viernes, 20 de junio de 2008

Macromega Mac

Anuncian una hamburguesa que cuesta 120 euros. La venden en Londres y quiere competir con otra que ya se comercializa en Nueva York al precio de 80 euros. Con la manía que tienen los anglosajones por los récords, dentro de poco la hamburguesa más cara del mundo estará en Sydney, y costará no menos de 200 euros. Claro que en el libro Guiness no sólo hay marcas de los muchos hijos y nietos de la Gran Bretaña, ahí están las paellas récords que invaden las fiestas de nuestros pueblos cada verano. En el caso de la paella en formato XL está claro que el ser noticia lo da la cantidad: tantos y tantos kilos de arroz, de marisco, de verduras, de pollo. Hasta el azafrán se echa a puñados, a ver si no cómo nos van a dar el premio esos señores del Guiness tan escrupulosos con todo lo estadístico. Para el caso de las hamburguesas es la calidad la que justifica el precio y la relevancia, pues hay que salir en los papeles. La carne es traída desde Australia, en lugar de bacon se pone jamón de pata negra, y el resto de ingredientes son puro delicatessen. Así hasta sumar la cifra de 120 euros, ya que hay que justificar la clavada. Es cierto que la recaudación será destinada a fines benéficos y que se ofrecerá sólo el 26 de junio, diez días después del Bloomsday, para que el cuerpo haya tenido tiempo de digerir la riñonada y quede el campo libre y el paladar dispuesto. La exclusividad del día habrá logrado lo imposible, inventar la comida basura en versión serie limitada, todo un oxímoron de la restauración. Pienso, sin embargo, en el combustible necesario para traer la carne de ternera desde Australia (ya, ya sé que el avión tiene que venir de todas formas, ¿qué cuesta meter en la bodega unos filetitos?), en el despliegue técnico y mediático necesario para confeccionar algo tan básico como una hamburguesa. Luego pienso en todos los que se mueren de hambre en el mundo, sin la posibilidad de catar siquiera las virutas de ese jamón. Y me dan ganas de hacerme vegetariano. Por citar otra vez a Séneca, parece que nuestra hambre haya de ser siempre más grande que nuestro estómago (para la bebida tenemos a Baudelaire: el vaso y la botella más grandes que la sed, etc.), y que las compañías de alimentación no sepan qué hacer para vender sus productos. Porque la piel de cordero de la acción benéfica esconde, como tantas veces, una pata de lobo publicitario: es un mero sondeo de mercado. Y se están planteando traer el invento a España, con algún toque ibérico aparte del jamón, claro está, azafrán toledano y no iraní, quién sabe. La encuesta por teléfono delata una conciencia culpable, porque lo que preguntan no concierne tanto a la calidad como a la cantidad: ¿se gastaría usted 120 euros en una hamburguesa? Ni de coña.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]