lunes, 19 de noviembre de 2007

Presas y presos

Gente que ha leído Viaje al ojo de un caballo me dice que la imagen de China como el malo de la peli quizá sea exagerada. Habría que preguntárselo a los mongoles y demás pueblos limítrofes con el gigante asiático. Pero sobre todo, me temo, habría que preguntárselo a los propios chinos. Leo una noticia en El País de hoy, sobre la presa que están construyendo en el Nilo para el gobierno sudanés. Los trabajadores son chinos y viven dentro del perímetro mismo de la futura presa. ¡Eso sí que es compromiso con la obra a realizar y no la literatura comprometida! Por supuesto, no tienen ningún contacto con la población de Sudán y se pasan allí años sin salir. Se rumorea que pueden ser presos chinos condenados a trabajos forzados. Sea como sea, parece una mano de obra barata, rápida, eficaz. Las palabras de un opositor sudanés (¿qué dirá el gobierno?) no tienen desperdicio: "El balance es muy positivo. Hacen lo que necesitamos y barato. Su papel es mucho mejor que el de los occidentales". Los chinos fabrican mucha de la ropa que llevamos, los utensilios de cocina que utilizamos, tienen una manufactura sin rival en el mercado internacional. Ahora, además, exportan mano de obra para proyectos de ingeniería poco populares. Van a arrasar (también en el sentido lato de la palabra, me temo). La caridad empieza por uno mismo, claro, y ahí está la presa de las Tres Gargantas para quien les acuse de no aplicarse su propia medicina. El proyecto en Sudán, dicen, ayudará a sacar a África de la pobreza y a llevarla poco a poco hacia el desarrollo. Los pueblos sumergidos, los miles de realojados, la fauna y flora sepultada bajo las aguas parecen pecata minuta comparados con la promesa del progreso, esa cura para todo. Nuevamente, el fin parece justificar todos los medios. Como en las Tres Gargantas. Como en Riaño. La naturaleza se adapta, si le cubren esta parte, florecerá en esta otra. Si mueren X número de especies, otras surgirán, se modificarán. Así ha sido siempre y así seguirá siendo, aunque sea a causa de ingerencia humana, devastadora, claro, pero no necesariamente terminal. Ahora bien, ¿estamos en condiciones de asegurar que esa devastación no será definitiva para nuestra propia especie? Y sobre todo, incluso si sobrevivimos, ¿en qué condiciones y a qué precio?

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]