martes, 11 de marzo de 2008

No os fiéis del jinete, sí del caballo: La poesía pura de Mahmud Darwix

Leo en El País de hoy una entrevista de Juan Miguel Muñoz a Mahmud Darwix, el gran poeta palestino. En concreto, unas declaraciones suyas me llevan a los comentarios que intercambié con Hugo J. Platz en la última entrada de este blog (“Joseph Roth”). Hablábamos allí de victimismo judío, de un cambio en las tornas de opresor y oprimido. Yo saqué a relucir el Angelus Novus al que se refiere Walter Benjamin como representación del devenir histórico, un ángel que avanza de espaldas y se horroriza de lo que deja atrás, que es lo único que ve. Todo está muy relacionado con el imaginario judaico en esa imagen: un pueblo al que le es vedada toda indagación en el porvenir, y aun y así permanece en constante espera de un tiempo mesiánico. O quizá por ello. Parece que este ideario haya calado en la desesperación de los palestinos si atendemos a lo que dice Darwix: “El presente es muy frágil. Nadie ve el futuro. Sólo el pasado es sólido”. La victoria del sionismo habría sido entonces total: por puro contagio de expectativas. Como decía en esos comentarios, ya el emperador Adriano tuvo problemas con el monoteísmo en Palestina. Los monoteísmos vinieron a anular una realidad plural y respetuosa, y ese emperador filántropo, al menos en el maravilloso libro de Marguerite Yourcenar, sólo podía verlos como una amenaza. Mahmud Darwix, cuya aldea fue borrada del mapa en frenesí monoteísta, según nos cuenta Juan Miguel Muñoz, no sería sino una víctima más de esa aniquilación. Su poesía, eso sí, será su resistencia. Parece excusarse el poeta por no escribir ya más poesía de combate, poesía comprometida tal y como se diría en el glosario historiográfico de la literatura española: “ahora me esfuerzo más en la estética, no sólo en reflejar la realidad. Intento humanizar nuestra causa”. Y parece olvidar Darwix que con esa poesía pura que busca ahora también está reflejando la realidad, construyendo un espacio de pureza al que su pueblo se aferre para no sucumbir del todo. Esa realidad es la esperanza del pueblo palestino. Y no lo digo como un escapismo, sino literalmente: un hueco en el idioma, en las calidades más puras del idioma, que son las menos corruptibles, en las que la tribu halle su sede y resista a la dilapidación en torno. A los poetas les gusta decir que el espíritu vive en la palabra, algo muy hebraico, por otra parte. Muy cristiano. Y muy musulmán. Por eso cuando los totalitarismos arrojan al alma fuera de ese habitáculo y se apropian de la letra, el espíritu se refugia en la poesía. La de Mahmud Darwix, por ejemplo: “No os fiéis del caballo, ni de la modernidad”. El poeta alude aquí a los indios americanos, aniquilados por hombres blancos a caballo. Tengo para mi propia visión mítica, sin embargo, que los indios vivieron el arte ecuestre como una restauración (el animal también lo fue si hacemos caso de los fósiles que encontró en la Patagonia Charles Darwin); no en vano provenían de los primeros jinetes, los mongoles, a través del Estrecho de Bering. Y aunque ahora se especule con la posibilidad de que los primeros americanos fueran en realidad africanos pasados por Oceanía y arribados al sur del continente, yo sólo hablo de un territorio mítico en el que el enemigo nunca puede ser el caballo, sino quien lo utilizó para usurpar otro mito: el del centauro.

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]