jueves, 29 de mayo de 2008

Los boleros y los malos tratos

Me dejan un disco de boleros de Maite Martín que hace tiempo quería escuchar. Me encantó Querencia, donde hay canciones buenísimas: Ten cuidao, por ejemplo, pese al malditismo de la letra. Tiene algo de subversivo, supongo, que una mujer triunfe en un festival flamenco minero, un encuentro que parece cosa de hombres. Y en este disco que me han dejado, todo dedicado a boleros, Tiempo de amar, creo que se llama, también tiene su aquel oír en labios de mujer letras de canciones enunciadas por hombre. Eso es precisamente lo que me lleva a esta entrada. Porque mientras lo escuchaba ayer en el coche, una estrofa me impactó:


yo estoy obsesionado contigo
y el mundo es testigo
de mi frenesí
y por más que se oponga el destino
serás para mí.


Tuve que escucharla dos veces porque al volante uno no tiene todos los sentidos en la música. Y en la segunda audición confirmé mis sospechas: esta estrofa tiene algo de funesto si se piensa en las mujeres asesinadas por su pareja. Cada línea remite a la caracterización del maltratador, un hombre obsesionado que no duda en matar a su mujer en público, delante de todo el mundo si hace falta, y que aunque se interponga un juez, o una orden de alejamiento, hace que ella sea para él o que no sea. El que esta letra fuera algo de lo más normal en otros tiempos avisa sobre la psicotización de los nuestros. Aunque hay quien cree que siempre hubo hombres que mataron a su mujer; hay quien cree también que los medios, al airear los crímenes, tienen como un efecto chimenea, ponen ideas en la cabeza de la gente. Y hay quien cree finalmente que algo se nos escapa, que se meten demasiadas cosas y casos en el saco común sin espigar muy bien la casuística; como si hubiera algo que no entra ni en las estadísticas ni en los estudios psicológicos, ni en los reportajes que cubren este asunto tan preocupante, ni en las películas que se ocupan de ello. Una cosa que a mí me llama mucho la atención, por ejemplo, es que se trata de crímenes que llevan atribuida inmediatamente la penitencia. Es decir, mientras que el asesino y el ladrón hacen lo posible por salir impunes, la mayor parte de los hombres que matan a sus mujeres luego intenta suicidarse y en muchos casos lo consigue. Hay como una conciencia del mal hecho y de la necesidad de pagarlo. Oyendo esta canción uno piensa que hay también una fibra machista instalada en la especie, en su sensibilidad o en su identidad más secreta y turbadora. Pero, claro, Pedro Flores, que así se llamaba su autor, seguro que no tenía casos diarios encima de la mesa que le daban a la literalidad de sus palabras un sentido tan aciago. El amor como un desorden del espíritu es de larga tradición, en la vida y en la literatura. Andreas Capellanus codificó los usos y abusos del amor cortés en un libro que leyó hasta Leonor de Aquitania, pero antes y después los humanos se han encargado de escribir sus propias páginas de sangre. En el siglo XV, por ejemplo, existe todo un caudal de lírica culta psicotizada por los asedios a la dama; y mucha lírica popular que pone en escena a la pobre muchacha seducida y dejada atrás. En ambos casos eran hombres los que escribían, hombres que, quizá como éstos personificados por Maite Martín en sus boleros, se veían a sí mismos así de fatales, y a sus mujeres penando así por sus huesos. Dime lo que cantas... Hasta los místicos hicieron de todo ello una retórica: "Oh, llama de amor viva que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro". Estas palabras, pronunciadas con el trasfondo de Miguel de Molinos en la hoguera, tienen también algo de funesto. Pero ya nadie quema herejes en las plazas. Los boleros, sin embargo, suenan excesivos incluso si los canta una mujer con voz de ángel.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]