viernes, 18 de enero de 2008

Brooklyn, la Reina Madre y Goethe




Punta Arenas es una ciudad de unos ciento cincuenta mil habitantes trazada con tiralíneas en manzanas amplias y calles anchas, desde el mar hasta un cerro que se levanta en ligera inclinación hacia el Oeste. Tiene, como otras ciudades hispanoamericanas, incluso diría como toda ciudad americana, algo de rectilíneo en su arquitectura, de amplio y aireado, pese al desvencijamiento propio de la América más al Sur. Sí, algo del Brooklyn cuadrangular hay en Punta Arenas. Muchas casas y negocios conocieron también aquí mejores tiempos. Esta tarde iré a Isla Magdalena y a Isla Marta, a ver pingüinos. Por la mañana he estado en la llamada zona franca, un área de galpones junto al mar, ya a las afueras de la ciudad. Allí se distribuyen el espacio expositor tiendas de electrodomésticos, concesionarios de coches, supermercados y alguna franquicia de ropa yanqui. Si todas las grandes superficies de por sí son deprimentes, cuando están desprovistas de su principal espécimen, el comprador compulsivo, o simplemente cuando apenas hay compradores y las tiendas están vacías o cerradas, la desazón es mayor. Y aumenta con el frenesí limpiacristales de las ociosas dependientas. No soy especialmente anticonsumista, pero me he escapado vivo, por así decir, con los bolsillos intactos, salvo por los trescientos cincuenta pesos de ida y vuelta del colectivo, esos taxis a medias tan útiles en estos lares. Me tomo ahora un chocolate caliente en la avenida principal de Punta Arenas y veo cómo la ciudad vacía su agitado pulso de peatones, coches y turistas al otro lado de estos grandes ventanales. Pasan magallánicos, caucásicos y nipones como heridos de repente por un rayo furtivo de sol, o buscando su furtivo reflejo en los cristales.
Antes de embarcar para visitar las islas, voy a comer a un restaurante que tiene cocina típica de Chiloé y que me ha recomendado la señora del hostal, la Reina Madre, como la llamaba Benito. El mercado chilote, que así se llama, no tiene desperdicio. Situado en una esquina más alejada de la calle principal que lo que hasta ahora conocía de Punta Arenas, es un local amplio y luminoso. No obstante, todo aquí parece en estado de cierta decadencia. No tengo mucho tiempo y me recomiendan una sopa de marisco: el paila, un caldo corto al que el perejil ayuda a fijar el sabor, el cilantro da profundidad, y los moluscos, mejillones y almejas chilenas, una consistencia proteínica que, sin duda, era la dieta básica de los indios. Lo acompañan una especie de panecillos de masa leve y sabor a pescado, sopa y pilla se llaman. De fondo suena Illapu, un grupo cuyo nombre pregunto a la camarera y anoto: mientras soplo sobre la cuchara, me llega el frenesí andino de sus flautas.
Isla Magdalena tiene forma de estrella, con sus tres o cuatro brazos extendidos sobre el Estrecho de Magallanes y en el centro un edificio para alojar el faro: la catedral del mar. Además aloja varias parejas de gaviotas y ciento cincuenta mil pingüinos. Es el pingüino magallánico algo más grande que el de Humboldt, pero chiquito al fin y al cabo. Hacen agujeros en la orografía de la isla y se escalonan sus moradas hasta el mar. Lo más gracioso es verlos nadar, cuando pierden toda su torpeza de palmípedos en tierra. Un pingüino, nadando, se parece a un delfín. La morfología trascendental, aquella polivalencia de la forma en la naturaleza (tanto da una espina dorsal que un tallo, por ejemplo, al ser ambos una simple línea formada por segmentos), ese concepto acuñado por Goethe, a mí me parece que está detrás del descubrimiento de la teoría de la evolución de las especies. Sí, ya antes de Darwin, abriéndole paso, en realidad, se percibe claramente que hay una misma voluntad formal en la realidad unifica a aves y mamíferos en el perfil aerodinámico de este único animal que nada veloz entre las olas.

7 de enero

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]