jueves, 29 de mayo de 2008

Hallados tres dibujos de Goya perdidos en 1877

Bajar riñendo o reñir bajando, qué más da. En uno de los dibujos de Goya que se han encontrado en Suiza, las brujas de Macbeth, volátiles, no estáticas, peleándose entre ellas por dar la mala noticia de un destino sangriento, bajan desde el número dos, o desde el cuarenta y siete. Son números de catalogación, ajenos y posteriores a Goya; ajenos a ellos mismos ya, pues el dos está tachado, y el cuarenta y siete dentro de un círculo. Bajan las brujas agarradas de los pelos, de un tobillo, todo bocas y espuma. La mente se dispara, reconoce en Goya a un contemporáneo y automáticamente cambia de canal. Hace zapping la memoria y aparece otra figura, la de aquel hombre de traje blanco que caía desde una de las Torres Gemelas, sin pelos ni tobillo al que agarrarse, riñendo sólo con él mismo. Un hombre que bajó girando. O giró bajando, qué más da. ¿Cómo se llamaba aquel hombre? Tenía un nombre antiguo, español. Fortunato, o Porfirio, o Ventura, nombres aciagos como la palabra de la bruja que dijo caerás. Goya, que no es nombre antiguo, quizá tampoco español, pintó al oráculo cayendo. Un dedo invisible pulsa otro botón. Ahora se ve un cuadro renacentista. Lo ha pintado Rafael y está en el museo del Prado, La transfiguración del Señor. Representa una ascensión al cielo vista desde abajo (aún no había enseñado Juan de la Cruz como mirar al dios desde lo alto). El dios es joven y etéreo, carnoso sólo en el contorno de las piernas, y abre los dedos de los pies como si flotar fuese cosa de palmípedos. Como si Rafael al pintarlo hubiera recordado una imagen que vio mientras buceaba: la superficie desde el fondo, el rompimiento de la luz sobre las aguas y en la luz los dedos al flotar volando. O al volar flotando, qué más da. Vuelvo al primer canal y me pregunto dónde vio Goya caer a alguien así, precipitadamente cuatro. Y dónde vio aquel hombre de traje blanco y nombre antiguo, transfigurado en la caída, que un hombre cuando cae gira sobre sí mismo y forma números con los brazos y las piernas, pasa desde el dos hasta el cuarenta y siete, cae y sigue cayendo, llega hasta el cero y nada es. Dónde, dónde vio Goya la nada para que tuviera que pintarlo todo. Todo, dos números, un delantal, una toquilla, un círculo de sombra.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]