martes, 17 de junio de 2008

El estoicismo y la geoingeniería

"¿Hasta cuándo pediremos cosas a los dioses como si nosotros no pudiésemos mantenernos? ¿Hasta cuándo llenaremos de sementeras los campos de las grandes ciudades? ¿Hasta cuándo todo un pueblo recolectará para nosotros? ¿Hasta cuándo toda una flota de navíos aportará, y no de un solo mar, las provisiones para una mesa? El toro sacia su apetito con el pasto de poquísimas majadas; una sola selva basta para muchos elefantes: el hombre, para alimentarse explota mar y tierra. ¿Pues qué? ¿Un vientre tan insaciable nos diera la Naturaleza, habiéndonos concedido cuerpos tan pequeños, hasta el punto que llegásemos a vencer en glotonería a los animales más grandes y más voraces? En manera alguna, pues ¿a qué queda reducido el hombre que se da a la Naturaleza? Se contenta con poco; lo que resulta dispendioso no es el hambre de nuestro vientre, sino la vanidad".
Esta cita podría pertenecer a las actas de un congreso medioambientalista, concretamente a la intervención de un conferenciante un tanto alambicado y gustoso de la prosa florida pero contundente. O, yéndonos un poco más atrás en el tiempo, podría haberla sacado de Walden, de Thoreau, o de La naturaleza, de Emerson. Pero la verdad es que el fragmento está en la carta LX de las Epístolas morales a Lucilio, y fue escrita por Lucio Anneo Séneca en torno al año 64 de nuestra era, poco antes de morir (la traducción, excelente, es de Jaime Bofill y Ferro). ¿Pero acaso la alusión a un pueblo que cultiva para otro, la explotación de los recursos del mar y de la tierra, no cobran nueva vida con el trasfondo de los aranceles que los países desarrollados ponen a los que están en vías de desarrollo y el agotamiento de las reservas de peces en los mares? Es decir, que podemos perfectamente aplicarnos el cuento sin mayor violencia, salvada la excepción de la frugalidad, porque, ¿quién está dispuesto a modificar hoy día su dieta para salvar el mundo? ¿Existe una época más alejada que la nuestra de esa receta de autosuficiencia y moderación en la carta del estoico? Y sin embargo, se matarían dos pájaros de un tiro: una racionalización de los recursos serviría para erradicar el hambre y ayudaría a reducir la sobreexplotación de los recursos naturales. ¿Pero qué harían entonces los intermediarios, ésos que ahora contemplan salivando cómo la bolsa de la compra cada vez se encarece más mientras que al agricultor cada vez se le paga menos? Ya que la prescripción de estoicismo a pan y agua no funciona, los científicos optan por un nuevo rizo en el intervencionismo sobre el planeta: la geoingeniería, los ecohackers como nuevos salvadores. En un artículo de Danny Bradbury en The Guardian Weekly se ofrecen varias soluciones para mitigar efectos tan nocivos como el calentamiento global o el exceso de partículas de carbono en la atmósfera, fenómenos indisociables por otra parte. Sin duda a este tipo de terapias de choque se refería James Lovelock, el autor de Gaia, la teoría que ve el planeta como un organismo vivo (ver entrada en este blog), cuando abogaba, no por reducir, sino por incrementar el uso de la tecnología. Las erupciones volcánicas, los respiraderos en el fondo del océano, las corrientes marinas, todo contribuye y ha contribuido como mecanismo de autoregulación a las condiciones excepcionales de la Tierra. ¿Por qué no emularla con bombardeos de ácido sulfúrico en el aire, lluvias de sal en el Polo Norte, una nueva constelación de estrellas entre la luz del Sol y nuestra atmósfera? Sin duda el intento merece elogio y atención, y confirma esa voluntad del ser humano de andar todas las sendas posibles, también la de su némesis. Esta última no tiene vuelta de hoja según Lovelock, pero nos quedaría ese decoro medioambiental al que me refería en otra entrada, algo tan sencillo como esperar al inicio del verano para atiborrarnos de fresas, por ejemplo. En Astérix en Hispania, un mequetrefe lleva de la Ceca a la Meca a los protagonistas porque se le antoja un plato de frutillas fuera de temporada. ¿No somos un poco todos ese mozalbete caprichoso que dice "Pues si no me enfado" y tiene a todo un mundo pendiente de su arbitrario paladar? Séneca recomendaba quedarse en casa. ¿Nos será dado también cortarnos las venas antes de que el Nerón de turno le pegue fuego a todo esto?

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]