viernes, 18 de enero de 2008

El Kilimanjaro, los castores y el amor de la Tierra






















En efecto, bailó el viento y bailó el agua. Esta mañana hemos amanecido con las tiendas mojadas. Afortunadamente, el saco me ha respetado. Tras una hora secándolo todo al fuego, emprendemos camino al paso Australia, el risco que separa la cara norte de los Dientes de las lagunas espectaculares que se suceden de Este a Oeste. Nos han precedido tres escandinavos, impertérritos en la lluvia, muy madrugadores. Nos siguen dos chilenos, el práctico del puerto de Williams y su hijo. La subida es empinada. La lluvia ha clareado muchos ventisqueros pero sigue viéndose el contraste de roca y nieve, mucho más atrayente que las fotos del trekking que yo había visto en Internet, por lo general entre rocas peladas. La primera laguna que encontramos está parcialmente helada, las grietas en la superficie parecen un mapa lunar, o la visión microscópica de algún organismo microcelular. Damos vistas al sureste y aparece el cerro Betinelli, otro accidente geográfico bautizado de forma caprichosa. Me encanta este monte y le voy viendo surgir conforme giramos hacia el Oeste. La cara sur de los Dientes, su verdadera cara, pues aquí brotan casi de la misma orilla, está toda rodeada de lagunas. El Betinelli es en realidad tres cerros: la primera mole se asemeja a la giba de un animal mastodóntico; encadenada a éste, un cono volcánico se recorta nítido contra el cielo; y tras él, dando vistas ya al lago Windhond y las Islas Woolaston al fondo, en el sur, el cerro culmina en una escarpadura secuenciada que se vierte con gran verticalidad sobre el bosque que rodea toda la montaña igual que lenguas verdes. Es por este efecto, la base alfombrada y la joroba monda, por lo que el Betinelli me recuerda un poco al Kilimimanjaro. El siguiente paso, ya dando vistas al Oeste, es el del Ventarrón. El paisaje es espectacular: más picos y lagunas con las montañas Codrington de fondo semejando una cordillera alpina. Aquí bajamos por una pendiente de piedra de arrastre y llegamos a la Laguna Hermosa, donde ya han acampado los suecos, y debemos de haber pillado a los castores in fragranti, pues en el bosque hay troncos cortados con las marcas características de los incisivos y huele mucho a aserrín. Hemos visto un par de ellos cruzando la laguna, levantando el culo en pompa justo antes de desaparecer bajo las aguas y adentrarse por alguno de los túneles en la colina de ramas y tierra. Según Pato, no estaban en esta laguna hace menos de un año, lo que quiere decir que siguen colonizando zonas. Los guardas forestales llevan un control de la población de castores y a veces rompen alguna de las presas. Ésta es la hora en la que empiezan a trabajar, las siete de la tarde, turno nocturno para el roedor leñador y arquitecto. Mientras garabateo esto, caen goterones sobre el cuaderno y vuelvo a cruzar los dedos para que no llueva, para que no lo haga al menos tanto como anoche. Ni rastro de los chilenos, de los que no hemos sabido en horas.
Llovió de forma discontinua hasta que me quedé dormido. Los castores regresaron al tajo y se les oyó rasgar cortezas. Luego vinieron ráfagas más frías de viento y el silencio de la noche austral por fin. Hoy amanece un día espléndido, abro la cremallera de la tienda y al canto persistente y melódico de una especie de ruiseñor de estas tierras se le pone como fondo una mañana de postal, con cielos resplandecientes. Laguna Hermosa está increíblemente plácida y azul, y las lengas hacen de persiana veneciana frente a unos montes que siguen aquí, inmutables. Pocas veces he visto tan hermosa la mañana. Aquí, entre una naturaleza que se da con una insistencia parecida al amor, la tierra reclama a las bestias que antes le pertenecieron al hombre, los baguales. La tierra reclama también a las plantas que en ella crecieron y yacen inertes en el suelo. ¿Inertes? Ayer, mientras buscaba leña, me adelantaba a recoger los troncos secos que había por el suelo. Sin embargo, al tirar de ellos veía que al menos una parte estaba semihundida en la hierba húmeda, y costaba arrancarlos. La tierra va reclamando lo que le pertenece, rodea al árbol caído de un amor que le hace suyo. También el agua ama así a la misma tierra, la empapa sin medida. Y el viento ama a todo el conjunto cuando pasa entre los árboles, reafirmando el vínculo sagrado de todo lo que aquí crece, vertical, horizontal, se expande, mana o corre.

29 de diciembre

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]