sábado, 5 de abril de 2008

Antonio López García

“Cuando hay una sustancia lo suficientemente densa la obra está acabada”. Palabra de pintor. Pero no de un pintor como Rothko, de densas telas en los fondos; tampoco de Pollock, con la densidad del trazo hecha grumo, circunvolución del cuadro en engañosas manchas (pues todo es pura línea); ni siquiera la densidad semiótica de un pintor como Barceló. Qué va. Lo dice Antonio López, el representante más señalado de la figuración española. Leí esta frase, y otras, en una entrevista para El País hace dos días y he querido escribir algo desde entonces. Porque me provoca muchas preguntas. ¿Es la forma una decantación, una destilación de la sustancia? ¿Es eso también el poema en prosa, por ejemplo, un receptáculo de líneas perfiladas en el que adensar sustantivamente la palabra hasta llegar a ese triunfo de la forma de la que hablaba García Jambrina en su reseña de Darwin en las Galápagos? ¿Qué pasa con los perfiles, están ahí acaso sólo para contener la sustancia, el único garante de la forma? Hay imágenes del trabajo actual de Antonio López en dos cabezas gigantes de niña, con fotos del sujeto real, su nieta, tomadas desde distintos ángulos y pegadas a la parte de la escultura que albergará esa sustancia, que conocerá esa forma. Aparecen en la memoria sus cuadros de la Gran Vía, los tejados de Madrid, y entonces la obra de un pintor al que se le ha echado en cara un mimetismo excesivo de la realidad se dignifica. Dignifica también el arte que practica, la pintura, que no está muerta ni muchos menos. Porque en esas palabras de Antonio López queda clara cuál es la labor del pintor en la época de la reproducción tecnológica, cuando la fotografía pareciera haber ocupado esa función de mimetismo (Pero prueba de que no es así es que la fotografía también ha tenido que adensar el objetivo para lograr su forma, ajustar el ojo, pues al fin y al cabo se trata de eso). El pintor se purifica en la copia, en el acopio de elementos que es el cuadro. Cuando los grises son lo suficientemente opacos como para parecer etéreos, cuando el membrillo ha absorbido la suficiente densidad de materia plástica como para parecer suspendido en el aire del cuadro, entonces ya está acabada la obra. Antonio López reivindica así la labor secreta del artesano, su pervivencia en el artista. Frente a tanto conceptualismo en el arte actual, tanto diseñador o jefe de obra, Antonio López reivindica las manos callosas y la labor secreta de los albañiles. Es un trabajo táctil. Por eso habla de la evolución callada de Velázquez, de su secreto desarrollo. Y al mencionar también a Picasso, aunque no los relacione expresamente, está citando los dos ejemplos máximos de una forma de entender el arte y la vida: la realidad frente a la nada. Antonio López ama a Velázquez, está claro en su pintura y en sus palabras. Picasso odiaba a Velázquez, a veces es como si la mitad de su obra fuera un intento de destruirlo. Está clara la filiación, pues, de Antonio López. Antonio López García, quien dignifica al artesano con sus apellidos, con sus pantalones de pana, que casi parece no haberse quitado desde aquel sol de Arturo Soria, aquel sol del membrillo. Y es que en los hangares de Arganda hace frío. Pero las manos del pintor están calientes. “Manos frías, amor de un día. Manos calientes, amor para siempre”, eso cantaban antes las niñas. Eso ha esculpido Antonio López, una niña salida del calor de los hornos, suspensa en la gravedad del aire, etérea en la densidad de su sustancia. No es flor de un día. Es para siempre.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]