jueves, 12 de junio de 2008

Esos locos bajitos

Esos locos bajitos... Lo cantaba Serrat y se refería a los niños. Quienes dejaron de serlo hace tiempo pero parecen acreedores del título de la canción son tres personajes que pululan o han pululado por el mapa político europeo. Uno tiene bigote, otro ha celebrado nuevas bodas recientemente por todo lo alto con una señora más alta que él, un tercero se ha sometido a cirugía y a implantes capilares y se parece a aquel muñeco, Moncho, de José Luis Moreno. El primero de todos se retiró de la política y ahora sólo es ideólogo, es decir, sus ideas no llegan al BOE. Los otros dos, hiperactivos en su pequeñez, como un dibujo animado a cámara rápida, acaban de sacarse el último conejo de la chistera: la semana de sesenta horas. ¡Toma ya!, como decía otro muñeco del Moreno. Estaba la izquierda intentando implantar una jornada más liviana, los tiempos invitando a que se pudiera trabajar desde casa, los trabajadores dispuestos a tomarse bajas paternales para ayudar en la cría de sus hijos a las trabajadoras, estaba todo dispuesto para que pudiéramos vivir mejor, y llega la derecha con su pata de lobo tras la piel de cordero y da el zarpazo: ¡trabajad, trabajad, malditos! Sin duda el primero de estos políticos habría estado de acuerdo con semejante medida. No en vano aterrizó en el Gobierno de España congelando los sueldos a los funcionarios, esos trabajadores que en realidad no lo son, están siempre tomando café o de compras, y además sirven para marcar el paso a los demás. Nada, nada, que no se quejen, que tienen trabajo fijo, a ver si... ¿A ver si qué? Total, que gracias a tan draconiana medida entramos en Europa con nota y ahora Europa nos dice que tenemos que trabajar más. Nueva victoria del calvinismo, y es puntuar fuera de casa pues los paladines son los jefes de Estado de dos naciones meridionales. Del ocio nació la posibilidad de pensar, dedicarle tiempo al mundo y a uno mismo. El trabajo nos ha hecho mileuristas, ignorantes, insatisfechos. Otro sureño bajito casi conquista el planeta durmiendo pocas horas y convirtiendo su megalomanía en bandera de libertades: Napoleón Bonaparte. Hasta Beethoven le dedicó una sinfonía y Emerson un panteón en su cementerio de los grandes. Luego todo el munodo quiso olvidarse de él y le mandaron a una isla, por fin a un islote cuando quedaba claro que el mundo no le bastaba a su estatura. Los hay muy cuerdos y los hay que luego crecen, pero, ¡líbrenos el cielo de esos locos bajitos!

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]