viernes, 18 de enero de 2008

Caballos, perejil y cilantro






La noche ha sido más tranquila. Más fría también, acampados entre los dos brazos de un arroyo que baja desde el drenaje de la Laguna de los Guanacos. Y entre una vuelta y otra dentro de la tienda (esta noche he dejado la mochila fuera para ganar espacio) le he podido robar minutos de sueño a mi rodilla dolorida. Esta mañana hemos emprendido rumbo en nuestra última jornada dejando atrás más lagunas, entre pampas de turbas. Nos hemos adentrado en un bosque de cohiué donde proliferan las frutillas (matas de fresas salvajes que darán fruto en un par de meses) y el perejil salvaje, al que los indios dan un uso parecido al nuestro. Un pájaro carpintero, de un rojo centelleante en la cabeza, pone el ritmo sincopado a esta visión del Beagle entre los troncos. Seguimos bajando y hay árboles arrancados de raíz por el viento, con el cepellón al aire. Pato me recuerda la conveniencia de acampar siempre entre árboles jóvenes. Damos ya vista completa al Beagle y comienza una bajada por pampas encharcadas y pequeños grupos de lengas. De pronto, Pato se detiene y mira a un lado. Veo que se quita la mochila y se asoma desde un pequeño alto de césped. ¿Te puedes esperar un momento?, me pregunta. Claro, le digo. Ha visto un grupo de caballos y uno en concreto llama su atención. Me cuenta que es un bagual al que alguien capturó hace un par de años y no pudo retenerlo, por lo que el caballo lleva todo ese tiempo vagando por el monte con la cabezada puesta. Se le ha enredado en la crin, le tapa el ojo izquierdo y ha penetrado en la piel del cuello formando lo que tiene que ser una dolorosa herida. Nos acercamos y le saco fotografías. Nada más pasar el año nuevo, me dice, vendré y le quitaré la cabezada. Pato ama a los caballos. Se ve por cómo se acerca a ellos. A un lado hay uno tordo más joven. Mira, me dice, así era mi Buzo. De paso que vengo por el de la cabezada, vuelve a decir como quien piensa en alto, te me llevo, apuntando con un dedo al que quiere para sí. Sí, pero no lo castres, eh, le digo entre risas. No, se ríe él a su vez, es una yegua. Llegamos por fin al borde mismo del mar, Bahía Virginia, y nos tumbamos satisfechos en un montículo sembrado de margaritas. Se acercan por la carretera dos hombres a caballo, padre e hijo, de su etnia, y les cuenta el caso del bagual. Luego vienen por el otro lados dos indios más en una furgoneta pickup. Van rumbo a Puerto Williams. Pato los para y me sonríe tras hablar unos instantes con ellos: Nos llevan. Han comprado cilantro fresco en alguna de las haciendas que hay hasta Puerto Navarino y suena música festiva dentro del auto. Pato les cuenta también a ellos el caso del caballo con la cabeza magullada. Piden ver las fotos que he hecho. Me siento casi importante al ser el depositario de las pruebas de la cicatriz. Deben de tener algún tipo de responsabilidad sobre el entorno natural de Puerto Williams. ¿Son los que controlan la población de castores? Lo digo por el escudo que he visto de refilón en el lateral de la furgoneta y por cómo miran las fotos y les habla Pato. Mi guía se ha transformado. Se le ve mucho más dicharachero y sonriente, como quien ha cumplido (sin contratiempos) su trabajo. Nos llevan al hostal y me despido de este yagán en zapatillas que me ha enseñado (en el buen sentido de la palabra) los Dientes.

31de diciembre

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]