viernes, 18 de enero de 2008

Robinsones, castores y elefantes














Tras una buena ducha y una buena comida, con la pierna en alto y calentito, pasé la tarde de ayer, último día del año, leyendo Robinson Crusoe. Mi libro de viaje esta vez cuenta la historia de otro barbudo varado en tierras lejanas, en su caso con menos compañía humana que yo. Porque anoche, para una deliciosa cena de Nochevieja, estaban Julio y Gaby, el matrimonio que lleva la agencia-hostal Akainij, sus dos hijas, Nicole y Katrin, y Benito, un muchacho francés que se está buscando a sí mismo por estas latitudes. Aquí, donde Cristo perdió el mechero, como decían mis amigos en Madrid cuando les expliqué dónde me venía a pasar las Navidades. Y donde, quién sabe, quizá lo encontró. Por fin, una Nochevieja sin las malditas uvas (el año pasado en el Tassili, Rosa, una de las compañeras de viaje, se las llevó enlatadas desde Tarragona). Aquí se brinda con champán y hay fuegos artificiales. Nada más. Y nada menos. Nos besamos y abrazamos y nos deseamos lo mejor para este 2008 que ahora empieza. Luego vienen unos vecinos con sus tres hijas y las pequeñas se divierten al ver al castor de Gaby, Bebe, que gime como un auténtico bebé, y exige su porción de sueño y tranquilidad. Nos quedamos al final Benito y yo y hablamos de viajes, de Occidente, de paternalismo occidental, según yo le digo. Con alguna copa de más, quizá un poco más austral en este nuevo año, menos occidental quizá, me voy a la cama disipado y contento.
Hoy paso el día en el hostal. Sigo leyendo Robinson Crusoe. He llegado al punto en el que rescata a Viernes y todavía recuerdo la sensación, al verlo en una película cuando era aún un niño, que transmitía el descubrimiento de la huella en la arena. Este episodio tiene lugar bien antes del rescate del joven Viernes, pero estaban fundidos en uno en mi memoria. Con estos detalles de acción y reiterado desasosiego, la narración se sale de un cómputo tedioso que amenaza ser demasiado mercantilista: día tal, hace un tiempo cual, yo hago tal cosa, acumulo esta otra… Por lo general, lo que narra esta novela es el descubrimiento de una forma de medrar tecnológicamente que invita a esa lectura mercantilista fuera de la isla. Veo la tele, saturada en los canales principales por reality shows tan alejados de la realidad como en España. Y por fin el tono dominical de este primero de año se eleva un poco cuando Benito me trae dos libros que, según él, le han impresionado. Uno es la travesía de Shackleton, el marino británico que permaneció dos años perdido entre hielos al sur de estas costas, y que consiguió sobrevivir y ser rescatado, él y su tripulación, por balleneros chilenos. Benito habla maravillas de esta gesta. Yo lo siento mucho, pero no me dicen nada estas heroicidades olímpicas, un tanto gratuitas y generalmente a manos de anglosajones, que son un intento absurdo por balizar con sus colores nacionales el mundo que ya se nos dio marcado por un contorno suficiente. El otro libro me interesa más. Es una traducción al inglés de El elefante ha desaparecido, de Haruki Murakami. Leo el cuento que da título al conjunto, ubicado al final del libro, y descubro un mundo similar al de Carver, sólo que más matizado en sus perfiles, quizá por la sutilidad oriental. Hay mucho en este relato de “Catedral”, el cuento de Carver sobre una experiencia sensorial cifrada en algo ingente. Murakami toma como correlato, no un edificio, sino un elefante que desaparece de repente. Al ciego de Carver se le aparece una catedral tras fumarse un porro, y al publicista de Murakami se le ha extraviado un paquidermo. Pero el resultado final en ambos cuentos, esas manos vacías de los protagonistas, es parecido. En el caso de Murakami el narrador es muy consciente de que al contarle a la chica que acaba de conocer una historia ya completa se está cargando toda posibilidad de trabar relación con ella; toda posibilidad de anclaje al dejar fuera lo que no sea la comunicación de esa experiencia cerrada en sí misma. Como esa voluntad anglosajona por cartografiar, empaquetar y poner en el mercado la totalidad del planeta. Lo que equivale, está demostrándose, a destruirlo.

1 de enero

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]