miércoles, 9 de abril de 2008

El padre de "Gaia". La madre tierra

Leo una entrevista con James Lovelock, el padre de “Gaia”, esa concepción de la Tierra como un organismo vivo. De Lovelock y su teoría hablo en Viaje al ojo de un caballo, como trasfondo idóneo de la defensa de la realidad y de la naturaleza que me ocupa allí. Lovelock tiene 88 años y sigue investigando en un molino abandonado en Cornualles, reconvertido en laboratorio científico desde los años sesenta, cuando promulgó su controvertida teoría. El título de su último libro, sin embargo, La venganza de Gaia, me parece menos convincente. Fue un acierto acuñar esa idea, la de que la Tierra se autorregula como un ser vivo y tiene entidad y unidad como tal. Ahora bien, hablar ahora de venganza tira un poco por los suelos el acierto que supuso darle vida al planeta. Yo no creo que se trate de venganza, más bien de regulación. Leer esto último como una especie de revancha es un incremento moral, si se puede decir así, una interpretación excesivamente antropocéntrica de los cambios que ha sufrido la Tierra en los últimos doscientos años (claro, que es el hombre el que ha operado esos cambios). Quizá sea simplemente una concesión al mercado, una forma de vender de forma más eficaz su libro. Pero no le hace falta a Lovelock, quien por otra parte siembra esta entrevista de esas piedrecitas que dejan en el camino los hombres sabios. Esa sabiduría le hace ser optimista. ¿Y cómo, cabe preguntarse, ser optimista ante las cifras que arroja? Meteorología extrema en 2020, desertización del continente europeo en 2040, parte del sur de Gran Bretaña bajo el agua… ¿qué tipo de optimismo suicida es conjugable con estos datos? Pues uno que cree en la capacidad, no sólo de la Tierra, sino del hombre, habitante de ella, para regenerarse. Aunque no para reciclarse, pues Lovelock ve mucho de gesto vacuo en toda la nueva moda del pensamiento ecologista, esa hipersensibilización que han conocido los últimos tiempos hacia el medio ambiente. Según Lovelock es todo inútil ya, la cuenta atrás ha comenzado y nada puede parar la devastación del planeta. Quizá si le hubieran hecho caso en los años sesenta… Pero yo creo que tampoco. El devenir de la Tierra venía grabado casi como un código genético en la especie, como una trama adelantada de la novela de la vida que es la Historia, esa aceleración de los fenómenos, ese vértigo del progreso que nos ha hecho más limpios, longevos, saludables pero que ha destruido el planeta. En algún momento se rompió el equilibrio y para que hoy todos tengamos lo último en tecnología en nuestro hogar, una enorme capacidad de destrucción ha sembrado de desiertos y de vertederos este mundo nuestro. Quizá sea ahí donde más en desacuerdo esté con Lovelock, quien sigue viendo en la tecnología la salvación. No hay vuelta atrás, eso sí es cierto. Su defensa de la energía nuclear, por ejemplo, no es más que eso, un optimismo casi temerario típico del talante anglosajón, quienes son un poco los pirómanos de todo esto: Grecia, el Mediterráneo, nunca habría llegado a tanto. Quizá a quien de verdad habría que pedir cuentas sea a Calvino, más atrás incluso, a esa primera necesidad de echar una carrera contra el tiempo, lo que acaba siendo también una carrera contra la Naturaleza. Contra el hombre mismo y contra Gaia, en realidad, que no conoce venganza, pero sí la aniquilación necesaria para esa regulación inevitable de su organismo: el ochenta por ciento de la humanidad habrá desaparecido antes de 2100. Quedan la esperanza final de Lovelock, ese hombre que acabará poniéndose algún día de nuevo en pie sobre la Tierra. Algo así digo en algún punto de Viaje al ojo de un caballo, imaginando un nuevo grado cero de la naturaleza en la estepa de Mongolia. El optimismo de Lovelock le lleva más allá: ese nuevo ser sabrá vivir en armonía con la madre Tierra. Todos estos mecanismos de regulación serían, según él, una forma de separar el grano de la paja, el ser de la nada, diría yo, preservar el ser humano que se crece con la adversidad y da lo mejor de sí prevaleciendo. Y pienso finalmente que mejor que el premio Nóbel de la Paz a Al Gore, mucho mejor y más justo, habría sido el de Literatura para Lovelock: ¿a alguien se le ocurre una creación más hermosa y verdadera que Gaia, esta paciente madre nuestra?

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]