jueves, 12 de junio de 2008

Los gitanos y los Waterboys

De entre las muchas páginas dedicadas a la persecución de los gitanos en el sur de Italia escojo dos un poco al azar, también por el gusto de lo bien escrito. Eduardo Mendoza en El País escribe un artículo de ritmo trepidante, documentado y finísimo sobre ese gen farandulero que parece habitar en el ADN de los calés desde siempre. Por otra parte, Misha Glenny, autor de un libro de título prometedor, McMafia: Crime Without Frontiers, desvela en The Guardian Weekly los intereses de la Camorra en usar a los romaníes como chivo expiatorio. En las conclusiones del artículo de Glenny se denuncia una injusticia por parte de la Unión Europea a la hora de obligar a sus países miembros a cumplir las directivas de emigración y derechos humanos. Aparece también este doble rasero en los torneos de fútbol. Me explico: es muy fácil por parte del árbitro, la Unión Europea en este caso, pitarle todo lo punible al equipo de Bulgaria; ahora bien, ese mismo árbitro se traga inexplicablemente todos los fueras de juego en que incurre Italia, los penaltis que comete y la mucha cera que da. Realmente asusta a veces Italia: hace unos días la misma prensa se hacía de eco de una noticia espeluznante, un grupo de médicos en la civilizadísima Milán extirpaba, recetaba y sometía a tratamientos durísimos a sus pacientes, no porque lo necesitaran, ¡sino para poder cobrar la operación! Tomo ahora del artículo de Eduardo Mendoza la referencia al robo de niños, su argumento de que bastante tienen los gitanos con sus numerosas proles como para andarle sumando más bocas a la trouppe. Yo he oído en Madrid más de una vez que así tendrían más niños para andar pidiendo con ellos en brazos por las calles, pero no me hago partícipe de este comentario. Ni Mendoza ni Glenny compartieron nunca barrio con los gitanos, y seguro que hablan desde el plano elevado del escritor burgués. El racismo se ceba en el subsuelo, pero está bien que desde las capas superiores de la atmósfera se pida armonía y se alumbre la zona oscura: según Mendoza, más que de robo de niños, habría que hablar de fuga. Es decir, los niños maltratados tenían en las caravanas de zíngaros una escapatoria a la situación familiar cuando ésta era insostenible, una vía abierta a la libertad, el goce y el jolgorio entre una gente colorida y festiva que nunca hacía preguntas. Me recuerda la vuelta que le dan los hermanos Grimm a los cuentos tradicionales, porque si la Bella Durmiente era en realidad violada y no besada, ¿se puede decir también que el niño robado era un niño salvado del maltrato? Me recuerda también a la tradición del changeling en la literatura irlandesa, ese niño robado (véase el hermoso poema de Yeats, The Stolen Child, al que pusieron música los Waterboys) en cuyo lugar se deja un amuleto, hechizo que la familia no descubre. No hay que olvidar que en muchos casos el tinker (en inglés distinto de gypsy pero también utilizado para hablar del músico ambulante) tenía aspecto de irlandés. En Dublín chocaba ver pedir a niños rubios y de ojos azules, estupidez de los prejuicios. Ojalá esa bonanza que parece saturar Irlanda ahora llegue un día al sur de Italia. Seguro que entonces dejan más tranquilos a los calés.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]