viernes, 16 de noviembre de 2007

Una montaña es un pensamiento

Acabo de leer el libro de Fermín Herrero Tierras altas (Hiperión, 2006), y no encuentro mejor ejemplo para la etiqueta que lleva esta y otras entradas: libros y paisaje. En Tierras altas el libro es el paisaje, lo absorbe de manera tal, que aunque yo nunca he estado en esa parte de Soria, podría dibujarla con los ojos. Pero no es ese paisaje transido de la inmensidad de lo sublime que se ve en la exposición sobre el Romanticismo en la Galería Juan March (de la que quiero escribir una entrada próximamente), sino un paisaje demorado en lo pequeño, con la huella de lo humano perdurable (y sostenible, como se dice ahora). Un paisaje, claro, en serio peligro de extinción. Como si todo lo que vi en Mongolia de repente tuviera fecha de caducidad. Leí por primera vez a Fermín en Echarse al monte, con el que ganó el premio Hiperión en 1997. Aquel libro me encantó, me pareció combativo, radical, síntesis difícil y valiosa de dos mundos, el urbano y el rural, en uno solo que es la experiencia del poeta. Veo Tierras altas menos belicoso, pero más radical todavía. Supongo que también los poetas se hacen mayores. Aquí la resistencia viene de la misma desnudez del paisaje y se acerca por eso mucho más a lo indestructible. El poema también. Falta nos hace, pues el libro levanta acta de la desaparición de una forma de vida, o lo que es lo mismo, una forma de relación con la naturaleza, la última que lo hace en equilibrio en la Europa de las subvenciones. Ahora es el tiempo del saqueo y su perverso envés: el proteccionismo. Hay poemas que son una auténtica joya. Podría citar varios, pero me quedo con este:

NOVIEMBRE

Es otra luz,
se espesa el aire. Rama.

También porque es el mes en el que estamos. Y porque aprovecha muy bien los recursos del haiku sin caer en su manierismo formal (a mí el haiku siempre me ha parecido demasiado manierista, y este poema demuestra cómo romper esa letra sin perder su espíritu). El tiempo que canta Fermín ya no volverá y comparte esa conciencia y esa belleza con la película de otra soriana, Mercedes Álvarez: El cielo gira. Hay más rincones en España parecidos, pero quizá sea necesario que, en la tierra en la que resistió Numancia, otro Megar resista en la palabra y la memoria de Fermín, que ha sido pastor, y ha escuchado el relato aterido de los camineros al amor de la lumbre, más espeluznante aún que el aullido del viento en la chimenea. Aunque el libro lleva ya tiempo publicado, celebro Tierras altas como lo que es, un (re)descubrimiento. Y celebro que Fermín siga resistiendo con su poesía de altura ante el nuevo Escipión (¿o ha sido siempre el mismo?).

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]