domingo, 8 de junio de 2008

El edificio Yacobian

Acabo de ver El edificio Yacobian, una película egipcia basada en la novela del mismo nombre. Las casi tres horas no han bastado para recoger todo el caudal humano que desfila por las páginas del libro, pero el resultado es más que notable. Aunque es un cine distinto al europeo y al estadounidense, pese a algunos excesos melodramáticos que quizá sólo se ven exagerados desde una óptica occidental, y pese a una fotografía que no crepita con apariencia total de realidad como la de Hollywood, la identificación con las cuitas de los personajes es inmediata igual que en la novela. Pierden peso específico la historia del joven yihadista y la pasión amorosa del periodista francófono con su amante pobre, por ejemplo; pero el personaje principal, un noble venido a menos encarnado por un actor que se parece a Berlusconi, quizá porque compartan el mismo cirujano plástico, asume un desarrollo central y es convincente y conmovedora. Hay algo verdaderamente noble en ese sesentón borracho del brazo de una hermosa joven que le grita a la sociedad egipcia las verdades del barquero una noche de invierno. La novela es tremendamente crítica con esta sociedad, y desvela un trasfondo de mezquindad, un hedor corrupto en la trastienda de casi todos los apartamentos y zulos de este hermoso edificio. Por eso el final de la pareja descompensada se hace verosímil, casi necesario: dos seres no menos corrompidos que han expiado sus mentiras con la verdad del corazón caminan juntos por una calle de El Cairo. Al leer la novela, al ver ahora la película, vienen a la memoria planteamientos corales similares como La colmena, o incluso el cómic Trece Rue del Percebe. Sobre todo con el libro se tiene la sensación de que la fachada del regio edificio es transparente y se ve pulular a unos y a otros con sus miserias. Quizá la película no se extiende lo suficiente en el submundo de la azotea (pese a estar en lo más alto), y sobra el excesivo gusto por la canción francesa, pero es una opción muy recomendable para estos domingos tontos de antes del cuarenta de mayo. La novela la escribió un médico dentista, lo que no deja de ser descorazonador para todos los que, habiendo estudiado filología, intentamos ser escritores. Cené humus, queso y aceitunas, como un pequeño homenaje a este novelista que, viéndole la boca a la gente, ha sabido asomarse a los rincones más secretos de sus almas.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]