miércoles, 30 de enero de 2008

En la muerte de Sir Edmund Hillary

Según leo ahora, el 11 de enero murió Edmund Hillary, el montañero neozelandés que fue el primer hombre en hollar, se dice así, ¿no?, la cima del Everest. Le acompañaba Tenzing Norgay, un sherpa cuyo nombre también se recuerda entre los connoisseurs. Pero el que ha pasado a la posteridad es, claro, el hombre blanco. Anglosajón por más señas. Por alguna parte tengo escrito que su comentario al bajar al campamento base, “Well, we knocked the bastard off”, “Le tumbamos al muy cabrón”, o incluso, “Le dimos para el pelo al muy cabrón”, es buena muestra de ese afán occidental por conquistar los espacios naturales, como si la montaña se hubiera subido a sí misma a un pedestal y pidiera a gritos que de allí la bajasen. O que la sodomizasen por su arrogancia. Por supuesto, el Everest siguió siendo el Everest como si tal cosa después de aquel 29 de mayo de 1953, fecha de su coronación. Es más, ya era el Everest mucho antes de que otro anglosajón así lo bautizara en 1865. Antes incluso de que alguien lo llamara simplemente el Pico XV. Y lo seguirá siendo cuando el último hombre blanco y el último serpa expiren sobre la tierra. Quizá sea ése el pedestal de la montaña que tanto irrita, o excita, según se mire, al ser humano: su indiferencia. Pero las cosas han sido muy diferentes en el monte Everest después de aquella escalada. Y hay que darle crédito a Hillary por saber reconocerlo: “Los que conocíamos a los sherpas a menudo pensábamos que serían mucho más felices y que sus vidas serían mucho más sencillas si el mundo de fuera les dejara en paz. Pero desgraciadamente no había la más mínima posibilidad de que así fuera. El Khumbu [uno de los glaciares que flanquean el Everest] ha sido el destinatario de muchos de los ‘dones’ de nuestra civilización: se están talando bosques, la basura se amontona en torno a los campamentos y los niños han aprendido a pedir limosna […]. A veces me corroe la sensación de culpa”. Crédito también por su trabajo con las comunidades nepalíes. Pero parece que toda relación de Occidente con otras zonas del planeta venga presidida por esa sensación de culpa, de restitución. Como cuando Hillary construyó una escuela para los sherpas en los años sesenta: “Parecía la mejor forma de devolverles la ayuda que me habían prestado”. También construyó hospitales y su altruismo, quiere uno pensar, le ayudó a subir el primero tanto como sus dotes físicas. Posa en la fotografía del obituario con la arrogancia que supone llevar las orejas descubiertas, para escarnio de sabañones, y con su perfil prognato de hombre de Yorkshire incólume, el tupé revuelto. Había sido apicultor en su juventud. Fue buena gente.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]