viernes, 18 de enero de 2008

Roberto Bolaño, Algón y las almejas
















A vueltas con el pisco. Esta vez de la mano de Pedro y Marta, una pareja española que vive aquí. Los conocí en el ferry de Williams a Punta Arenas, es gente muy auténtica con quienes he descubierto que tengo no poca sintonía. Pedro y Marta, Marta y Pedro, dos enamorados que disfrutan de Santiago, una ciudad para gozarla con los cinco sentidos. Algo probé antes de quedar con ellos: me di una vuelta por el centro y le tomé un poco el pulso a la ciudad. Crucé el Mapocho, ese río que parece asiático con su pequeño caudal de prisa y lodo, un regato bravo pese a ser tan chico. Un agua que corre como loca al mar y que le acabará robando algún día todo ese barro a las montañas pardas y polvorientas en torno a Santiago. Me tomé una cerveza en una terraza llena de gente quizá no muy recomendable pero, de nuevo, muy auténtica (las chicas llevan tatuajes en el hombro sin dejar espacios libres de tinta, como un horror vacui de vírgenes y cristos) y volví a cruzar el río; entré en una librería de viejo y no compré nada, en una tienda de discos y compré uno de Illapu, vi una torre minimal frente a la Biblioteca Nacional, en la Avenida O’Higgins, lo que aquí llaman la Alameda, muy parecida a la de Valencia, junto al Retiro en Madrid. Y vi con Pedro y Marta el sensual barrio de Bellavista. Luego nos sobrevino el pisco y hoy la resaca es continental. Bajaré a desayunar y me daré una vuelta por Internet. Me siento un poco como Vila-Matas en Doctor Pasavento (tiene pinta de que al doctor también le guste el pisco). Santiago de Chile, con su cielo azul, libre de smog en el verano, puede esperar. O como dijo el otro: siempre nos quedará Santiago.
En el desayuno leo el periódico La Tercera. Cuenta que Nicole Krauss, la escritora estadounidense, tiene entre manos una novela con protagonista chileno, un poeta desaparecido en los meses previos al golpe de Estado del 73. Krauss manifiesta vivamente su admiración por Roberto Bolaño, el novelista chileno, y recuerdo la apología que Vila-Matas siempre hace de Bolaño. Escritor de escritores, se podría decir. Aunque yo me pregunto, ¿no se corre el riesgo de dejar fuera de todo esto al mundo, es decir, al lector?
Por recomendación de Pedro voy a la calle Concha y Toro, en el barrio de Brasil. Son casitas de dos plantas en una de las pocas calles que no está tirada a escuadra y serpentea en torno a una linda placita de fuente y árboles. Cada casa fue diseñada por un arquitecto, con gusto y estilo. Parecen casi todas de los años veinte, y hay enrejados art decó maravillosos junto a frisos medievalizantes, todo con suma dignidad y respeto, lejos del gestualismo, ese purito sacar músculo, que invade la arquitectura contemporánea. Me encantaría vivir en una de estas casas, todo un primor. También me encanta el pelo de las chilenas. Y su piel. El futuro de la Humanidad está en la mezcla, y de ello dan buena fe estos rostros que me cruzo al volver al centro, con cepas araucanas bajo los rasgos europeos. El verano luce en escotes y minifaldas y es un regalo para los sentidos. Cruzo una plaza con iglesia en la que se celebra un sepelio. Algunos de mis compañeros de travesía fueron al cementerio de Punta Arenas, un lugar recomendable según las guías al uso. Yo la muerte prefiero verla de lejos por toda recomendación, y me cambio de acera. Entonces veo a un señor mayor en silla de ruedas. Lleva de la cadena a su perrito. Me fijo más en la pareja: el anciano va descubierto bajo el sol del mediodía, pero el perro lleva una visera a su medida del Colo-Colo, que es como el Real Madrid de Chile, el equipo de fútbol nacional, por así decir. Le pido permiso al dueño para fotografiar al chucho, y Algón, que así se llama, posa para mí y se pone a ladrar. Cruzo una cuadra y todavía le oigo: ¡Quién soy yo para quebrar la paz matinal de un terrier!
Como en el Mercado Central: caldillo de congrio (delicioso el orégano en esta sopa de pescado) y unas almejas crudas aliñadas con cebolla y cilantro. De nuevo el cilantro abriendo los sabores a lo profundo igual que un fiordo. Cae el sol a plomo y decido refugiarme en el hotel por ver si me es posible rellenar otra laguna entre sueño y sueño.

9 de enero

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]