viernes, 18 de enero de 2008

Destellos, militares y verracos







Tras un par de días sin salir del hostal, dejando que Gaby y Julio, los dueños, me cuidaran, viendo películas y leyendo (los efectos especiales del tiro en la cabeza parece que son lo último en Hollywood, siempre tan verista; y la pasividad masculina parece ser una obsesión de Murakami, a quien el narrador le sirve de habitáuclo de la narración, su recinto) me aventuro a salir hoy jueves. Mi destino es Punta Eugenia, el extremo Este de la carretera sin asfaltar, también sin grandes cuestas ni fangales, que recorre de una punta a otra el flanco norte de la Isla. Punta Eugenia sería, en el figurado cuerpo de león marino con el que antes comparé el mapa de Isla Navarino, el purito coxis del animal, la punta más al Levante. Allí termina la carretera, y a Puerto Toro, ya en el flanco Este de la isla, se va en barco. Hay dos o tres factorías pequeñas de pescado nada más salir de Puerto Williams, cuando el camino se eleva para ganar el perfil recortado de esta parte de la costa. Una de ellas es española y quizá esté abandonada por el escaso movimiento que se ve dentro del perímetro vallado con alambre. Un campo de fútbol y una zona de columpios, oxidado el hierro de las porterías, habla de nuevos abandonos en estos mares australes. Me paro en la Caleta Pantalón, una lengua de tierra que se vuelve sobre sí misma y crea una ensenada recoleta con forma de garabato. Aquí como un bocado y veo pescar a un cormorán. Saca un pez de tamaño medio que le da a su pico el aspecto de la misma Caleta, y vuela raudo con ese colgajo proteínico, a ras del agua igual que un pato. Hay parejas de gansos sacando adelante a sus polluelos. La carretera se adentra a partir de aquí en los bosques de cohiué y pierdo la referencia del mar. Tras una curva de vegetación tupida me topo casi de bruces con un grupo de caballos. Le ponen al entorno boscoso un fondo casi espectral pese a ser del color de la tierra. Justo lo opuesto a aquel poema de Neruda en el que ve salir de entre la niebla los caballos del circo de Berlín una mañana, y agradece esa presencia tan física en el Norte espectral. Los baguales corren delante de mí unos metros y desaparecen en la espesura dejando su olor a cuero y excremento, algo fresco y denso en el aire. Ahora la carretera vuelve al mar. Miro hacia el Oeste y la vista me deslumbra. Intento captarlo con la cámara pero no llega. Y el ojo, su pasión intacta, se pasa, desborda la mirada: el Beagle parece cerrarse contra las montañas de la parte argentina haciendo burla a las absurdas fronteras que le pone el hombre a la naturaleza. La nieve llega en estas moles distantes casi hasta el mar, y las nubes forman un velo tupido en el cruce con la piedra. Más cerca de donde me encuentro hay claros por los que se cuela el sol, sacándoles una blancura a los picos que jamás había visto tan intensa. Parece que el color blanco naciera allí, que el viento naciera allí, que el canal naciera allí; que el clima mismo tuviera su origen en esa fusión diamantina de cielo, tierra y mar, un fuego blanco incandescente.
Resulta que Punta Eugenia está en una base militar y me encuentro con un cartel de prohibido el paso. Siempre fui obediente y me doy la vuelta. Total, lo que quiera que sea Punta Eugenia debe de quedar al otro lado de ese cerro. En cuando la carretera se aleja otra vez de la costa y cede el viento me paro a comer debajo de un árbol.
Sigo luego adelante y sale el sol. Quizá por ese espectáculo a mi derecha, de la parte del mar, no veo que al otro lado de la carretera, en un recodo de prado mullido y cuajado de margaritas, pasta tranquilamente una piara de cerdos baguales. Me pongo, como ellos, de casi todos los colores al recordar el ataque a Pato en Wulaia. La que parece la madre es completamente negra. Los otros, más pequeños aunque ya casi adultos, son rosados con manchas negras, por lo que adivino el tono del padre. Pero no hay señales de él, afortunadamente, y sólo uno de los jóvenes levanta la cabeza del césped en el que hozan. Yo hago como que no he visto nada. Me escoro más aun a la derecha, calculo el árbol al que me puedo subir si sale a pedir explicaciones el gran verraco y hago mutis por el lado del agua.

3 de enero

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]