A Conney Island of the Mind, así se llamaba un libro del poeta Lawrence Ferlinghetti. Escribo esto ya desde el avión que me lleva a Madrid. Mi compañero de asiento es un poeta chileno de doce años, Franco, que va a Europa con sus padres a conocer las grandes capitales, esa peregrinación que todo americano que se precie y con posibles acaba haciendo algún día, desde el mismísimo Emerson, a Rubén Darío o Borges. Quién sabe, quizá Franco, a quien le gusta escribir poemas y ha sacado la máxima nota en Historia, además de abrir mucho los ojos e impregnarse de lugares históricos, le acabe enseñando también algo a ese viejo continente nuestro que a veces se niega a aprender. Detrás, zarandeando mi asiento cada vez que la sube su madre a él y cada vez de él se baja, está Conney, una niña de cuatro años nacida en Santiago pero que sólo habla inglés. Va con su familia a Londres, donde viven, vía Madrid. Lo nuestro ha sido todo un flechazo, amor a primera vista y completamente desinteresado. Del bueno, vaya. Para facilitar las cosas, le he dicho que me llamo Charlie. Coge enseguida confianza y me pregunta que si no tengo mujer e hijos. Después, que por qué no tengo mujer e hijos. Se sienta conmigo y me abraza, me da besos de pececillo. Luego obedece a su madre y vuelve al asiento. Me llama cada equis desde allí. Cuando oigo esa vocecita se me abren las carnes: si algún día tengo una hija quiero que se parezca a Conney, y que su nombre sea también el triunfo de alguna revolución perdida como la de Ferlinghetti.
Ayer, Pedro y Marta me llevaron a una pequeña fiesta de aniversario en casa de unos amigos suyos, una gran noche. Me tentaron a quedarme el fin de semana, a que retrasara el vuelo hasta el domingo y me fuera con ellos a la playa. Pero esta mañana he desoído aquel consejo de Oscar Wilde y he decidido no caer en la tentación como mejor forma de evitarla. Me voy con un gran recuerdo de todos ellos, de esta ciudad, de este país. Y no sé por qué, yo diría que voy a volver. No comí calafate, unas bayas parecidas a la grosella, algo que, según dice la tradición, es un método infalible para garantizar la vuelta a Chile. Pero sí bebí cerveza que sabía a calafate. Espero que con eso valga, y me vean pronto estas montañas, estos mares y estos ríos. Estos amigos.
10 de enero
Ayer, Pedro y Marta me llevaron a una pequeña fiesta de aniversario en casa de unos amigos suyos, una gran noche. Me tentaron a quedarme el fin de semana, a que retrasara el vuelo hasta el domingo y me fuera con ellos a la playa. Pero esta mañana he desoído aquel consejo de Oscar Wilde y he decidido no caer en la tentación como mejor forma de evitarla. Me voy con un gran recuerdo de todos ellos, de esta ciudad, de este país. Y no sé por qué, yo diría que voy a volver. No comí calafate, unas bayas parecidas a la grosella, algo que, según dice la tradición, es un método infalible para garantizar la vuelta a Chile. Pero sí bebí cerveza que sabía a calafate. Espero que con eso valga, y me vean pronto estas montañas, estos mares y estos ríos. Estos amigos.
10 de enero
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