viernes, 18 de enero de 2008

Hacia Wulaia: Mejillones, colibríes, cerdos y gatos








Wulaia es un lugar mágico en el canal de Murray, una vía de agua encajonada aun más que el Beagle y que se desgaja de éste hacia el suroeste como una lengua de plomo lisa y estirada en un día tranquilo como el de hoy. El trayecto por carretera hasta Puerto Navarino, en el extremo noroccidental de la isla homónima, permite ver el trazado del canal Beagle, sinuoso en sus orillas frente a las escarpadas montañas. Más o menos enfrente de Puerto Navarino, en un juego de espejos que Argentina y Chile llevan escenificando varias décadas por estas aguas, se encuentra la ciudad argentina de Ushuaia. En Puerto Navarino nos espera el velero Victory, un schooner que nos llevará demorada y mansamente hasta el lugar en el que Darwin tuviera uno de sus encuentros con los yagán: Wulaia. Antes, en el recorrido en auto por la costa, previamente a embarcar, se pasa por Puerto Mejillones, otro enclave importante para la comunidad india. En 1953, cuando el gobierno decidió construir, por razones estratégicas, como todo aquí, la base naval de Puerto Williams, los indios que vivían esparcidos por estas calas y ensenadas fueron trasladados al nuevo enclave, que está aproximadamente veinte kilómetros más al Este. Dejaron en Puerto Mejillones un cementerio en cuyas lápidas, de madera tosca, se leen nombres españoles con apellidos yagán. Los indios enterraban a sus muertos y borraban todo resto o señal sobre la tumba con el objeto de hacer olvidar el enterramiento. Era ésta una forma digna y respetuosa de fusión con la naturaleza, sin aspirar al más mínimo epitafio (¿qué mejor epitafio que ser restituido al perfil total de la materia?). Los misioneros anglicanos consiguieron convertir a los yaganes al cristianismo y Puerto Mejillones se pobló de cruces blancas de madera y combinaciones caprichosas de nombres y apellidos. La furgoneta que nos lleva avanza por un camino sin asfaltar, bordeando ensenadas y bosques. Sólo se ven dos haciendas. A veces el suelo se enfanga, la turba suelta su petróleo en el agua y los árboles mueren de pie, como guerreros indios, desprovistos de ramas y hojas, comidos por el amor terrible de los líquenes. Desde Puerto Navarino, un grupito de edificaciones rústicas de madera ocupado por los oficiales de la marina chilena, zarpamos en el Victory y el contorno de las montañas se impone sobre el agua negra igual que se le impuso a un impresionable Darwin hace ahora casi doscientos años. El efecto de la nieve en los montes, formando ventisqueros entre tierra pelada, compacta y opaca bajo las nubes, recuerda el color del lomo y el hocico de las orcas, y estas montañas parecen enormes ballenas asesinas elevándose desde el fiordo con la picuda boca abierta. Las bandadas de cormoranes, que vuelan a ras del agua con un frenesí de ánade, contribuyen con su plumaje a esta fotografía en blanco y negro. Wulaia aparece en un recodo del Murray. No es más que una cala de rocas en la que sorprenden casi doscientos metros de tierra llana antes del ímpetu ascendente de los montes, algo inusitado en estas latitudes en las que las montañas parecen brotar casi como un iceberg del agua. Por ello los indios frecuentaban este lugar y llegaron a formar lo que casi se podría llamar un poblado, bien lejos de la idea de salvajes desperdigados por las islas que uno se hace cuando lee a Darwin. Aquí se encuentra también una edificación de principios del siglo veinte, con posterioridad convertida en base de comunicaciones cuando el gobierno chileno decidió poblar (es un decir) estas tierras. Hoy lo ha adquirido una compañía privada de Punta Arenas que quiere convertirlo en hotel-museo e incluirlo en una de las paradas para el crucero que recorre toda esta zona hasta el Cabo de Hornos. La reconstrucción se hace con respeto y ya se están habilitando senderos y un pequeño muelle. Subimos por uno de los caminos, con empalizadas frescas y doseles de tablones en los tramos más enfangados. Descubrimos el pan indio, un hongo que crece en el tronco de los árboles tras irritar su corteza