viernes, 18 de enero de 2008

Magallanes, Don Quijote y el Papa















No ha salido el sol en todo el día durante estos últimos tramos del Beagle. Sigue el albatros presidiendo la ceremonia de unión entre el mar y las montañas, siempre de parte del viento. Ahora abundan más los albatros grises, menos espectaculares en sus giros que los viajeros, pues no son tan grandes como estos. Lo blanco y lo negro, de nuevo el contraste. Vamos rotando de cubierta al camarote, huyendo de la lluvia y el frío, y en una de las salidas nos topamos con el Cabo Forward, que marca la entrada al Estrecho de Magallanes y el fin del continente, desmenuzado a partir de aquí hacia el sur en estrechos e islas. Dejamos atrás el Beagle justo en el momento en el que el ferry bordea las corrientes del Pacífico y vira hacia el Este con decisión para no dejar nunca de navegar entre montañas. Nos adentramos en la lengua inmensa de agua que es el Estrecho de Magallanes, mucho más ancha y plomiza que el cauce previo, cubierta en sus orillas por las nubes que azotan ahora el barco con gotas finas pero persistentes. Es fácil desde la cubierta de un trasbordador minimizar el riesgo de Magallanes, el marino portugués, al descubrir un paso tan ancho de un océano a otro. Pero había que venir hasta aquí y meterse dentro para hallarlo. Por supuesto, el descubrimiento del Beagle, varios siglos después, parece un trabajo de orfebrería navegante todavía mayor. En la base del cabo Forward hay un pequeño faro, clásico aviso para navegantes. Y en la cima una cruz, apenas visible en un día como hoy, parece ser que inaugurada por Juan Pablo II cuando vino a mediar en las disputas por esta tierra. La Iglesia siempre en medio, que diría un nuevo Don Quijote, como tope a la ambición de unos y otros, portugueses y españoles siglos atrás, chilenos y argentinos sólo hace unos años. Sí, el Magallanes es hoy una enorme extensión de agua calma y plúmbea. Sobre ella, cuando los pingüinos esconden la cabeza igual que diminutos delfines, queda la otra extensión, la de las alas del albatros gris, como una pavesa desgajada de ese gran mar, o Tierra, de fuego.

6 de enero

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]