martes, 13 de mayo de 2008

Especies (tipográficas) en peligro de extinción

Leo un artículo de Jon Henley en The Guardian Weekly sobre el peligro de desaparición en francés del punto y coma, esa especie singular, rara, incomprendida. Como todo en la Academia Francesa, achacan la extinción a la influencia del inglés, en este caso a su sintaxis sincopada, viril, fuerte; toda una afrenta a la exuberancia arbórea de la lengua de Marcel Proust, rica en sutilezas, o en afeminamientos, según se mire. Es comprensible que en una sociedad conectada a través de pantallas de teléfono móvil y de laptop, en las que el espacio es escaso, sometida la comunicación a unos usos lingüísticos que hasta prescinden de las letras, se tema por el futuro de los dos puntos, del punto y coma, del guión largo, esos anacronismos de la evolución tipográfica. Lo más curioso es que el desuso se debe, al parecer, a la inseguridad de los nuevos escritores, incapaces de utilizarlo correctamente y, por ello, propensos a eliminar de sus textos el point-virgule, de infausto nombre, hay que reconocerlo. Es divertida la cita que recoge Jon Henley de uno de los pocos de esos autores que lo usa, Michel Houellebecq: “No se acordaba de cuándo tuvo la última erección; estaba esperando la tormenta”. También es curioso, o simplemente sintomático, que uno de los ecosistemas en los que todavía se pueda ver floreciente el punto y coma sea el Journal Officiel, el equivalente al BOE en España. Guardián de las esencias de la patria, la gacetilla lo es también del idioma, como atestigua la tradición de grandes redactores del Boletín Oficial entre nosotros. Reflexiono sobre mis propios escritos y me doy cuenta de que yo también utilizo menos esta terna de mojones textuales; es decir, a mí también me afecta la desaparición del punto y coma, de los dos puntos, del guión largo. Lo asocio, así en una reflexión muy rápida, a mi adiós a la poesía; también a cierta distancia con la pedantería y envaramiento que suele caracterizar a los escritores jóvenes. No obstante, quizá algún lector de este blog piense que aún no me he alejado lo suficiente. En poesía, sobre todo en una lengua de sintaxis tan ramificada y de acentos tan regulares como la francesa, la aparición del poema en prosa responde a una necesidad de llevar al poema los recursos que hiciera suyo el Journal Officiel, es decir, de la prosa. La compartimentación del verso es ya suficientemente significativa, no son necesarias muchas más pausas, y los tres mosqueteros en peligro de extinción cumplen en realidad ese cometido: son un alto en el discurso. Por eso el poema en prosa, la variedad que yo he practicado de poesía, incorpora con abundancia los dos puntos y su elipsis semántica, es decir, el incremento significativo pese a la reducción de exponentes; por eso también el guión es un recurso muy hallado en los poemas en prosa, una especie de remanso rítmico y de sentido; por eso, en fin, ante una ramificación generosa de la línea, el punto y coma ayuda a respirar. Todos estos elementos, me parece, confirman la naturaleza cada vez menos oral de la poesía, sobre todo de la poesía en prosa, el hecho de que con mayor frecuencia el poema sea, como quería Leonardo da Vinci que fuera la pintura, una cosa mental. Yo ahora prefiero los paréntesis al guión largo, las comas al punto y coma, el punto y seguido a los dos puntos. Intento ser menos pedante, vaya, pero seguro que en más de una de estas entradas se me puede sacar los colores con la presencia todavía de alguna de esas especies en peligro de extinción. Según parece, en el futuro habrá que ir al zoo para verlas, quiero decir, al BOE .

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]