sábado, 28 de junio de 2008

Turguéniev y el mundo animal

Acabo de terminar La reliquia viviente, una selección de los cuentos de Turguéniev. Lo ha editado, en traducción de Fernando Otero, Atalanta, puesta en pie hace unos años por quienes levantaron Siruela, y el sello se nota en el preciosismo de los libros y en las exquisiteces del catálogo. De Turguéniev sólo conocía Los poemas en prosa, y esos esbozos del final de su obra tienen un magnífico y ampliado precedente en estos Apuntes o retratos de personas, paisajes y animales. Me quedo con estos últimos, defendidos con vehemencia en el libro pese a que todos los cuentos tienen como testigo a un cazador. O quizá precisamente por eso. Si Turguéniev se adentra por primera vez para la literatura rusa en el mundo de los siervos, abre también el territorio real del bosque a la imaginación, y pone la primera piedra para un decálogo de derechos de todas las criaturas de la Naturaleza: “Seguro que disparáis a los pájaros que vuelan por el cielo… Y a los animales del bosque. ¿Y no os da vergüenza matar a los pobres pajarillos, derramar sangre inocente?”. Quien habla es una especie de iluminado, cierto, un personaje al que muchos tienen por loco, pero queda esa voz ahí, a mediados del siglo XIX, reclamando una mirada de atención para el mundo animal. Aunque de entre estos seis cuentos (Apuntes de un cazador consta en su edición definitiva de veinticinco) sólo en uno de ellos hay un animal protagonista, las referencias a perros, caballos, pájaros y liebres son impagables. Truguéniev se crió en el campo, fue un siervo quien le inculcó el amor a la literatura, pero el mundo natural le entró sin medida por los cinco sentidos, a juzgar por la fidelidad con la que recoge el gemido de orgullo herido del perro, o cómo el miedo hace audaz a la liebre. La literatura cobra aquí nuevos territorios. El caballo es, sin duda, el animal en la cima de esta jerarquía natural. En los dos cuentos enlazados del final, “Chertopjanov y Niedopiuskin” y “El final de Chertopjanov”, se nos presenta un cuadro muy quijotesco. Los dos personajes del primero de estos títulos parecen una versión rusa del siglo XIX de, respectivamente, don Quijote y Sancho. Su aparición en una escena venatoria ante el narrador es espectacular: Chertopjanov a lomos de un enorme caballo, lleno de hidalguía y no exento de cierto prurito histriónico, y Niedopiuskin detrás, rechoncho y montado en un jamelgo que casi parece degradado a la categoría de pollino. Hay, por supuesto, uno o varios galgos corredores en esta historia, y la Dulcinea de turno, Masha, una gitana de mucha más presencia y carnalidad que la amada cervantina. A diferencia del manchego caballero también, todos estos personajes acaban abandonando a Chertopjanov, quien se ve favorecido por su gran corazón con un último e inesperado regalo: Malek-Adel, un magnífico caballo gris del Don que es la envidia de toda la comarca. El final es trágico, no obstante, con un Chertopjanov disparando su revólver en la frente del animal. La descripción que hace Turguéniev de este horrible acto pone los pelos de punta, y su verosimilitud y dramatismo dejan obsoleta cualquier escena similar en las películas del Oeste. He querido pararme en ella porque esta tarde, en unas horas tórridas sobre Madrid, he visto Expiación, la película basada en la novela de Ian McEwan. Y si bien es un filme igual de plomizo que la tarde, hay una escena muy lograda y realmente apocalíptica. Las tropas británicas esperan a ser embarcadas de regreso a casa en una playa francesa y alguien está matando, con un tiro en la frente, a todos los caballos. Los animales forman en fila, con sus mantas reglamentarias, aparentemente ignorantes del destino que les aguarda por estricto orden de contigüidad. Es un panorama desolador y el resto de la composición, las tropas de infantería en formación entre las olas, los montones de heridos, las cantinas infectas, el delirio y las hogueras no tienen esa carga aterradora de los caballos cayendo por estricto turno sobre la arena. Sólo hay una momento parecido, sin duda un guiño del realizador, cuando un oficial de ingeniería va haciendo lo propio con los carros blindados, que emiten uno tras otro una última nube de vapor desde su motor moribundo. No sólo los hombres perecen en las guerras, parecen decir estas imágenes simétricas. La Gran Guerra, como se conoce también a la Primera Mundial, levantó acta de la defunción del mundo en el que vivía Turguéniev. La ignominia de esos caballos ajusticiados con un tiro en la cabeza, llamado con no poca prepotencia el tiro de gracia, da fe de que el gran escritor ruso no se equivocaba cuando advertía en la voz de un loco sobre el derramamiento de sangre inocente.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]