domingo, 4 de mayo de 2008

The Road

Acabo de terminar de leer The Road, de Cormac McCarthy, y todavía tengo lágrimas en los ojos. La novela es arrolladora, tanto en su inmersión desde las primeras páginas en un planeta devastado (no recuerdo haberlo pasado nunca así de mal leyendo un libro), como en ese final acuático y, pese al submundo, tan luminoso. Sólo decae un poco para mi gusto cerca de su conclusión, en el pormenorizado registro del barco. El canto por el homo faber pasa ahí en apenas unos párrafos de la plenitud al delirio. En esos momentos en los que McCarthy se transforma en macgiver con tanta descripción de enseres, piezas y mecanismos, todo me empezaba a recordar una de las primeras novelas en lengua inglesa: Robinson Crusoe, también prolija en el desmenuzamiento de la capacidad técnica del protagonista. Justo en ese instante aparecen en The Road las huellas de las botas en la playa, y el flashback al náufrago parece confirmarse. Pero la comparación no se sostiene mucho más allá. Robinson Crusoe es un canto a la voluntad de supervivencia del individuo en un mundo que está dejando de ser providencial, casi un ensayo en las posibilidades de persistencia de una mentalidad, la Protestante, que empieza a ser dueña exclusiva y consciente del planeta. Exagerando un poco quizá se podría decir que el mundo que nace a los pies de Robinson Crusoe tiene que tener como final lógico e inevitable el paisaje apocalíptico por el que cruzan padre e hijo en la novela de McCarthy. En The Road el contrapunto del hijo hace que la historia sea algo más que una gesta de supervivencia. Lo que cuenta es una historia motivada, si se puede decir así, no una hazaña más o menos gratuita. The Road trata de algo muy sencillo pero muy contundente: del bien y del mal, y lo hace sin concesiones al todo vale posmoderno. Como si en el posmundo ya fuera imposible andar jugando a cualquier forma de relativismo. Esa misión sagrada que tiene el padre de portar la luz, de hacerle al hijo consciente del bien indestructible que lleva dentro, de alumbrar la conciencia en las penumbras de su joven cerebro, más densas si cabe que las tinieblas que envuelven el planeta, esa empresa vital de ser el portador de la llama, la pantalla que la protege, nos llega como un destino ulterior y a la vez primigenio de la especie. Por ello es tan hermoso el párrafo final, todo un poema en prosa, como hay muchos y bellos en The Road, que no pierde en ningún momento su naturaleza narrativa por ello: esas formas caprichosas en el lomo de las truchas, manchas vermiculares que pudieron ser el mundo. Que ya no lo serán. Vermicular viene de vermes, gusanos, y este final me trae a la memoria el principio de otro libro pionero en las letras anglosajonas: La Naturaleza, de Emerson, ese gusano "luchando por alzarse hasta lo humano". La realidad siempre pujando en múltiples formas, dando de sí una morfología plural que la sostenga. Y por último, leyendo The Road me vino también a la memoria otra historia de buenos y malos, El Señor de los Anillos, narrada de muy distinta forma, pero con un latido idéntico. Eso es lo que me llenó de lágrimas los ojos: ver cómo todos los seres reales, hombre, elfos, dan lo que tienen y hasta lo que son para que perviva el hombrecillo portador de la luz, del bien, del conocimiento. Ver cómo ese padre abraza siempre al hijo cuando amenaza algún peligro. También el peligro mayor de todos: que dude de sí mismo.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]