jueves, 15 de noviembre de 2007

Microeditoriales

El periódico de tirada gratuita adn, en su edición de ayer, dedicaba un artículo a las microeditoriales: sellos nacidos ya bien entrado el siglo y que editan, con bajo presupuesto más grandes dosis de mimo e imaginación, libros exquisitos, raros, de autores desconocidos. Uno de los libros cuya portada se reproduce es Viaje al ojo de un caballo. Claro, yo siempre la he tenido pequeña (la inspiración, digo). Y el tiempo para dedicarle a la escritura. Como tantos otros escritores que han de compaginar su vocación literaria con un trabajo de ocho horas. Yo asumo, pues, mis limitaciones de tamaño: me declaro desde ya microescritor. Quizá haya por ahí algún microlector interesado y podamos entablar una relación fructífera y microscópica.
Siempre me llamó la atención que editoriales como Anagrama o Tusquets, con proyectos sólidos, prestigiosos y sostenidos desde hace años, se definieran a sí mismas como “pequeñas”. Algo que suena casi irónico, porque si Herralde o de Moura la tienen pequeña (la capacidad de edición, digo), entonces a gente como Sergio Gaspar de DVD ediciones o Pepo Paz de Bartleby les parecerá que ni se la encuentran. La cadena trófica de las editoriales en España va quedando bien taxonomizada. Tenemos los grandes depredadores, especies de tamaño mastodóntico como Planeta o Mondadori, también llamados grupos editoriales porque, sobre ser grandes, además cazan así, en grupo. Luego están las editoriales “pequeñas”, para entendernos, el depredador de tipo medio como Anagrama o Tusquets. Más abajo las minieditoriales, DVD o Bartleby, en las que se produce el milagro de la transubstanciación de la editorial en la carne y persona del editor. Y por último, garrapateando a ras de tierra, las microeditoriales que adn acaba de catalogar: Artemisa o Periférica, por citar dos ejemplos.
Esta es la jerarquía. Y uno se pregunta si los trasvases en un sentido u otro de la cadena son bien mirados. Si las minieditoriales, por ejemplo, ven con buenos ojos que los miniescritores flirteemos con las microeditoriales, es decir, nos jibaricemos hasta alcanzar la naturaleza micro. O si será posible que un microescritor al que se le ha dado la oportunidad de aspirar a la categoría mini, de repente salte dos peldaños en la cadena y se cuele en las “pequeñas” editoriales (a los que suben hasta el grado extático de la depredación no los cuento, pues son el porcentaje de milagro que todo ecosistema necesita para no extinguirse). Vamos, como aquel delantero centro de la Ponferradina que fichó el Depor y al que dosificó minutos, oportunidades, juego. Todo para ver cómo les dejaba con un palmo de narices y triunfaba en el Barça. Y es que los escritores son animales muy desagradecidos.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]