jueves, 12 de junio de 2008

Vida de burros


Esta mañana en la radio he escuchado que, ante la subida de los carburantes, los agricultores están volviendo a utilizar burros en sus faenas del campo. Hace unos años leí un artículo sobre los campesinos de las montañas en el norte de México. La maquinaria agrícola no servía para labrar sus intrincadas terrazas y bancales y habían vuelto a recurrir al rucio. Los importaban de Kentucky. Parece ser que allí hay una cabaña asnal descendiente de los primeros burros que llevaron los españoles, animales robustos, de patas largas y fuertes, ideales para las condiciones de dureza y rigor propias del septentrión azteca. En ocasiones los prefieren en versión mini, como los que se pueden ver por todas partes en el mundo árabe. El burro-perro, ideal para los beduinos de Petra, rápido y compacto, les sirve a las mil maravillas para desplazamientos cortos entre el roquedal, dejando el caballo como reclamo para que se hagan fotos los turistas. También está el burro-gacela, utilizado en las caravanas que suben al macizo del Tassili, allí donde los jeeps y los camellos no pueden llegar. Los recuerdo en pequeños rebaños (foto), tras subir la carga de nuestras mochilas, tratados con cariño (más que el que mostraban los beduinos) por los jóvenes tuaregs que contribuían con esta fuerza motriz a la expedición. Pastores de burros, un oficio tan digno como cualquiera. En el pueblo en el que pasaba los veranos de pequeño, los burros, como las vacas, tenían morfología diversa y sonoro nombre: altos, bajos, blancos, cenicientos, negros, Bicicleto, Mohíno. Un año hubo hasta una carrera de burros y todos nos quedamos boquiabiertos al ver a aquellos cuadrúpedos por lo normal acogotados bajo enormes cargas de hierba y aguaderas, correr gráciles y elegantes hacia la improvisada meta de una portería de fútbol. Muchos años más tarde, recuerdo a los pocos que quedaban, ociosos y deprimidos, a la sombra de las paredes mientras mataban las horas de canícula, sacudiendo la cabeza para carearse los tábanos, dejando caer de vez en cuando una pata con golpe sordo sobre la acera. Ya no quedará ninguno. Quizá sea ahora el momento de recuperarlos, dignificarlos con el trabajo y darles un propósito en la vida, retirarlos de los muladares y de los egidos, verlos trotar contentos bajo proporcionadas cargas. Eso sí, que no los capen. Una vez vi cómo castraban a uno y todavía me entran escalofríos. Al burro lo arrojan por un precipicio en la estremecedora película The Field, víctima de un conflicto de intereses por un prado. Al burro lo salvó Juan Ramón mirándose en sus ojos de azabache. Los adoptaba Alberti. Lo montaba Sancho. Cristóbal Serra le dedicó textos magníficos. Cristo conoció sobre él su mayor gloria. Shakespeare inmortalizó su sagrada cabeza en una noche de verano. La raya negra que tienen muchos bajando desde la cruz del espinazo por cada una de las patas delanteras, y que es reminiscencia del asno salvaje, podría servir como linde de atributos, como línea divisoria entre la inteligencia y la fuerza: Burro indiviso de mi infancia, ¡vuelve! ¡Vuelve vivo, predispuesto, primordial y alegre! ¡Vuelve entero!

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]