miércoles, 30 de abril de 2008

¿Para qué sirve un blog?


Un blog sirve o debe servir para colgar los instantes que uno pasa consigo mismo. Hoy me fui a la ribera del Tajo, el Mar de Ontígola, un sitio que sólo por ese nombre ya merece una visita. Buscaba mariposas pero hallé pájaros, muchos patos y garcetas, esa ave con el cuello flexionado como un enigma, y la maravilla del aguilucho lagunero, que por su tamaño y por su vuelo parece más un gavilán. Los he visto planear y hacer picados sobre el carrizal que rodea la laguna, donde anidan los ánades reales y demás seres reales de este microclima único. La laguna la construyó Juan de Herrera, el arquitecto de Felipe II, siguiendo indicaciones del rey para un antiguo embalse del siglo XV. Pasa por ser la primera presa del mundo y da cosa ver los sillares de la época aún en pie y funcionamiento. Luego busqué un tarayal, ese árbol que me recuerda el brezo gigante de la laurisilva. En los márgenes del Tajo hay muchos y vi un par de conejos. Crucé el Tajo y comí junto a un pequeño embalse, el de Cazalegas. Finalmente, buscando quizá la querencia de la sierra, crucé hacia el valle del Tíetar por unos pueblos mágicos, Hinojosa de los Montes, El Real de San Vicente, Navamorcuende. Allí los robles son gigantes. ¿Incidentes? Bueno, mientras miraba con los prismáticos el mar de Ontígola, llegó un perro cruce de rotweiler y pastor y se me vino encima. El dueño detrás, diciendo lo que dicen siempre, si sólo quiere jugar, etc., pero el perro seguía enseñándome los dientes y viniéndose, y yo encarándolo y repitiendo quieto, quieto. Me pasó algo parecido el verano pasado en Villa Adriana. Si les das la espalda a estos perros que, por lo que sea, se le vienen a uno encima, estás perdido y te buscan las pantorrillas. Bueno también se me ha quemado el lado izquierdo de la cara y el cuello, porque junto a ese puente que aparece en la foto estuve tumbado unos minutos oyendo pasar el agua y viendo, regalo ocasional, volor algún vencejo. Este fue mi día del trabajo, un día dedicado a esa labor humilde, irrepetible, de lo vivo.


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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]