lunes, 31 de marzo de 2008

El paisaje como construcción mental

Acabo de leer Breve tratado del paisaje, de Alain Roger, uno de los primeros títulos con los que la editorial Biblioteca Nueva abre una colección dedicada a los estudios paisajísticos. Así de entrada, lo que primero se me pasa por la cabeza es que el libro empieza mal pero acaba bien, lo cual ya es mucho. La tesis defendida por Roger en este breve tratado es que el paisaje es una construcción cultural, una artealización, tal y como él lo pone, término tomado de Montaigne. Ahí choca con tantos estudiosos anglosajones, un poco la corriente dominante. Pero hasta el mismo Emerson traza en La naturaleza una diferencia entre ésta y el paisaje. Lo hace además confirmando uno de los puntos más interesantes que saca a la luz Roger: el campesino no concibe la idea del paisaje, para el hombre de campo el paisaje sólo se traduce en el número de fanegas de trigo que recoge. Emerson les niega la posesión última de los campos a sus dueños labradores: “Hay un terreno en el horizonte que no es de nadie sino de aquel cuya mirada puede integrar todas las partes, es decir, el poeta”, eso dice textualmente en La naturaleza. Y ese poeta, una especie de hombre ideal y universal para Emerson, es el paisajista de Roger, el sujeto cualificado que hace de la naturaleza objeto; del campo, paisaje. Si digo que empieza mal el libro es por ese antropocentrismo exacerbado de la voluntad paisajística, casi un nihilismo, una voluntad de negación de la naturaleza, de neutralización, que le permita al artista poseerla. Claro, ahí saltan las alarmas del pensamiento ecologista. Y no es difícil estar en desacuerdo con esta naturaleza que define Roger: un ente exorbitante, desordenado, entrópico, algo mostrenco que la mirada ha de reducir a objeto razonable. El colmo de esta provocación (pues creo que de eso se trata) es cuando habla de la naturaleza en los siguientes términos: “No es una madre fecunda que nos ha dado la vida, sino más bien una creación de nuestro cerebro”, el consabido presupuesto estético de que el pájaro existe porque yo lo miro, de tan larga tradición en la poesía contemporánea, pero tan endeble como teoría del conocimiento. Esa voluntad de sobresignificación también se deja llevar por un exceso semiótico: “Voluntad de pintar la naturaleza, de enlucirla, necesidad de acribillarla de signos, de extender hasta el infinito la máxima artística a fin de que su dominio alcance límites del mundo y, ¿por qué no?, más allá, hacer del universo un campo de paisajes…”. Vuelvo a aquella primera entrada de este blog, cuando polemizaba con la visión de la ciudad de Félix de Azúa y su lectura del espacio urbano como el entorno propio y cainita del hombre frente a la incivilizada naturaleza. En fin, el librito de Roger traza un recorrido ameno por la historia del paisaje, que no es la historia del mundo ni mucho menos, ni la de naturaleza, ese espacio ahistoriable. Es muy interesante el capítulo dedicado al nacimiento del paisajismo al final de la Edad Media, donde entronca con ese otro descubrimiento coetáneo, el retrato, sobre el cual no hace mucho se ha publicado un libro muy interesante, Elogio del individuo, de Tzvetan Todorov, con menos citas que éste de Roger, menos farragoso, y con más hondura en sus hallazgos. Pero es ese punto provocativo lo que más me atrae de Breve tratado del paisaje, su buen final: la necesaria distinción que establece entre paisaje y medio ambiente. Ahí es donde se rasgarán las vestiduras los bienpensantes ecologistas (muchos anglosajones) y esa caridad mal entendida en el medioambientalismo de la que yo hablaba unas entradas más atrás. Me encantó, por ejemplo, la crítica de Roger a la verdolatría, o su defensa de los postes de la luz como parte del paisaje (quien haya leído Viaje al ojo de un caballo comprenderá lo próxima que me es esa defensa), su defensa de Descartes, también. En fin, un paseo ameno por ese afuera que, mientras jugamos a crearlo dentro, nos contempla. Nos completa.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Excelente apreciación al libro. Acabo de leerme los dos primeros capítulos y, verdaderamente, me han dejado algo desconcertado. En fin, como lo que me interesa es llegar al capítulo de paisaje y medio ambiente, he cogido algo de ánimo con esta entrada. Gracias

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]