viernes, 18 de enero de 2008

Un gran susto, holandeses y guanacos










Partimos de Laguna Hermosa en un penúltimo trayecto que resultará duro y azaroso. Se suceden los picos y lagunas hasta que damos con los tres suecos, que resultan ser holandeses, en un escarpado bosque de lengas. Arriba, el páramo se sucede en falsas cumbres, muy del uso del Sistema Central, donde uno tarda por ejemplo en avistar la Granja, en la vertiente norte de la Sierra, al subir a Peñalara, de nava en risco. Asomamos por fin a una corona que da vistas a la Laguna de los Guanacos y al Beagle más al fondo. Comemos y cuando estamos terminando nos pasan los holandeses. Llega el tramo más peligroso del sendero, la bajada a la Laguna de los Guanacos, espectacular, de un azul atlántico, rodeada de un circo de moles mochas, lejos del afilado pico de los Dientes. Lo más fácil es dejarse deslizar por el pedregal hincando los tacones, y luego hacer lo mismo sobre la nieve. Los holandeses usan sus mochilas de trineo y se divierten. Llevo todo el día con la rodilla maltrecha desde que empezó a dolerme ayer y veo las estrellas en cada apoyo de la pierna izquierda. ¿El dolor me lleva a la reflexión o es para distraerme? Siento de pronto cómo hay una densidad que se pega al músculo cuando ya nada casi distrae la mirada de un paisaje como éste, un sucederse los pasos, los metros, los kilómetros, que retumba en la cánula de cada pierna y se aloja en la mitad del hueso. Eso permite conocer este paisaje y cualquier otro. Todo el que hace los senderos así, abandonándose al errar del rumbo en la zancada, acaba sintiendo, conociendo íntimamente el paisaje. Es un saber, como digo siempre, que se vuelve un sabor, la densa decantación de estas montañas en cada una de sus rocas. Y quizá haya sido esa densidad lo que me ha salvado de un susto mayor, bastante más que una rodilla dolorida. Al cruzar uno de los muchos ventisqueros que se forman sobre el sendero en las laderas, ya pasado el drenaje de la Laguna de los Guanacos, hemos visto que la nieve estaba helada y hemos dado un rodeo. Yo, que iba el primero, no he retrocedido lo suficiente y me he pegado demasiado a la mancha blanca para sortearla. Me he visto de pronto en mitad de un prado casi vertical de hierba tupida y acerada que también se había helado. Pato me ha recomendado retroceder sobre mis pasos, mejor que intentar subir así, en plan Spiderman más que a gatas, y en ese trance, el pasto no me ha sujetado, ni la roca en la que había hecho pie ha servido de tope, y he caído resbalando durante tres o cuatro metros. He cogido una velocidad tremenda, nunca hubiera imaginado que un cuerpo se puede desplazar tan rápido en tan poco espacio. El desnivel llevaba al torrente de desagüe de la laguna otros tantos metros más abajo, cubierto por un toldo de nieve en voladizo sobre las aguas, frías y tumultuosas. Cuando ya lo tenía todo perdido y me veía entre la roca y la nieve con algo roto a causa la velocidad de la caída, he sentido una franja de tierra debajo y he hecho presión con manos y rodillas, por puro instinto. Me huelo ahora las palmas de las manos y siento el olor a fango, levemente excrementicio. Doy gracias, mientras escribo esto, a la diosa Gea, densa y multiplicada, que hoy sacó de mí el Anteo en vez del Ícaro.

30 de diciembre

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]