domingo, 1 de junio de 2008

Entre Rodin y Rilke

Hay un momento en las memorias de Stefan Zweig en el que se topa con dos tipos muy distintos de artista. Es el París idílico y libérrimo de antes de la Gran Guerra, y allí se encuentra a Rilke, el creador apolíneo, etéreo, distante, frágil en su porte y en su persona. Poco después conoce a Rodin, uno de esos hombres que parece que van a desencajarnos el brazo cuando nos da la mano. Él, Zweig, no cuenta en este muestrario de creadores. No cuenta porque es el que tiene que contarlo: él es el testigo. Así que ayer, sábado final del mes de mayo, me fui a ver la exposición de Rodin que hay en la Fundación Mapfre en Madrid.
Y lo que me encuentro es un auténtico martirio de la fémina con el pretexto de subyugar la forma. No en vano hay una escultura titulada Mártires, un Jardín de los suplicios, y hasta un Suplicio japonés con tinta rojo sangre y todo. De estos cuerpos torturados a los cuerpos rebanados del cubismo hay sólo un tramo en la historia del arte. Es el paso que da el carnicero siglo XX. Los desnudos de mujeres, que son mayoría, tienen a veces nombres de diosas o ninfas. Sin embargo, todos son el mismo desnudo, la misma Gran Vagina Omnímoda. Pasa como con esos poetas que, aunque cambien de pareja, le escriben siempre el mismo poema de amor. En realidad se lo están escribiendo a la madre. A la que los parió, sí, pero también a la madre tal y como se entiende esta palabra en algunos dialectos de Hispanoamérica: la matriz, la Gran Vagina Genitora. Esa fantasía de reducir la mujer a sus genitales está por todas partes en la exposición. Sólo hay que leer los títulos: la Creación es una vagina, Satán es una vagina. Los dibujos son mucho más atrevidos que las esculturas. Al fin y al cabo ya todo el mundo tiene en su casa estatuillas de Lladró, y ese contorsionismo en mármol, yeso o loza ha quedado un tanto trasnochado. Pero el artista no sólo es plasmación (de hecho muchos artistas recurren a obreros metalúrgicos y talleres para plasmar sus ideas); sino cada vez más creación y planificación. Y es en los dibujos de estas esculturas, que quizá se concibieran inicialmente como bocetos de las mismas pero que acabaron superándolas, donde luce el genio de Rodin. Es ahí donde va más lejos el dominio de la forma. Y digo dominio en todos los sentidos, también y sobre todo en el sexual. Las curvas y los planos, la flexión de la línea crea una gramática turbulenta que quizás en arte no ha sido superada (a no ser que se considere arte el porno). Ni siquiera por Mapplethorpe, un poco el Rodin gay del siglo XX. Hay hasta un esbozo de bestialismo en ese pulpo sobre un pubis, como quizá Rodin se imaginaba que era la cosa por dentro. Y el escultor es consciente de que está dibujando un auténtico aquelarre. Véase si no ese triunfo idílico de la forma, personificada en una mujer desbordantemente desnuda, sobre un esbozado San Antonio, pura materia vencida e indiferenciada del polvo. Toma Rodin el testigo de Miguel Ángel cuando subraya el momento preciso en el que la escultura sale de esa materia mostrenca. Muchos de estos desnudos elongados en mármol o yeso recuerdan al torso inacabado, un boceto para las tumbas mediceas, que se puede ver en la casa de Buonarotti. La propia base de la escultura, rugosa y con esos hoyitos, sin desbastar, recuerda los esclavos de Miguel Ángel pugnando por formarse, por salir, gracias al cincel y a la mirada, del bloque que los aprisiona. Uno se imagina a Rodin en constante erección mientras daba forma en su cabeza a estas fantasías, a este Gran Coño Fantástico. Por eso es tan poco verosímil El beso, esa pieza central en la que la mano del hombre funciona como foco y como eco: es a la vez la mirada del espectador y la mano del escultor. Falta ahí, creo yo, en un beso tan erótico, que el varón esté trempando. Más de un visitante a esta exposición suplirá esa carencia con su propia anatomía. Seguro. Yo, sin embargo, no salí con una erección en la entrepierna, sino con una pregunta en la cabeza: entre el homo dominator de Rodin y el homo asexuado de Rilke, ¿dónde coño está el hombre?

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]