viernes, 18 de enero de 2008

A Conney Island of the Mind




A Conney Island of the Mind, así se llamaba un libro del poeta Lawrence Ferlinghetti. Escribo esto ya desde el avión que me lleva a Madrid. Mi compañero de asiento es un poeta chileno de doce años, Franco, que va a Europa con sus padres a conocer las grandes capitales, esa peregrinación que todo americano que se precie y con posibles acaba haciendo algún día, desde el mismísimo Emerson, a Rubén Darío o Borges. Quién sabe, quizá Franco, a quien le gusta escribir poemas y ha sacado la máxima nota en Historia, además de abrir mucho los ojos e impregnarse de lugares históricos, le acabe enseñando también algo a ese viejo continente nuestro que a veces se niega a aprender. Detrás, zarandeando mi asiento cada vez que la sube su madre a él y cada vez de él se baja, está Conney, una niña de cuatro años nacida en Santiago pero que sólo habla inglés. Va con su familia a Londres, donde viven, vía Madrid. Lo nuestro ha sido todo un flechazo, amor a primera vista y completamente desinteresado. Del bueno, vaya. Para facilitar las cosas, le he dicho que me llamo Charlie. Coge enseguida confianza y me pregunta que si no tengo mujer e hijos. Después, que por qué no tengo mujer e hijos. Se sienta conmigo y me abraza, me da besos de pececillo. Luego obedece a su madre y vuelve al asiento. Me llama cada equis desde allí. Cuando oigo esa vocecita se me abren las carnes: si algún día tengo una hija quiero que se parezca a Conney, y que su nombre sea también el triunfo de alguna revolución perdida como la de Ferlinghetti.
Ayer, Pedro y Marta me llevaron a una pequeña fiesta de aniversario en casa de unos amigos suyos, una gran noche. Me tentaron a quedarme el fin de semana, a que retrasara el vuelo hasta el domingo y me fuera con ellos a la playa. Pero esta mañana he desoído aquel consejo de Oscar Wilde y he decidido no caer en la tentación como mejor forma de evitarla. Me voy con un gran recuerdo de todos ellos, de esta ciudad, de este país. Y no sé por qué, yo diría que voy a volver. No comí calafate, unas bayas parecidas a la grosella, algo que, según dice la tradición, es un método infalible para garantizar la vuelta a Chile. Pero sí bebí cerveza que sabía a calafate. Espero que con eso valga, y me vean pronto estas montañas, estos mares y estos ríos. Estos amigos.

10 de enero

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]