lunes, 26 de mayo de 2008

Caballo blanco

Leo que en Gran Bretaña, en el muy inglés condado de Kent, quieren poner la estatua gigante de un caballo blanco sobre un campo. Conemorará la construcción de la futura ciudad de Ebbsfleet Valley, será la puerta de entrada a la campiña inglesa para los pasajeros que llegan a bordo de los trenes de alta velocidad desde Francia, y last but not least que dirían allí, servirá para homenajear a esa figura mítica de los anglosajones, Horsa, un héroe del siglo VI con nombre de caballo. Hay varios ya esculpidos en la arenisca de las colinas en el sur de Inglaterra. Saludan al viajero desde hace siglos como un tatuaje escarificado en las laderas de caliza. Son ya parte indisociable del paisaje. Para este nuevo garañón se ha encargado a varios artistas la elaboración de un proyecto y el ganador será el erigido. A mí me recuerda todo un poco al toro de Osborne, que pasa por ser la quintaesencia de lo español en tantos cerros y secarrales de nuestra geografía. Al caballo blanco parece que le va mejor que al toro negro, sacrificado todavía en muchas plazas en nombre de un arte ancestral y sanguinario. A mí del toro de cartón de Osborne lo que me llama la atención es ese trozo pintado de azul entre la cola y los cuartos traseros. Casi siempre se confunde con el azul del cielo al fondo, pero hay días que también en España el cielo está nublado y salta a la vista toda la simulación del astado: en ese fragmento de cielo de plástico se descubre el engaño. El caballo blanco gigante puede que sea de acero y se buscan modelos de perfección entre la cabaña equina. Habrá un casting que, como todo allí, no dejará de tener tintes nacionalistas. Existe el precedente en el norte de Inglaterra de una figura de hombre forjada en hierro e instalada en el paisaje con la efímera pretensión de lo imperecedero. Es una escultura de Antony Gormley colocada en un playa frente al mar de Irlanda, cerca de Blackpool, el Benidorm británico. Los perros se le acercan para husmearle y sus dueños parece que ya se han acostumbrado a su metálica presencia. Hubo hasta sondeos de opinión y, como todo, tuvo sus detractores y sus votos a favor. Igual podría hacerse con el caballo blanco. Porque si nos preguntaran a muchos sobre el toro de Osborne, quién sabe, quizá habría que quitarlo. Al fin y al cabo ya nadie toma coñá y ese trozo azul cielo bajo la cola delata su factura impostora. Es la esencia del pop: un cartónpiedra que alimenta lo más typical Spanish, desde el delirio freudiano de Jamón jamón a ese otro delirio cutre de Estopa. ¿Lo quintaesencialmente español son esos cuernos? Yo pondría en la campiña de Kent una manada de caballos blancos de carne y hueso. Y toros negros en los campos españoles. Pero, claro, yo cada vez soy menos pop y cada vez soy más clásico.

No hay comentarios:

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]