lunes, 26 de mayo de 2008

La poesía de la experiencia y la nueva cocina

“Ni ellos mismos se comerían sus platos”. Así pontifica el cocinero Santi Santamaría contra sus colegas, los chefs españoles supuestamente más innovadores y más agraciados con la atención de los medios y las estrellas michelín de las guías y reseñas gastronómicas. Llevo días viendo esta polémica en los medios, un tanto hinchada a mi parecer. Vivimos en un país en el que las críticas a la obra se toman por lo personal, ad hominem, y en lugar de subir al plano de las ideas, los cocineros van y bajan a la arena del victimismo y se montan un manifiesto de cohesión. Insisto en que me parece excesiva esa reacción y patéticos esos pechos blancos heridos de vanidad. Pero si lo llevamos al terreno de la poesía, al menos tal y como se planteaba hace años, cuando yo militaba en estas lides o justas poéticas, surge una comparación interesante. Veamos: la catilinaria de Santi Santamaría contra la cocina de la espuma y la química, más bien magra de ración aunque sublimada de contenido, me recuerda los argumentos que utilizaba la llamada poesía de la experiencia contra la sedicente poesía del silencio. Todo era una gran simplificación, si bien era más fácil simplificar del lado más simple, es decir, era más susceptible de ser definida por unas líneas maestras la poesía conservadora de la experiencia que la que experimentaba con, entre otras cosas, el silencio. Como si la experimentación, las nuevas formas, aromas y sabores, estuvieran proscritas para un sector de la población española, tanto cuando se sienta a la mesa como cuando lo hace debajo del flexo para leer poesía. Los argumentos eran y son prácticamente los mismos: que si el sentido común, que si la cocina y la poesía de toda la vida, que si el lector o el comensal de todos los días, el hombre normal, el ciudadano de andar por casa, vaya. Así se justificaban también los García Montero y cía. Yo en aquellos tiempos hacía piña con los otros, los de la experimentación y el silencio, y algo de lo que escribí entonces en forma de estudios literarios defendía apasionadamente esta forma de entender la poesía. Lo malo es que acabé viendo la pata de lobo debajo de la piel de cordero de algunos de esos poetas exquisitos, y llegué a dudar de la validez de esa polaridad malos-buenos, experiencialistas-experimentalistas. Por supuesto, sigo prefiriendo a Valente antes que a Ángel González, por llevarlo un poco al ámbito de los llamados cincuenta, los poetas mayores que venían a legitimar con sus plateadas y patricias sienes unos y otros usos poéticos. No tengo nada en contra de las espumas de sandía ni de las innovaciones gastronómicas. No creo que impliquen una situación apocalíptica en el panorama culinario español, ni mucho menos. Tampoco pierdo los papeles por ir a comer a esos restaurantes caros de arte y diseño gastronómico. Pero los argumentos del hombre normal y corriente, el ciudadano municipal, etc., acaban pareciéndose mucho a los eslóganes políticos de la derecha. No en vano, como ya se ha señalado antes, José María Aznar leía Habitaciones separadas. Y no lo hacía en la intimidad, como cuando hablaba catalán, sino en el foro público del Congreso. Qué curioso que la llamada poesía de la experiencia, amamantada a los pechos del apogeo socialista de los ochenta (es muy ilustrativo al respecto leer el libro Poesía y poder, del colectivo Alicia Bajo Cero), acabara alimentando el espíritu más conservador. “Ni ellos mismos se comerían sus platos”, clama el defensor de las esencias entre pucheros. “Ni ellos mismos entienden sus poemas”, clamaban los voceros de la poesía democrática, municipal, normal, al alcance de todos. Enric González, en su columna del jueves pasado, reconocía con honestidad que en muchas ocasiones los comensales de esos restaurantes tan caros son los propios periodistas, invitados a comer de gañote para que luego larguen sobre lo nuevo y lo viejo en sus crónicas. Y la poesía sólo la leen los poetas, sujetos también a ese clientelismo del do ut des tan democrático. La mayor parte de la gente se pasa con un menú diario a diez euros, digno y sabroso donde los haya. Y la mayor parte de los lectores sólo lee El código da Vinci o mamotretos similares, desgraciadamente no tan dignos como las lentejas estofadas y el filete de emperador. Por encima de todo esto, en la espumilla mediática del mantel y del folio blanco, los chefs y los poetas juegan a la inmortalidad, hinchados y patéticos como dioses fofos, como dioses muertos.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]