miércoles, 7 de mayo de 2008

Una biografía no autorizada de la realidad

Entrevistan en el periódico a Richard Fortey, paleontólogo británico autor, entre otros, del libro La vida. Una biografía no autorizada. Lo leí hace años y me encantó el recorrido por esa historia inquebrantable de lo vivo. Entresacado de la entrevista leo un pequeño titular que me lleva a otras entradas en este blog, a esa crítica al progreso como único y sacrosanto motor de la vida humana sobre la tierra. Fortey lo pone en términos de jugador: “Sólo los humanos hemos sobrepasado los límites que controlan la distribución de las especies, como la geografía. Hemos roto todas las reglas. Por la tecnología, por supuesto”. Entrevistado y entrevistadora pasan a continuación a analizar el papel que en todo ello ha desempeñado la evolución, el destilado que es la inteligencia más concretamente, y parecen atribuir a una suerte de carrera armamentística por dotarse de un cerebro mayor (el símil bélico es del propio Fortey) la amenaza actual contra numerosas especies. Como si la mayor capacidad craneal se hubiera traducido a la larga en nuestra capacidad de ocupación y superpoblación del planeta, llevándonos por delante todo lo que se ha puesto en nuestro camino. Yo creo, sin embargo que puede darse, y de hecho se ha dado y se sigue dando, una relación equilibrada del hombre con el medio ambiente, y que esa carrera tecnológica es más bien un delirio de la especie (como una malformación si se quiere, algo parecido al gigantismo) que un desarrollo inevitable de su fenotipo. Las reglas no las hemos roto porque seamos demasiado inteligentes, sino porque esa inteligencia se ha especializado en algunos de nosotros en una relación de saqueo y usufructo sin límites del planeta y todos sus seres, también los humanos. Pero es un poco más adelante en la entrevista donde doy con algo que me lleva a Viaje al ojo de un caballo, a la interpretación de la realidad que allí propongo como un proceso dinámico de desarrollo y posterior ocupación de espacios. Habla Fortey de lo que ocurre cuando hay una extinción en masa, algo así como una pausa en el reloj evolutivo que puede durar cientos de miles de años. Hasta que todo se acelera: “Se necesita una estructura, como los atolones de coral o la selva, que proporcione un marco con múltiples nichos ecológicos; entonces la evolución se mueve muy rápido, generando ecosistemas muy complejos en que los nichos se llenan enseguida”. La vida va ocupando las retículas que la realidad, de suyo, genera; que la realidad, de suyo, es, una idea hermosa desarrollada en Estructura dinámica de la realidad, ese libro importante de Xavier Zubiri. ¿Qué pasará, pues, cuando, como vaticina otro científico británico traído a este blog, James Lovelock, en cien años se haya extinguido el ochenta por ciento de las especies? ¿Qué pasaría si todo acabara como acaba The Road, de Cormac McCarthy? Pues que al final un ser inteligente acabaría poniéndose en pie otra vez, expandiendo las posibilidades de desarrollo de la realidad. Pero hay una insinuación turbadora en la entrevista a Fortey: “¿Por qué sólo nosotros nos volvimos superinteligentes? Si desapareciéramos, ¿evolucionaría una de las demás líneas? Nunca lo sabremos”. Eso se pregunta él. Y yo me pregunto: ¿Sería ese ser dotado de gran inteligencia un descendiente de los córvidos, o de las ratas, las otras dos líneas que menciona a modo de ejemplo? Aquí, amigo Sancho, topamos ya con cuestiones muy serias, como el antropocentrismo, o la religión. Indudablemente, es normal que pensemos que ese ser inteligente que acabaría surgiendo sería un tipo de homínido. Nosotros hemos sido los agraciados por el azar y la sazón, lo lógico es que nos imaginemos que, dada la primera célula, la culminación de la vida siempre caminará sobre dos piernas, llevará pantalones vaqueros, mechas en el pelo, lucirá aros metálicos en las orejas y en el ombligo, escuchará música en un mp3. Por si acaso, no obstante, no sería mala idea hacer todo lo posible por conservar a la rata y al cuervo.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]