martes, 24 de junio de 2008

El arte de versificación y la política

En España los políticos conservadores utilizan el arte de versificación para definirse: se declaran versos sueltos, dicen rimar con el electorado, dentro de poco acabarán hablando de conteras, cesuras y licencias. Se llamarán unos a otros estrambotes. Se acusarán de haber incurrido en flagrante esticomitia. Por fin, con aire de suficiencia, mirarán hacia abajo diciéndole al recién caído que qué lástima de pie quebrado. Están trasnochados, no se han enterado de que existe, desde hace ya más de un siglo, el poema en prosa. No saben que el verso está de capa caída, es una excrecencia del pasado, tan casposo y decimonónico como la misma capa y el sombrero de copa, un arte de nostálgicos que se escribe con estilográfica y se lee bajo una luz cenital, sorbiendo un whisky con hielo. Demasiadas marcas exteriores de reconocimiento; demasiados poetas que van de eso, de poetas. En un poema en prosa la poesía está dentro, esperando la eclosión del sentido, y no en el envoltorio, ese emblema que supone la versificación. Si yo pautara esta entrada en líneas, más aleatorias aun que las que ya establece el programa word en la modalidad de texto sin justificar, a primera vista el lector pensaría que se encuentra ante un poema. Le invita a esta suposición ese carácter identitario que tiene el verso. Luego leería lo prosaico de estas líneas y se sentiría estafado. La verdad es que muchas veces, leyendo poemas en verso que no han sido pensados como entradas de blog, sino como poemas, uno también se siente estafado. Son muchos años ya de machaconería con el zigzag de la línea, muchos años asistiendo, como espectadores de un partido de tenis, al ir y venir del sentido de un lado a otro como una pelota que todo el mundo se quita de encima. Mucho oficio y poca poesía. Frente a ese subrayado visual, que suele reproducir una serie más o menos aleatoria de versos blancos, es decir, versos canónicos sin rima, el poema en prosa renuncia a toda marca emblemática de poeticidad y se entrega a la poesía sin límites ni asunciones previas. Por eso quizá no les vale a los políticos para definirse, porque es una forma no marcada de poesía. Los políticos españoles van como el verso de un lado a otro buscando desesperadamente el sentido: los conservadores buscan el centro, y los progresistas una política de inmigración más conservadora. Como los versificadores, esos poetas que van de poetas, los políticos creen ver su identidad en todo lo reconocible, lo traducible directamente en votos. A unos y a otros se les escapa la poesía.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]