombligo, escuchará música en un mp3. Por si acaso, no obstante, no sería mala idea hacer todo lo posible por conservar a la rata y al cuervo.

domingo, 4 de mayo de 2008

The Road

Acabo de terminar de leer The Road, de Cormac McCarthy, y todavía tengo lágrimas en los ojos. La novela es arrolladora, tanto en su inmersión desde las primeras páginas en un planeta devastado (no recuerdo haberlo pasado nunca así de mal leyendo un libro), como en ese final acuático y, pese al submundo, tan luminoso. Sólo decae un poco para mi gusto cerca de su conclusión, en el pormenorizado registro del barco. El canto por el homo faber pasa ahí en apenas unos párrafos de la plenitud al delirio. En esos momentos en los que McCarthy se transforma en macgiver con tanta descripción de enseres, piezas y mecanismos, todo me empezaba a recordar una de las primeras novelas en lengua inglesa: Robinson Crusoe, también prolija en el desmenuzamiento de la capacidad técnica del protagonista. Justo en ese instante aparecen en The Road las huellas de las botas en la playa, y el flashback al náufrago parece confirmarse. Pero la comparación no se sostiene mucho más allá. Robinson Crusoe es un canto a la voluntad de supervivencia del individuo en un mundo que está dejando de ser providencial, casi un ensayo en las posibilidades de persistencia de una mentalidad, la Protestante, que empieza a ser dueña exclusiva y consciente del planeta. Exagerando un poco quizá se podría decir que el mundo que nace a los pies de Robinson Crusoe tiene que tener como final lógico e inevitable el paisaje apocalíptico por el que cruzan padre e hijo en la novela de McCarthy. En The Road el contrapunto del hijo hace que la historia sea algo más que una gesta de supervivencia. Lo que cuenta es una historia motivada, si se puede decir así, no una hazaña más o menos gratuita. The Road trata de algo muy sencillo pero muy contundente: del bien y del mal, y lo hace sin concesiones al todo vale posmoderno. Como si en el posmundo ya fuera imposible andar jugando a cualquier forma de relativismo. Esa misión sagrada que tiene el padre de portar la luz, de hacerle al hijo consciente del bien indestructible que lleva dentro, de alumbrar la conciencia en las penumbras de su joven cerebro, más densas si cabe que las tinieblas que envuelven el planeta, esa empresa vital de ser el portador de la llama, la pantalla que la protege, nos llega como un destino ulterior y a la vez primigenio de la especie. Por ello es tan hermoso el párrafo final, todo un poema en prosa, como hay muchos y bellos en The Road, que no pierde en ningún momento su naturaleza narrativa por ello: esas formas caprichosas en el lomo de las truchas, manchas vermiculares que pudieron ser el mundo. Que ya no lo serán. Vermicular viene de vermes, gusanos, y este final me trae a la memoria el principio de otro libro pionero en las letras anglosajonas: La Naturaleza, de Emerson, ese gusano "luchando por alzarse hasta lo humano". La realidad siempre pujando en múltiples formas, dando de sí una morfología plural que la sostenga. Y por último, leyendo The Road me vino también a la memoria otra historia de buenos y malos, El Señor de los Anillos, narrada de muy distinta forma, pero con un latido idéntico. Eso es lo que me llenó de lágrimas los ojos: ver cómo todos los seres reales, hombre, elfos, dan lo que tienen y hasta lo que son para que perviva el hombrecillo portador de la luz, del bien, del conocimiento. Ver cómo ese padre abraza siempre al hijo cuando amenaza algún peligro. También el peligro mayor de todos: que dude de sí mismo.
A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]