con una reacción química y crear el nudo característico: Cyttaria darwinii, que así se llama la criatura, en honor de su insigne descubridor, es rica en vitamina C, blanda e insípida. Podría ser el maná bíblico, un alimento que los dioses de estas tierras, rigurosas pero no inhóspitas, ponen a la altura exacta de la boca como alimento para su grey. Otra referencia al libro de los libros podría verse en el notro, un árbol que los ingleses redujeron injustamente a la categoría de arbusto bautizándolo con el sobrenombre de firebush, por las flores rojas, sin duda queriendo ver la zarza ardiendo de Moisés entre este verde casi fosforescente de la lenga. Pero la zarza ardiente alimenta de algo más que de fulgor espontáneo a los seres de esta tierra. El colibrí, cuando viene en su migración desde el norte, se nutre de su rico azúcar al hallar, recién llegado, la planta en su primera floración. Así se recupera del viaje. Y tras permanecer aquí una estación, antes de emprender nuevo vuelo a latitudes más septentrionales, el notro florece de nuevo para que el minipájaro se alimente bien antes de partir. Más viajes simbióticos de animales constituyen las especies no autóctonas que se han instalado aquí por intervención humana. El castor, importado por los argentinos desde Canadá para su explotación en granjas de la piel, cruzó en un descuido el Beagle y se instaló en los ríos de Isla Navarino. Aquí construye presas como sus parientes del norte. Por puro instinto, pues no hay en estos pagos ninguno de los depredadores que motivan tan elaborado método de defensa Y los baguales, animales domésticos que se han echado literalmente al monte y merodean por los bosques en estado salvaje: corderos, caballos, cerdos. Estos últimos son los más peligrosos. Mucho más grandes que los jabalíes, han desarrollado colmillos enormes en menos de un siglo de asilvestramiento. La información genética está en la especie, y dependerá del entorno que la use o no. Así, un poco como hacia atrás, se puede entender también la famosa teoría de Darwin. Uno de estos verracos casi le siega la aorta a Pato, mi guía yagán de los próximos días en el trekking de los Dientes de Navarino. Ocurrió en el mismo Wulaia, y quizá fue la magia del lugar lo que le hizo aguantar varios días con la pierna herida sin desangrarse hasta que un barco pasó por los alrededores. No hay cerdos bagual en los Dientes, me dice, como para tranquilizarme, cuando ve que abro mucho los ojos. Lo que sí hay en Puerto Williams son gatos, y tienen un punto ceniciento. También los blancos, y hasta los barcenos. A todos se les pega un poco en los ojos ese plomo azulado de las montañas, ese azul petróleo del agua, y miran como desde el otro lado de algún espejo. Que a uno le miren estos animales enigmáticos es aun más, en estas latitudes mercuriales del tiempo y el espacio, un raro privilegio.

27 de diciembre

3 comentarios:

Unknown dijo...

El Hongo que vive en los coihues se llama también digüeñe y se le llamó Pan de Indios...porque de ellos se alimentaban los indigenas.
Por otra parte, wulaia es un conchal, zona rica en conchas marinas, producto de las constantes visitas de los yaganes a la zona. Hoy es un sitio arqueologico de importancia.
Desde las alturas se reconocen zonas deprimidas rodeadas de zonas mas altas en forma de una argolla...esa argolla es una acumulación de conchas marinas que no eran devueltas al mar para no ofender a los dioses...

Unknown dijo...

Perdona...se me olvidaba algo muy importante...
Hermosos texto de wulaia...hasta ahora es uno de mis lugares preferidos... y es muy bueno ver que otro lo ha visto tan hermoso como yo...

En Chile hay lugares tan hermosos como este, pero pocos tan cautivantes y absolutos...

Carlos Jiménez Arribas dijo...

Voy de acuerdo con lo que dices, Pame: Wulaia es mágico. Además, parece que lo van a respetar bastante ahora que va a ser museo y albergue. Sólo visité una cuñita de la cuña que es Chile, pero me pareción un país y una gente maravillosos, para volver, vamos.
Gracias por tu aportación.

A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]