viernes, 18 de enero de 2008

Neruda, Darwin y los taxistas


Antes de la peluca y la casaca
fueron los ríos, ríos arteriales.


Así comienza el primer poema, “Amor América”, de Canto general, el gran libro de Pablo Neruda, una obra continental para un poeta igual de grande. Pienso en estos versos mientras vuelo de Santiago de Chile a Punta Arenas, en el segundo tramo de mi viaje a Puerto Williams. Veo el continente americano adelgazándose allá abajo, conforme volamos hacia el sur, escarpado en cimas nevadas hacia el Este, más y más lamido por un océano Pacífico cada vez más presente a nuestra derecha, dando forma a ensenadas y fiordos. Una vez en tierra, Punta Arenas, como muchas de estas ciudades australes, parece un milagro entre la inmisericordia plúmbea del cielo y un mar no menos gris. Quizá por eso el verde estalla en un fragor de limonero. Pastan los llamacos, cruce de llama y de guanaco, a ambos lados de la carretera. También hay thermidor, el clásico bovino americano con la cara blanca y el resto del cuerpo negro o marrón. Y caballos cenicientos con la crin encrespada como los montes. Punta Arenas estaba vacía el día de Navidad, sólo vagaban los perros por la plaza, al acecho de moteros y ciclistas. Afortunadamente, un grill piadoso nos ofrece un poco de calor, cerveza y buena carne, a mí y a Rafael, un brasileño de origen japonés que me recuerda a mis amigos mongoles, y que es mi compañero de viaje por unas horas. Esta mañana, el taxista me sonríe mientras suena Serrat en la radio del coche. Mira a su derecha cuando le señalo una lengua de tierra paralela al Estrecho de Magallanes. Eso es Tierra del Fuego, me dice, como quien se sabe unos kilómetros más al norte del espectro austral, a salvo de ese plomo en el aire que parece hundirse, ya a la altura de Puerto Williams, en una “tierra montañosa, parcialmente sumergida en el mar, hasta tal punto que los profundos fiordos y bahías ocupan el lugar que suelen ocupar los valles”. Así, con estas palabras, lo describió Darwin. Una tierra que el naturalista más famoso de todos los tiempos, en realidad geólogo de profesión y vocación en ese segundo viaje del Beagle, leyó con ojos de vulcanólogo hasta encontrar “signos de una violencia universal” en su orogenia. ¿Tan mal pinta la cosa?

25 de diciembre

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]