domingo, 25 de noviembre de 2007

Los caballos de Durero

En la exposición de Durero y Cranach en el Museo Thyssen y la Fundación Caja Madrid hay muchos caballos. Parece que el caballo sea como una medida de las dotes del pintor. Todos los violonchelistas tienen que grabar las suites de Bach para doctorarse. Y los pintores tienen que pintar un caballo, al menos uno. Hasta Goya lo hace, en plena batalla de los mamelucos, sufriendo el filo de la daga también él, un caballo cayendo, excesivo como toda guerra. Y Picasso, que como siempre viene a ponerlo todo patas arriba, va y pinta un borrico, que a su modo es un caballo.
El caballo en la pintura parece que se tenga que someter también al filtro de lo ideal. Y lo pintan gigantesco, con ancas descomunales. A Durero le salen bien cuando el caballo está montado, como parte de ese otro ideal que es la caballería. Pero cuando los pinta sin jinete, como en el grabado de San Eustaquio, por ejemplo, le sale el lomo demasiado largo, como si no supiera qué hacer con él, como si un caballo sólo pudiera montarse y al pintor le sobrara toda parte no cubierta por la silla.
Me quedo, sin embargo, con los caballos salvajes de Hans Baldung Grien, dos grabados de 1534. Me recuerda mucho al takhi entre los abedules de Hustai. Aparecen apelotonados, unos encima de otros, participando todos de ese espíritu común de vida salvaje que el pintor, de nuevo, ha buscado como el ideal del cuadro. La aglomeración, sólo aparentemente desordenada, de cuellos, patas, ancas, lomos, todo ello entre los árboles, es prácticamente el mismo cuadro que yo vi en Mongolia en mi segundo día de observación del takhi. Una masa informe de proteínas para mis antepasados cazadores, o algo así, digo en el libro.
El caballo representado en estos grabados de Baldung Grien no es el caballo salvaje, el tarpán, por aquella época quizá ya extinto. El ideal tiene doble sentido entonces: el pintor retrata un mundo perdido. Y aunque la tinta negra no reproduce ningún color, sólo la sensación de un color, yo juraría que el pintor ha visto realmente un grupo de caballos salvajes en el bosque. Uno de ellos hasta orina. Tiene un miembro enorme que parece la trompa de un elefante o un múrice gigante y el chorro le une en un vínculo secreto con la tierra. Ese caballo es mi caballo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

http://manuelrico.blogspot.com/2007/11/la-alegra-por-un-nuevo-libro.html:

Lo importante es esto: "Oscar Curieses es una muestra de ese empeño, de esa tenacidad bartlebiana en favor de la buena poesía. Como lo fuera hace unos años Julieta Valero, o Marcos Canteli, o Mariano Peyrou, o Carlos Jiménez Arribas (a quienes descubrimos y editamos antes de que nadie hubiera dado un duro por ellos), o Jordi Doce, o Eduardo Moga, o Isabel Pérez Montalbán (con su libro más complejo e innovador, por cierto). Como lo acaba de ser, con Óscar, Juanjo Almagro."

Carlos Jiménez Arribas dijo...

Es cierto. No hace mucho un poeta aragonés que no tiene nada que ver con el sello celebraba la apuesta rigurosa que viene haciendo Batleby. Es una editorial en la que la gente se acostumbra a ver libros valiosos. Y eso no es fácil. Como al cerdito de las trufas, a Pepo no le falta ni tesón ni olfato. Es cierto: muchos no seríamos gran cosa en esto de la literatura sin él.

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]