viernes, 18 de enero de 2008

Murakami y las avionetas












En todos los cuentos de Murakami que estoy leyendo se dan dos planos de narración. Uno es más inmediato, en él vive el narrador, que casi siempre es varón y casi nunca verdadero protagonista. En este plano se come, se bebe café, se escucha a Shostakovich o a Robert Plant, la gente va y viene de trabajar. Y desde aquí se tiene acceso, generalmente a través de otro personaje o evento externo, a un segundo plano de narración, la almendra del cuento por así decir. Generalmente, también el plano más objetivo acaba contagiando su asepsia al corazón del relato, y los finales tienen esa no-consecución tan carveriana. Algún amigo que trabaja en talleres literarios me contó que a los alumnos se les suele desaconsejar el modelo de Carver, de quien se habría abusado mucho en este tipo de contextos. También parece que hay recelos con respecto a la emulación excesiva de Cortázar. Son un poco los dos extremos. A mí me parece que lo bueno, sin embargo, no debería pasar de moda nunca. Me despierto con esta reflexión literaria en un día en el que la pereza objetiva del que se encuentra bajo techo, bien comido y resguardado junto a la estufa, con la oportunidad de dedicarme al vicio de la lectura y el mando de la tele a mi merced, mira fuera y se pregunta si se dejará llevar a la almendra del viaje, el paisaje más allá de la ventana, o si seguirá objetivamente vagueando en un tiempo narratológico dilatado, dominical y perezoso. También se pregunta cuál es la verdadera almendra del viaje: si este suelo enmoquetado, el crepitar de los leños y la televisión dando los últimos detalles de la erupción volcánica cerca de Temuco (¿son verdaderamente todos los fuegos el fuego?), o ese cielo salpicado de nubes en el que el rugido del viento y el motor como de otra época de las avionetas ponen una banda sonora de película de aventuras de los años cincuenta.

2 de enero

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A principios de julio de 2006 salí de Madrid rumbo a Mongolia. Iba a pasar tres semanas observando al último caballo salvaje del planeta (Equus Przewalski Poliakov, takhi para los mongoles), reintroducido con éxito en el Parque Nacional de Hustai, a unos cien kilómetros al suroeste de Ulan Bator. Llevaba en la mochila tres libros. El primero, El arco y la lira, de Octavio Paz. El segundo, la obra ensayística de R. W. Emerson. El tercero, escrito en un cuaderno con tapas de damasquino aún sin estrenar, comprado el verano anterior en Capadocia —literalmente, «la tierra de los caballos bonitos»—, acabó siendo este libro. [CJA]