jueves, 22 de mayo de 2008

Enric González

Hace tiempo que quiero escribir una entrada sobre Enric González, sobre su columna en la página penúltima de El País. La de ayer es especialmente buena, así que aprovecho. Creo que fue el año pasado cuando por primera vez me fijé en su nombre. Se produjo ese salto irreversible en la lectura mediante el cual una simple noticia, si eso puede existir, nos lleva a deparar en su escritura y descubrimos, detrás del reportero, a un verdadero escritor. Enric González era el corresponsal en Roma y cubrío la polémica publicación por el Vaticano de Sacramentum caritas, detrás de la cual estaba la nueva y no tan nueva política eclesiástica de Benedicto XVI, un documento sobre el que escribí un par de artículos, inéditos, y en los que, entre otras cosas, llamaba la atención sobre el buen hacer del corresponsal. Maruja Torres, la única de las divas de la contraportada del El País a la que leo, venía a decir lo mismo sobre él. Y cuando Enric González asumió el espacio que ahora ocupa, tras el breve lapsus de Boyero, me dio una alegría poder leerlo a diario (aunque yo "libro" el fin de semana, es decir, leo el periódico sólo de lunes a jueves). La semana pasada hubo una columna suya especialmente afortunada sobre el caso del nigeriano polígamo y la Vicepresidenta española, y de nuevo Maruja Torres estuvo pronta a señalarlo en su propia columna. En fin, escribió Enric González ayer sobre la diferencia entre la tele y los periódicos, por ponerlo de manera sucinta. Sobre cómo las imágenes de un desastre natural proyectadas en televisión tienen un impacto que no puede tener la misma noticia publicada en un diario. Y esa pregunta que según él responden o intentan responder los periódicos con su mera existencia, el por qué de los acontecimientos, se explica por el valor de mediación que en su día tuvieron y que hoy, cuando se practica periodismo de calidad, siguen teniendo. El problema es que luego el medio se convirtió en fin, y tenemos casos como el de Rupert Murdoch, por ejemplo, vetando toda reseña en los medios controlados por él a un libro que habla de sus negocios mediáticos en China (véase el artículo al respecto de otro gran periodista, George Monbiot en The Guardian Weekly). Enric González cree que los periódicos son una especie de protector de sus lectores, garantes de la necesaria conexión entre causa y efecto, eso que los medios visuales han acabado desvirtuando hacia el segundo polo: los puros hechos consumados, la visión del resultado. Por supuesto, la tele se lo puede permitir, es en realidad eso, un medio que nos deja, nos debe dejar, con los ojos abiertos. Yo mismo soy consciente de que hay cosas que se deben ver por televisión: no es lo mismo leer sobre la detención de un terrorista que verlo y oírlo dando voces despeinado, ni es lo mismo que te digan que dos aviones se han estrellado contra las Torres Gemelas que presenciarlo a la hora de la comida en absoluto directo. No es lo mismo. A veces es necesario verlo. No para creerlo, sino como manera de fijar ese perfil de cosa irreal que a veces cubre como una prótesis el perfil de lo real. La televisión tenía, y sigue teniendo cuando lo permiten los anuncios y el sentido común, esa función de testigo, de muestra suficiente de realidad. Es una pena que ahora la haya sustituido otra función mucho más odiosa: la de ser un sucedáneo de la realidad. Por eso es bueno leer los periódicos. Y que en los periódicos alguien como Enric González nos diga cómo ver la televisión.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]